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Pese a los cuidados que le prodigaba Neferet, una joven médico de excepcionales dotes, Tuya, la reina madre, se preparaba para el gran viaje. Pronto se reuniría con Seti y abandonaría un Egipto terrestre cuyo feliz porvenir estaba casi asegurado. Casi, pues el tratado de paz con los hititas aún tenía que firmarse.

Cuando Nefertari se reunió con ella en el jardín donde meditaba, Tuya percibió la emoción de la gran esposa real.

—Majestad, acabo de recibir esta carta de la emperatriz Putuhepa.

—Mis ojos están cansados, Nefertari; léela, te lo ruego.

La voz dulce y hechicera de la reina arrobó el corazón de Tuya.

A mi hermana, esposa del sol, Nefertari. Todo va bien para nuestros dos países, espero que tu salud y la de los tuyos sea floreciente. Mi hija se encuentra maravillosamente y mis caballos son magníficos; que lo mismo ocurra con tus hijos, tus caballos y el león de Ramsés el Grande. Tu servidor, Hattusil, está a los pies del faraón y se prosterna ante él.

Paz y fraternidad: esas son las palabras que deben pronunciarse, pues el dios-luz de Egipto y el dios-tormenta del Hatti desean confraternizar.

Portadores del texto del tratado, los embajadores de Egipto y del Hatti se han puesto en camino hacia Pi-Ramsés para que el faraón selle para siempre nuestra decisión común.

Que los dioses y las diosas protejan a mi hermana Nefertari.

Nefertari y Tuya se abrazaron y lloraron de alegría.

Serramanna se sentía como un insecto que la sandalia de Ramsés iba a aplastar. Con la cabeza gacha, el sardo se preparaba para ser expulsado de palacio y esa decadencia le parecía insoportable. Él, el antiguo pirata, se había acostumbrado a su existencia de hombre de orden y desfacedor de entuertos. Una fidelidad absoluta a Ramsés había dado sentido a su existencia y puesto fin a sus vagabundeos; el Egipto que pensaba desvalijar se había convertido en su patria. Él, el navegante, había tocado tierra sin sentir el deseo de zarpar de nuevo.

Serramanna agradecía a Ramsés que no le hubiera hecho sufrir una humillación ante la corte y sus subordinados; el monarca le recibía en su despacho, cara a cara:

—Majestad, cometí un error. Nadie conocía el terreno y…

—¿Qué ocurrió con los dos espías beduinos?

—Perecieron aplastados por las ruedas de mi carro.

—¿Estás seguro de que Moisés escapó de la tormenta?

—Los hebreos y él atravesaron el mar de cañas.

—Olvidémoslos, puesto que han cruzado la frontera.

—Pero… ¡Moisés os ha traicionado!

—Sigue su camino, Serramanna. Y como ya no va a turbar la armonía de las Dos Tierras, dejaremos que vaya hacia su destino. Tengo que confiarte una misión muy importante.

El sardo no creyó lo que estaba oyendo. ¿Estaba el rey perdonándole su fracaso?

—Te dirigirás a la frontera con dos regimientos de carros para recibir a la embajada hitita, de cuya protección te encargarás personalmente.

—Es una tarea… una tarea…

—Una tarea decisiva para la paz del mundo, Serramanna.

Hattusil había cedido.

Atendiendo, al mismo tiempo, a su intuición de estadista, los consejos de su esposa Putuhepa y las recomendaciones del embajador egipcio, Acha, había redactado el texto de un tratado de no beligerancia con Egipto, sin oponerse a las exigencias de Ramsés, y había elegido a dos mensajeros que se encargarían de llevar al faraón unas tablillas de plata cubiertas con la versión del acuerdo en escritura cuneiforme.

Hattusil prometía a Ramsés exponer el tratado en el templo de la diosa del Sol, en Hattusa, siempre que el soberano egipcio hiciera lo mismo en uno de los grandes santuarios de las Dos Tierras; ¿pero aceptaría Ramsés ratificar el documento sin añadir nuevas cláusulas?

De la capital hitita a la frontera egipcia, la atmósfera siguió siendo tensa. Acha era consciente de que no podría pedir más a Hattusil; si Ramsés manifestaba algún descontento, el proyecto de tratado sería letra muerta. Por lo que a los soldados hititas se refería, no ocultaban su inquietud; grupos de disidentes intentarían, probablemente, atacarles para impedir que los mensajeros de la paz llegaran a su destino. Collados, desfiladeros, bosques les parecieron otras tantas emboscadas, pero el viaje transcurrió sin incidentes.

Cuando Acha divisó a Serramanna y los carros egipcios, lanzó un largo suspiro de alivio. En adelante, viajaría tranquilo.

El sardo y el oficial superior de los carros hititas se saludaron con frialdad; el antiguo pirata habría exterminado, de buena gana, a aquellos bárbaros, pero tenía que obedecer a Ramsés y cumplir su misión.

Por primera vez, carros hititas penetraron en el Delta y corrieron por la ruta que conducía a Pi-Ramsés.

—¿Qué ocurre con la revuelta en Nubia? —preguntó Acha.

—¿Se ha hablado de ella en Hattusa? —se preocupó el sardo.

—Tranquilízate, la información fue confidencial.

