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En el Valle de las Reinas, lugar de gran belleza y perfección, la morada de eternidad de Tuya estaba muy cerca de la prevista para Nefertari. La gran esposa real y el faraón dirigieron los funerales de la viuda de Seti, cuya momia reposaría en la cámara del oro. Transformada en Osiris y en Hator, Tuya sobreviviría por medio de su cuerpo de luz, que cada día reanimaría la energía invisible, procedente de las profundidades del cielo. En la tumba se depositaron el mobiliario ritual, los vasos canopes que contenían las vísceras, telas preciosas, jarras de vino, redomas con aceites y ungüentos, alimentos momificados, los vestidos de sacerdotisa, los cetros, los atavíos, collares y joyas, las sandalias de oro y de plata y demás tesoros que convertían a Tuya en una viajera equipada para recorrer las bellas rutas del Occidente y los paisajes del otro mundo.

Ramsés intentaba recibir la desgracia y la felicidad con la misma fuerza de espíritu. Por un lado, la paz tan deseada con los hititas y la conclusión del Ramesseum, su templo de millones de años; por el otro, la desaparición de Tuya. El hijo y el hombre estaban destrozados, pero el faraón no tenía derecho a traicionar a la reina madre, tan inquebrantable que la propia muerte no parecía haber hecho presa alguna en ella. Tenía que respetar el mensaje que le había dejado: Egipto prevalecía sobre los sentimientos, sobre su gozo y su pena.

Y Ramsés se sometió a las exigencias de su función, ayudado por Nefertari. Siguió llevando el gobernalle del navío del Estado, como si Tuya estuviera presente todavía. En adelante, tendría que aprender a prescindir de sus consejos y sus intervenciones. A Nefertari le tocaba ahora asumir las tareas que realizaba Tuya; pese al valor de su esposa, Ramsés sintió que el peso se hacía abrumador.

Cada día, tras la celebración de los ritos del alba, la pareja real meditaba un buen rato en la capilla del Ramesseum dedicada a Tuya y a Seti; el rey necesitaba impregnarse de la realidad invisible que creaban las piedras vivas y los jeroglíficos animados por el verbo. Comulgando con el alma de sus predecesores, Ramsés y Nefertari se llenaban de aquella luz secreta que alimentaba su pensamiento.

Concluidos los setenta días de luto, Ameni consideró indispensable exponer a Ramsés los asuntos urgentes. Instalado en los despachos del Ramesseum con un reducido pero eficaz equipo de escribas, el secretario particular del faraón estaba en permanente contacto con Pi-Ramsés y no había perdido un solo instante del estudio de los expedientes.

—La crecida es excelente —reveló a Ramsés—, el tesoro del reino nunca ha sido tan considerable, la gestión de nuestras reservas de alimentos no tiene ningún fallo y las corporaciones de artesanos trabajan sin descanso. Por lo que a los precios se refiere, son estables y no hay peligro de inflación alguna.

—¿El oro de Nubia?

—La extracción y el aprovisionamiento son satisfactorios.

—¿Estás describiéndome un paraíso?

—De ningún modo… Pero procuramos ser dignos de Tuya y de Seti.

—¿Por qué hay en tu voz una sombra de contrariedad?

—Bueno… Acha quiere hablar contigo, pero no sabe si el momento…

—Diríase que te ha inculcado el sentido de la diplomacia; que se reúna conmigo en la biblioteca.

La biblioteca del Ramesseum sería digna de la de la Casa de Vida de Heliópolis; día tras día llegaban papiros y tablillas inscritas, cuya clasificación supervisaba el propio monarca. Sin el conocimiento de los ritos, los textos filosóficos y los archivos, era imposible gobernar bien Egipto. Elegante, vestido con ropas de lino de excepcional calidad, adornadas con coloreados flecos, Acha se extasió.

—Trabajar aquí será una bendición, majestad.

—El Ramesseum será uno de los centros vitales del reino. ¿Deseabas hablarme de un libro de sabiduría?

—Deseaba verte, sencillamente.

—Estoy bien, Acha. Nunca olvidaré a Seti y a Tuya, pero ellos dos trazaron juntos un camino que no abandonaré. ¿Nos causan problemas los hititas?

—Ninguno, majestad; Hattusil está muy satisfecho de nuestro tratado, y más después de que ha logrado meter en cintura a Asiria. El acuerdo de ayuda mutua entre Egipto y el Hatti ha hecho comprender a los militares asirios que cualquier agresión supondría una respuesta masiva e inmediata. Se están produciendo numerosos contactos comerciales con el Hatti, y puedo afirmar que la paz reinará en la región durante muchos años. ¿No es la palabra dada tan sólida como el granito?

—¿Qué te atormenta pues?

—Es por Moisés… ¿Aceptas que te hable de él?

—Te escucho.

—Mis espías no pierden de vista a los hebreos.

—¿Dónde están?

