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En la proa del barco de la pareja real había una cabeza de la diosa Hator, de madera dorada, con el disco solar entre sus cuernos. La soberana de las estrellas era también señora de la navegación; su presencia vigilante garantizaba un viaje apacible hacia Abu Simbel.

Abu Simbel, cuyos dos templos dedicados a celebrar la unión de Ramsés y Nefertari ya estaban terminados. El mensaje de Setaú no era ambiguo y el encantador de serpientes no acostumbraba a presumir. En el centro del barco había una cabina de techo abombado que descansaba sobre dos columnitas con capitel en forma de papiro, detrás, y de loto, delante; unas aberturas permitían que circulara el aire. La reina, soñadora, saboreaba aquel viaje como una golosina.

Nefertari ocultaba una gran fatiga para no preocupar al rey; se levantó y se reunió con él bajo el toldo blanco tendido en la popa, entre cuatro estacas. Acostados de lado, el enorme león dormitaba con el viejo perro dorado apoyado en su lomo; sumido en un sueño reparador, Vigilante se sabía protegido por Matador.

—Abu Simbel… ¿Qué rey hizo nunca semejante ofrenda a una reina?

—¿Qué rey tuvo nunca la suerte de casarse con Nefertari?

—Demasiada felicidad, Ramsés… A veces siento cierto temor.

—Debemos compartir esa felicidad con nuestro pueblo, con todo Egipto y las generaciones que nos sucederán; por eso he deseado que la pareja real estuviera siempre presente en la piedra de Abu Simbel. No tú o yo, Nefertari, sino el faraón y la gran esposa real, de los que somos solo encarnaciones terrenales y pasajeras.

Nefertari se acurrucó contra Ramsés y contempló Nubia, salvaje y espléndida.

Apareció el acantilado de gres, dominio de la diosa Hator, enmarcando al oeste una curva del Nilo. Antaño, una lengua de leonada arena separaba dos promontorios que reclamaban la mano del arquitecto y del escultor. Y esa mano había actuado, transformando la amorosa roca en dos templos excavados en su interior y anunciados por fachadas cuyo poderío y gracia pasmaron a la reina. Ante el santuario del sur, cuatro colosos de Ramsés sentados, de veinte metros de altura; ante el del norte, colosos del faraón de pie, y caminando, enmarcaban una Nefertari de diez metros de alto.

Abu Simbel no sería ya un simple punto de orientación para los marineros, sino un lugar transfigurado donde el fuego del espíritu brillaría, inmóvil e inmutable, en el oro del desierto nubio.

En la ribera, Setaú y Loto hacían señales de bienvenida, imitados por todos los artesanos que los rodeaban. Hubo un movimiento de retroceso cuando Matador recorrió la pasarela para bajar a tierra, pero la alta estatura del rey disipó los temores. La fiera se mantuvo a su diestra y el viejo perro dorado a su izquierda.

Ramsés nunca había visto semejante expresión de contento en el rostro de Setaú.

—Puedes sentirte orgulloso de ti mismo —dijo el rey dando un abrazo a su amigo.

—Felicita a los arquitectos y a los escultores, no a mí; yo solo los he alentado para que crearan una obra digna de ti.

—Digna de las misteriosas potencias que residen en este templo, Setaú.

Al pie de la pasarela, Nefertari dio un paso en falso; Loto la sostuvo y advirtió que la reina era víctima de un malestar.

—Sigamos —exigió Nefertari—. Estoy bien.

—Pero, majestad…

—No estropeemos la fiesta de inauguración, Loto.

—Dispongo de un remedio que tal vez disipe vuestra fatiga.

El rugoso Setaú no sabía como comportarse ante Nefertari, cuya belleza le fascinaba; conmovido, se inclinó.

—Majestad… Quería deciros…

—Celebremos el nacimiento de Abu Simbel, Setaú; quiero que sea inolvidable.

Todos los jefes de las tribus nubias habían sido invitados a Abu Simbel para festejar la creación de los dos templos; ataviados con sus más hermosos collares y taparrabos nuevos, habían besado los pies de Ramsés y de Nefertari y entonado, luego, un canto de victoria que había ascendido hacia el cielo estrellado.

Aquella noche hubo más alimentos deliciosos que granos de arena en la orilla, más pedazos de buey asado que flores en los jardines reales, una incontable cantidad de panes y pasteles. El vino corrió como una abundante crecida, ardieron incienso y olíbano en los altares levantados al aire libre. Al igual que la paz se había instaurado en el norte con los hititas, reinaría también por mucho tiempo en el Gran Sur.

—Abu Simbel es ya el centro espiritual de Nubia y la expresión simbólica del amor que une al faraón y a la gran esposa real —confió Ramsés a Setaú—. Tú, amigo mío, convocarás aquí, regularmente, a los jefes de las tribus y los harás participar en los ritos que sacralizan esta tierra.

—Dicho de otro modo, me permites permanecer en Nubia… Loto seguirá, pues, enamorada de mí.

La suave noche de septiembre fue seguida por una semana de festejos y rituales en los que los participantes descubrieron, maravillados, el interior del gran templo. En la sala de tres naves y ocho pilares, con la estatua del rey representado como Osiris, de diez metros de altura, admiraron las escenas de la batalla de Kadesh y el encuentro del monarca con las divinidades, que le abrazaban para transmitirle mejor su energía.