—Ramsés ha restablecido la calma, Chenar fue ejecutado por sus aliados.

—¡Qué la paz se establezca tanto en el Norte como en el Sur! Si Ramsés acepta el tratado que le presentarán los mensajeros hititas, se iniciará una era de prosperidad que las generaciones futuras recordarán.

—¿Por qué iba a negarse?

—A causa de un detalle que no lo es… Seamos optimistas, Serramanna.

El vigésimoprimer día de la estación de invierno del vigésimoprimer año del reinado de Ramsés, Acha y los dos diplomáticos hititas fueron introducidos por Ameni en la sala de audiencias del palacio de Pi-Ramsés, cuya magnificencia los dejó estupefactos. Su grisáceo mundo guerrero era sustituido por un universo coloreado, que mezclaba refinamiento y grandiosidad.

Los mensajeros presentaron al faraón las tablillas de plata; Acha leyó la declaración preliminar.

Que un millar de divinidades, de entre los dioses y diosas del Hatti y Egipto, sean testigos de este tratado que establecen emperador del Hatti y el faraón de Egipto. Sean testigos el sol, la luna, los dioses y las diosas del cielo y de la tierra, de las montañas y de los ríos, del mar, de los vientos y de las nubes.

Estos miles de divinidades destruirían la casa, el país y los súbditos de quien no observase el tratado. En cuanto a quien lo observe, esos miles de divinidades actuarán para que sea próspero y viva feliz en su casa, con sus hijos y sus súbditos.[9]

Ante la gran esposa real, Nefertari, y la reina madre, Tuya, Ramsés aprobó esta declaración que Ameni transcribió en un papiro.

—¿Reconoce el emperador Hattusil la responsabilidad de los hititas en los actos de guerra cometidos durante los últimos años?

—Sí, majestad —respondió uno de los dos embajadores.

—¿Admite que el tratado compromete a nuestros sucesores?

—Nuestro emperador desea que el acuerdo engendre paz y fraternidad, y que sea aplicado por nuestros hijos, y los hijos de nuestros hijos.

—¿Qué fronteras respetaremos?

—El Orontes, una línea de fortificaciones en Siria del Sur, la ruta que separa Biblos la Egipcia de la provincia de Amurru, considerada protectorado hitita, la ruta que pasa al sur de Kadesh la Hitita y la separa del extremo septentrional del llano de la Beqaa, colocado bajo influencia egipcia. Los puertos fenicios continuarán bajo control del faraón; diplomáticos y mercaderes egipcios circularán libremente por la ruta que lleva al Hatti.

Acha contuvo el aliento.

¿Aceptaría Ramsés renunciar definitivamente a la ciudadela de Kadesh y, sobre todo, a la provincia de Amurru? Ni Seti ni su hijo habían conseguido apoderarse de la famosa plaza fuerte, a cuyos pies había obtenido Ramsés su mayor victoria, y parecía lógico que Kadesh siguiera en poder de los hititas.

Pero Amurru… Egipto había luchado mucho para conservar aquella provincia, muchos soldados habían muerto por ella. Acha temía que el faraón se mostrara intransigente.

El monarca miró a Nefertari. En los ojos de la reina leyó la respuesta.

—Aceptamos —declaró Ramsés el Grande.

Ameni seguía escribiendo, Acha se sintió lleno de júbilo.

—¿Qué más desea mi hermano el emperador Hattusil? —preguntó Ramsés.

—Un pacto definitivo de no agresión, majestad, y una alianza defensiva contra quien ataque Egipto o el Hatti.

—¿Piensa en Asiria?

—En cualquier pueblo que intente apoderarse de las tierras de Egipto o del Hatti.

—También nosotros deseamos este pacto y esta alianza; gracias a ellos, mantendremos la prosperidad y la felicidad de nuestros pueblos.

Ameni proseguía la redacción con mano segura.

—Majestad, al emperador Hattusil también le gustaría que, en nuestros países, se respete y salvaguarde la sucesión real según los ritos y las tradiciones.

—No podría ser de otro modo.

—Nuestro soberano quisiera resolver por fin el problema de la mutua extradición de fugitivos.

Acha temía este último obstáculo; un solo detalle discutido pondría en cuestión el conjunto del acuerdo.

—Exijo que las personas extraditadas sean tratadas con humanidad —declaró Ramsés—; cuando sean devueltas a su país, Egipto o el Hatti, no sufrirán castigo ni injuria, y su casa les será devuelta intacta. Además, Uri-Techup, egipcio ya, será dueño de su destino.

Habiendo recibido la conformidad de Hattusil para aceptar estas condiciones, ambos embajadores asintieron.

El tratado podía entrar en vigor.

Ameni entregaría su versión definitiva a los escribas reales, que lo copiarían en papiros de primera calidad.

—Este texto será grabado en la piedra de varios templos de Egipto —anunció Ramsés—, especialmente en el santuario de Ra, en Heliópolis, en la cara sur del ala oriental del noveno pilono de Karnak y en el lado sur de la fachada del gran templo de Abu Simbel. Así, del norte al sur, del Delta a Nubia, los egipcios sabrán que vivirán siempre en paz con los hititas, ante los ojos de las divinidades.