—Siguen vagando por el desierto, a pesar de las protestas, cada vez más abundantes; pero Moisés gobierna a su pueblo con mano dura. «Yahvé es un fuego devorador y un dios celoso», repite sin cesar.

—¿Conoces su destino?

—Es probable que la tierra prometida sea Canaán, pero apoderarse de ella será difícil. Los hebreos han combatido ya con la gente de Madian y con los amorritas, y actualmente ocupan el territorio de Moab. Los pueblos de la región temen a los nómadas hebreos, a quienes consideran peligrosos desvalijadores.

—Moisés no se desanimará. Si debe luchar en cien batallas, lo hará. Estoy seguro de que contempló Canaán desde lo alto del monte Negeb y vio allí un paraje chorreante de miel y aceites festivos.

—Los hebreos provocan tumultos, majestad.

—¿Qué sugieres, Acha?

—Eliminemos a Moisés. Privados de su jefe, los hebreos regresarán a Egipto, siempre que prometas no castigarlos.

—Quítate el proyecto de la cabeza. Moisés seguirá su destino.

—El amigo se alegra de tu decisión, pero el diplomático la deplora. Como yo, estás convencido de que Moisés logrará sus fines y que la llegada a su Tierra Prometida modificará el equilibrio del Próximo Oriente.

—Si Moisés no exporta su doctrina, ¿por qué no podemos entendernos? La paz entre nuestros dos pueblos será un factor de equilibrio.

—Me das una buena lección de política exterior y de diplomacia.

—No, Acha; intento simplemente trazar un camino de esperanza.

En el corazón de Iset la bella, la ternura había reemplazado a la pasión. Ella, que había dado dos hijos a Ramsés, seguía sintiendo por el rey la misma admiración, pero había renunciado a conquistarle. ¿Cómo luchar contra Nefertari que, con el paso de los años, se hacía cada vez más bella y luminosa? Con la madurez, Iset la bella se había apaciguado y había aprendido a saborear la felicidad que la vida le ofrecía. Hablar con Kha de los misterios de la creación, escuchar a Merenptah, que le describía el funcionamiento de la sociedad egipcia, que él estudiaba con la seriedad de un futuro dirigente, charlar con Nefertari en los jardines de palacio, codearse con Ramsés tan a menudo como fuera posible… ¿No gozaba Iset la bella de inestimables tesoros?

—Ven —le dijo la gran esposa real—, vayamos a pasear en barca por el río.

Era verano, y la inundación había transformado Egipto en un lago inmenso, permitiendo navegar de una aldea a otra. Un sol ardiente hacía brillar las aguas fecundadoras, centenares de pájaros danzaban en el cielo.

Las dos mujeres, bajo un dosel blanco, habían untado su piel de aceite perfumado; junto a ellas, unas jarras de barro mantenían fría el agua.

—Kha se ha marchado a Menfis —precisó Iset la bella.

—¿Lo sientes?

—El hijo mayor del rey sólo se interesa por los monumentos antiguos, los símbolos y los rituales. Cuando su padre le llame a su lado para encargarse de los asuntos del Estado, ¿cómo reaccionará?

—Su inteligencia es tan grande que sabrá adaptarse.

—¿Qué pensáis de Merenptah?

—Es muy distinto de su hermano, pero bajo el muchacho aparece ya el ser excepcional.

—Vuestra hija, Meritamón, se ha convertido en una mujer maravillosa.

—Realiza mi sueño infantil: vivir en un templo y tocar música para las divinidades.

—Todo el pueblo os venera, Nefertari; su amor está a la altura del que vos le entregáis.

—¡Cómo has cambiado, Iset!

—He abandonado, los demonios de la ambición salieron de mi alma. Me siento en paz conmigo misma. Y si supierais cómo os admiro, por lo que sois, por la obra que lleváis a cabo…

—Gracias a tu ayuda, la ausencia de Tuya será más soportable. Puesto que ya estás libre de las preocupaciones de la educación, ¿aceptas trabajar a mi lado?

—No soy digna…

—Déjame decidirlo.

—Majestad…

Nefertari besó a Iset la bella en la frente. Era el estío y Egipto era una fiesta.

El palacio del Ramesseum estaba ya tan animado como el de Pi-Ramsés.

Por deseo del rey, los anexos de su templo de millones de años se imponían como centro económico principal del Alto Egipto, trabajando en simbiosis con Karnak. En la orilla oeste de Tebas, el Ramesseum proclamaría para siempre la magnificencia del reinado de Ramsés el Grande, cuya magnitud impresionaba ya a los espíritus.

Fue Ameni quien recibió el mensaje firmado por Setaú. Conmovido hasta perder el aliento, el escriba lo dejó todo y fue en busca de Ramsés, que se encontraba en el gran estanque cercano a palacio; como cada día, durante la buena estación, el rey nadaba media hora por lo menos.

—¡Majestad, una carta procedente de Nubia!

El monarca se acercó al borde del estanque. Ameni se arrodilló y le tendió el papiro. Contenía sólo unas palabras, las que Ramsés esperaba.