Alojados en los locales del palacio de los países extranjeros, los embajadores hititas participaron en el jolgorio general que dominaba la capital egipcia; comprobaron la inmensa popularidad de Ramsés, celebrado por todas partes en un canto que era coreado de buena gana: «Nos deslumbra como el sol, nos regenera como el agua y el viento, le amamos como el pan y las hermosas telas, pues es el padre y la madre del país entero, la luz de ambas riberas».
Nefertari invitó a los hititas a asistir a un rito que se celebraba en el templo de Hator donde escucharon la invocación al poder único que se creaba a sí mismo día tras día, llevaba a la existencia todas las formas de vida, iluminaba los rostros, hacía temblar de alegría árboles y flores. Cuando las miradas se volvieron hacia el Principio oculto en el oro del cielo, los pájaros emprendieron el vuelo en aquel feliz instante, y un camino de paz se abrió bajo los pasos de los humanos.
Del asombro al festejo, los hititas fueron invitados a un banquete durante el que probaron estofado de pichón, riñones en adobo, pierna de buey rustida, percas del Nilo, ocas asadas, lentejas, ajos y cebollas dulces, calabacines, lechugas, pepinos, guisantes, judías, compota de higos, manzanas, dátiles, sandías, quesos de cabra, yogur, redondos pasteles de miel, pan fresco, cerveza dulce, vino tinto y vino blanco. En tan excepcional ocasión, se sirvieron jarras de buen caldo del sexto día del cuarto año del reinado de Seti, y marcadas con el símbolo de Anubis, señor del desierto. Los diplomáticos se asombraron ante la abundancia y calidad de las viandas, apreciaron la belleza de la vajilla de piedra y acabaron entregándose a la alegría colectiva, cantando en egipcio alabanzas a Ramsés.
Sí, era la paz.
La capital se había dormido por fin.
Pese a lo avanzado de la hora, Nefertari escribió personalmente una larga carta a su hermana Putuhepa, para agradecerle sus esfuerzos y hablarle de las maravillosas horas que el Hatti y Egipto vivían. Cuando la reina hubo puesto su sello, Ramsés posó dulcemente las manos en sus hombros.
—¿Todavía estás trabajando?
—La jornada tiene más tareas que horas, no puede ser de otro modo, y es bueno que así sea: ¿no se lo repites tú a tus altos funcionarios? La gran esposa real no puede sustraerse a la Regla.
El perfume de fiesta de Nefertari hechizaba a Ramsés. El maestro perfumista del templo no había utilizado menos de dieciséis ingredientes, entre ellos caña olorosa, enebro, flores de retama, resina de terebinto, mirra y aromas. El maquillaje verde ponía de relieve la elegancia de los párpados y una peluca ungida con óleo de Libia subrayaba la sublime belleza del rostro.
Ramsés le quitó la peluca y deshizo la larga y ondulada cabellera de Nefertari.
—Soy feliz… ¿No hemos trabajado por el bien de nuestro pueblo?
—Tu nombre quedará asociado para siempre a ese tratado; tú has construido esta paz.
—¿Qué importa nuestra gloria comparada con la justa sucesión de los días y los ritos?
El rey hizo resbalar los tirantes del vestido de Nefertari por sus hombros y la besó en el cuello.
—¿Cómo podría definirte mi amor?
Ella se volvió y posó los labios en los suyos.
—¿Sigue siendo tiempo de discursos?
La primera carta oficial procedente del Hatti, tras la aceptación del tratado de paz, provocó un gran acceso de curiosidad en la corte de Pi-Ramsés. ¿Desearía Hattusil cambiar algún punto esencial del acuerdo?
El rey rompió el sello puesto en la tela que cubría la tablilla de madera preciosa y recorrió el texto escrito en caracteres cuneiformes.
Se dirigió enseguida a los aposentos de la reina. Nefertari estaba concluyendo la lectura del ritual para las fiestas de primavera.
—¡Extraña carta, en verdad!
—¿Algún incidente grave? —se inquietó la reina.
—No, una especie de petición de auxilio. Una princesa hitita, de imposible nombre, se encuentra mal. Según Hattusil, parece poseída por un demonio que los médicos del Hatti no consiguen expulsar de su cuerpo. Conocedor de los talentos de nuestros terapeutas, nuestro nuevo aliado me ruega que le envíe un curandero de la Casa de Vida para restablecer la salud de la princesa y permitirle tener, por fin, el hijo que desea.
—Es una noticia excelente; los vínculos entre nuestros dos países no dejarán de fortalecerse.
El rey convocó a Acha para comunicarle el contenido de la misiva de Hattusil.
El jefe de la diplomacia egipcia soltó una carcajada.
—¿Tan extravagante parece esta súplica? —se extrañó la reina.
—Tengo la sensación de que el emperador hitita demuestra una confianza realmente ilimitada en nuestra medicina. Lo que reclama es un milagro.
—¿Subestimas nuestra ciencia?
—De ningún modo, ¿pero cómo va a conseguir que una mujer, por muy princesa hitita que sea, que ya ha superado los sesenta, tenga un hijo?
Tras un franco momento de hilaridad, Ramsés dictó a Ameni una respuesta para su hermano Hattusil.
En cuanto a la princesa que sufre —por su edad sobre todo—, la conocemos. Nadie puede fabricar medicamentos que la dejen encinta. Aunque si el dios de la tormenta y el del sol lo deciden… Enviaré pues a un excelente mago y un médico competente.