El día del equinoccio de otoño, solo Ramsés y Nefertari penetraron en el santo de los santos. Con la salida del sol, la luz tomó el eje del templo y fue a iluminar el fondo del santuario donde, sentados en una banqueta de piedra, se hallaban cuatro dioses; Ra-Horus de la región luminosa, el ka de Ramsés, Amón el dios oculto y Ptah el constructor. Este último permanecía en la oscuridad, salvo en los dos equinoccios; aquellas dos mañanas, la claridad del levante rozaba la estatua de Ptah, cuyas palabras Ramsés escuchaba brotando de las profundidades de la roca: «Confraternizo contigo, te entrego la duración, la estabilidad y el poder; estamos unidos en el gozo del corazón, hago que tu pensamiento esté en armonía con el de los dioses, te he elegido y hago eficaces tus palabras. Te alimento con la vida para que tú hagas vivir a los demás».

Cuando la pareja real salió del gran templo, egipcios y nubios lanzaron gritos de júbilo. Había llegado el momento de inaugurar el segundo santuario, que estaba dedicado a la reina y que llevaba el nombre de «Nefertari para la que sale el sol».

La gran esposa real ofreció flores a la diosa Hator, para que se iluminara el rostro de la soberana de las estrellas; identificándose con Sechat, la patrona de la Casa de Vida, Nefertari se dirigió a Ramsés.

—Has devuelto el vigor y el coraje a Egipto, eres su dueño; como halcón celestial, has extendido tus alas por encima de tu pueblo. Para él, eres semejante a una muralla de metal celeste que ninguna fuerza hostil puede cruzar.

—Para Nefertari he construido un templo, excavado en la pura montaña de Nubia, en hermosa piedra de gres, para siempre —repuso el rey.

La reina llevaba un vestido largo de color amarillo, un collar de turquesas y sandalias doradas; sobre su peluca azul lucía una corona compuesta de dos largos y finos cuernos de vaca que enmarcaban un sol coronado por dos altas plumas. En su mano diestra tenía la llave de vida; en la izquierda, un cetro flexible que evocaba el loto brotado de las aguas en la primera mañana del mundo.

Sobre los pilares del templo de la reina se habían dispuesto sonrientes rostros de la reina Hator y en las paredes, escenas rituales que reunían a Ramsés, Nefertari y las divinidades.

La reina se apoyó en el brazo del monarca.

—¿Qué ocurre, Nefertari?

—Estoy algo cansada…

—¿Deseas que interrumpamos el ritual?

—No, deseo descubrir contigo cada escena de este templo, leer cada uno de sus textos, participar en cada ofrenda… ¿Acaso no es la morada que has construido para mí?

La sonrisa de su esposa tranquilizó al rey. Actuó como ella deseaba y juntos animaron cada parcela del templo, hasta el naos, donde aparecía la vaca celestial, encarnación de Hator, saliendo de la roca.

Nefertari permaneció largo rato en la penumbra del santuario, como si la dulzura de la diosa pudiera disipar el frío que se insinuaba en sus venas.

—Quisiera ver de nuevo la escena de la coronación —solicitó al rey.

A uno y otro lado de la representación de la reina, cuya silueta era de una finura casi irreal, Isis y Hator magnetizaban su corona. El escultor había magnificado aquel instante en el que una mujer de este mundo entraba viva en el universo divino para dar testimonio, en la tierra, de su realidad.

—Tómame en tus brazos, Ramsés.

Nefertari estaba helada.

—Me muero, Ramsés, muero agotada, pero aquí, en tu templo, contigo, tan cerca de ti que formamos un solo ser, para siempre.

El rey la estrechó con tanta fuerza contra su pecho que creyó poder retener su vida, aquella vida que ella había entregado sin moderación a sus íntimos y a todo Egipto para permitirle escapar de los maleficios.

Ramsés vio que el rostro tranquilo y puro de la reina iba inmovilizándose y su cabeza se inclinaba lentamente. Sin rebeldía y sin temor, el aliento de Nefertari acababa de extinguirse.

Ramsés llevó en sus brazos a la gran esposa real, como una novia a la que el futuro esposo iba a hacer cruzar el umbral de su morada, para sellar su matrimonio. Sabía que Nefertari se convertiría en una imperecedera estrella, que su madre el cielo le daría un nuevo nacimiento y ascendería en la barca del perpetuo viaje, ¿pero cómo podía esa ciencia apaciguar el insoportable dolor que le desgarraba el corazón?

Ramsés caminó hacia la puerta del templo; con el alma vacía y la mirada perdida, salió del santuario.

Vigilante, el viejo perro dorado, acababa de morir entre las patas del león, que lamía dulcemente la cabeza de su compañero para curarle de la muerte.

Ramsés sufría demasiado para llorar. En aquellos instantes su poderío y su grandeza no le eran de gran ayuda.

El faraón levantó hacia el cielo el sublime cuerpo de aquella a la que amaría por toda la eternidad, la dama de Abu Simbel, Nefertari, para quien brillaba la luz.