Ramsés hizo que saliera inmediatamente hacia Hattusa una estatua mágica del dios curandero Khonsu, el que cruza el espacio encarnado en un creciente lunar. ¿Quién, salvo una divinidad, conseguiría, en efecto, modificar las leyes de la fisiología?
Cuando el mensaje de Nebu, el sumo sacerdote de Karnak, llegó a Pi-Ramsés, el rey decidió transferir la corte a Tebas. Con su eficacia habitual, Ameni fletó los barcos necesarios y distribuyó consignas para que el viaje se efectuase en las mejores condiciones posibles.
En el navío real se habían embarcado todos los seres queridos de Ramsés: su esposa, Nefertari, que estaba resplandeciente; su madre, Tuya, que demostraba su alegría por haber vivido suficiente tiempo para ver reinar la paz entre Egipto y el Hatti; Iset la bella, muy conmovida por participar en la gran fiesta que se preparaba; sus tres hijos, Kha, el sumo sacerdote de Menfis, Meritamón, experta en música, y el joven Merenptah, de impresionante estatura; sus fieles amigos, Ameni y Acha, gracias a quienes Ramsés había podido edificar un reino feliz; el ministro Nedjem y Serramanna, leales servidores. Solo faltaban Setaú y Loto, que partirían desde Abu Simbel y se unirían al cortejo en Tebas. Y Moisés… Moisés, que había renegado de Egipto.
En el embarcadero, el sumo sacerdote de Karnak recibió, personalmente, a la pareja real. Esta vez, Nebu era realmente muy viejo. Encorvado, moviéndose con dificultad, con la mano crispada en su bastón y la voz vacilante, sufría reumatismos deformantes; pero su mirada seguía siendo vivaz y el sentido de la autoridad no se había debilitado.
El rey y el sumo sacerdote se dieron un abrazo.
—He cumplido mi promesa, majestad; gracias al trabajo de Bakhen y sus equipos de artesanos, vuestro templo de millones de años está terminado. Las divinidades me han concedido la felicidad de contemplar la inmensa obra maestra donde residirán.
—Yo cumpliré la mía, Nebu; subiremos juntos al tejado del templo y contemplaremos el santuario, sus dependencias y el palacio.
El enorme pilono, cuya cara interna estaba decorada con escenas de la victoria de Kadesh, el primer gran patio, cuyos pilares representaban al rey como Osiris, el coloso de diecisiete metros de altura representando al rey sentado, un segundo pilono que desvelaba el ritual de la cosecha, la sala hipóstila de treinta y un metros de largo y cuarenta y uno de ancho, el santuario, cuyos relieves revelaban los misterios del culto cotidiano, el gran árbol esculpido que simbolizaba la perennidad de la institución faraónica… Ésas y otras tantas maravillas pudo admirar la pareja real, llenos de felicidad.
Las fiestas de inauguración del templo de millones de años duraron varias semanas. Para Ramsés, su punto álgido iba a ser el nacimiento ritual de la capilla consagrada a su padre y a su madre; Nefertari y el monarca pronunciarían las palabras de animación, grabadas para siempre en las columnas de jeroglíficos.
Mientras el faraón acababa de vestirse en la «morada de la mañana», Ameni se presento ante él, con el rostro descompuesto.
—Tu madre… Tu madre te llama.
Ramsés corrió a los aposentos de Tuya. La viuda de Seti estaba tendida de espaldas, con los brazos a lo largo del cuerpo y los ojos entornados. El rey se arrodilló y besó sus manos.
—¿Estás demasiado fatigada para participar en la inauguración de tu capilla?
—No es ya la fatiga lo que me abruma, sino la muerte que se acerca.
—Rechacémosla juntos.
—Ya no tengo fuerzas, Ramsés… ¿Pero por qué voy a rebelarme? Ha llegado la hora de reunirme con Seti, y para mí es uno de los momentos más felices de mi vida.
—¿Tendrás la crueldad de abandonar Egipto?
—La pareja real reina, sigue el recto camino… Sé que la próxima crecida será excelente y se respetará la justicia. Puedo partir serena, hijo mío, gracias a la paz que tú y Nefertari habéis sabido construir y haréis duradera. Es tan hermoso un país apacible donde los niños juegan, donde los rebaños vuelven de los pastos mientras los pastores tararean una canción acompañados por la melodía de una flauta, donde los seres se respetan sabiendo que el faraón los protege… Preserva esta felicidad, Ramsés, preserva estas felicidades, y transmite la Regla a tu sucesor.
Ante la suprema prueba, Tuya no temblaba. Permanecía altiva y soberana, su impasible mirada se clavaba en la eternidad.
—Ama a Egipto con todo tu ser, Ramsés, que ningún sentimiento humano prevalezca sobre este amor, que ninguna prueba, por cruel que sea, te aparte de tus deberes de faraón.
La mano de Tuya estrechó con fuerza la de su hijo.
—Deséame, rey de Egipto, que pueda llegar al campo de las ofrendas, la campiña de las felicidades, deséame que pueda establecerme para siempre en ese maravilloso país de agua y de luz, que brille allí en compañía de nuestros antepasados y de Seti…
La voz de Tuya se apagó, en un suspiro profundo como el más allá.