Ningún incidente había marcado la salida de los hebreos. Muchos egipcios deploraban la pérdida de algunos amigos y parientes que se lanzaban a una insensata aventura; por su parte, numerosos hebreos temían la dura travesía de un desierto lleno de peligros. ¿Con cuántos enemigos tendrían que enfrentarse, cuántos pueblos y tribus se opondrían al paso de los adoradores de Yahvé?
Serramanna estaba rabioso.
Antes de salir hacia Nubia, Ramsés había confiado a Ameni y al sardo la tarea de mantener el orden en la capital. Al menor disturbio provocado por los hebreos, las fuerzas de seguridad debían intervenir con rigor e inmediatamente. Puesto que el inicio del éxodo se había desarrollado tranquilamente, Serramanna no tenía motivo alguno para detener a Moisés y a Aarón.
El sardo estaba convencido de que el faraón se equivocaba al respetar al jefe de los hebreos; ni siquiera una antigua y profunda amistad justificaba semejante tolerancia. Lejos de Egipto, Moisés sería todavía capaz de hacer daño.
Por precaución, Serramanna había solicitado a una decena de mercenarios que siguieran a los hebreos y le enviaran informes regulares sobre su avance. Con gran sorpresa por su parte, el profeta no había tomado la ruta de Silé, jalonada de pozos y vigilada por el ejército egipcio, sino que había elegido una difícil pista que llevaba al mar de las cañas. De ese modo, Moisés suprimía cualquier tentación de volver atrás.
—¡Serramanna! —exclamó Ameni—; te he buscado por todas partes. ¿Vas a quedarte toda la vida contemplando la ruta del Norte?
—Ese Moisés, que tanto daño ha hecho y que se marcha indemne… No me gusta la injusticia.
—Antes de morir, Ofir nos proporcionó una última información interesante, como si quisiera destruirse por completo, al modo de un escorpión: dos jefes de tribus beduinas, Amos y Baduch, han salido de Egipto con los hebreos. Ellos fueron quienes proporcionaron armas a los fieles de Yahvé, previendo los combates que deberán librar durante el éxodo.
Serramanna se golpeó la palma de la mano izquierda con el puño derecho.
—Esos dos bandidos deben ser considerados criminales… tengo el deber de detenerlos, como a su cómplice, Moisés.
—Es un razonamiento perfecto.
—Salgo enseguida con cincuenta carros y traeré a toda esa gente para meterlos en la cárcel.
Ramsés estrechó a Nefertari en sus brazos. La dulce de amor, apenas maquillada, perfumada como una diosa, estaba más hermosa que nunca.
—Chenar ha muerto —reveló el rey—, y la revuelta de los nubios ha terminado.
—¿Conocerá Nubia, por fin, la paz?
—Los jefes de los rebeldes han sido ejecutados por alta traición, las aldeas a las que tiranizaban han organizado festejos para celebrar su muerte. El oro robado me ha sido devuelto, he depositado una parte en Abu Simbel y otra en Karnak.
—¿Progresan las obras de Abu Simbel?
—Setaú anima los trabajos con notable vigor.
La reina no ocultó por más tiempo la importante información.
—Serramanna y una escuadra de carros se lanzaron en persecución de Moisés.
—¿Por qué motivo?
—La presencia de dos espías beduinos, a sueldo de los hititas, en las filas de los hebreos. Serramanna quiere detener a esos dos hombres y a Moisés; Ameni no se opuso a la expedición, puesto que está de acuerdo con la ley.
Ramsés imaginó a Moisés a la cabeza de su pueblo, martilleando el suelo con su bastón, abriendo camino, obligando a proseguir a los vacilantes, e implorando a Yahvé para que se manifestara por la noche en forma de columna de fuego y de día en la de una columna de nube. Ningún obstáculo le haría retroceder, ningún enemigo le asustaría.
—Acabo de recibir una larga carta de Putuhepa —añadió Nefertari—; está convencida de que tendremos éxito.
—¡Maravillosa noticia!
Ramsés había pronunciado estas palabras sin creerlo, con la mente en otra parte.
—¿Temes que Moisés muera, no es cierto?
—No deseo volver a verlo.
—Por lo que se refiere al tratado de paz, queda un punto delicado.
—¿Otra vez Uri-Techup?
—No, un problema de formulación… Hattusil no quiere reconocer que es el único responsable del clima de guerra y se queja de ser considerado como un inferior, obligado a someterse a la voluntad del faraón.
—¿Acaso no es verdad?
—El texto del tratado será hecho público, las generaciones futuras lo leerán: Hattusil se niega a quedar mal.
—¡Qué el hitita se incline o que sea aniquilado!
—¿Debemos renunciar a la paz solo por unas palabras de más?
—La menor palabra cuenta.
—¿Puedo proponerle al señor de las Dos Tierras una nueva redacción?
—Que tiene en cuenta las exigencias de Hattusil, supongo.
—Que tiene en cuenta el porvenir de los pueblos que rechazan la guerra, las matanzas y la desgracia.
Ramsés besó en la frente a Nefertari.
—¿Tengo alguna posibilidad de escapar al verbo diplomático de la gran esposa real?
—Ninguna —respondió ella posando la cabeza en el hombro de Ramsés.
Moisés había montado en violenta cólera y Aarón tuvo que golpear con el bastón a algunos recalcitrantes, cansados ya del éxodo y deseosos de regresar a Egipto, donde tenían alimento a voluntad y vivían en cómodas moradas. La mayoría de los hebreos detestaba el desierto y no se acostumbraba a dormir bajo las tiendas o al aire libre; muchos comenzaban a protestar contra la dura existencia que les imponía el profeta.
Entonces se había levantado el vozarrón de Moisés, ordenando a los débiles y a los cobardes que obedecieran a Yahvé y prosiguieran su camino hacia la Tierra Prometida, fueran cuales fuesen las celadas y las pruebas. Y había proseguido la larga marcha, más allá de Silé, en un paisaje acuático y húmedo; los hebreos se hundían a veces en el barro, algunos carros volcaban, las sanguijuelas agredían a hombres y bestias.
Moisés decidió detenerse no lejos de la frontera, junto al lago Sarbonis y cerca del Mediterráneo; el lugar era considerado peligroso, pues el viento del desierto depositaba enormes cantidades de arena en ciertas superficies de agua y creaba falsas tierras que formaban «el mar de las cañas».
Nadie vivía en aquellos desolados lugares, abandonados a las borrascas y a las cóleras del mar y del cielo; incluso los pescadores los evitaban, por miedo a ser presa de las arenas movedizas.
Una mujer desmelenada se prosternó a los pies de Moisés.
—¡Vamos a morir aquí, en estas soledades!
—Te equivocas.
—¡Mira a tu alrededor! ¿Ésta es tu Tierra Prometida?
—Claro que no.
—No iremos más lejos, Moisés.
—Claro que sí. En los próximos días cruzaremos la frontera e iremos a donde Yahvé nos llama.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de ti?
—Porque he visto Su presencia, mujer, y Él me habló. Ve a dormir ahora; todavía nos quedan por hacer muchos esfuerzos.
Subyugada, la mujer obedeció.
—Este lugar es horrible —consideró Aarón—; estoy impaciente por reanudar el camino.
—Era necesario un largo descanso; mañana, al amanecer, Yahvé nos dará fuerzas para continuar.
—¿Nunca dudas de nuestro éxito, Moisés?
—Nunca, Aarón.
Los carros de Serramanna, acompañados por un «hijo real» que representaba a Ramsés, habían avanzado con rapidez persiguiendo a los hebreos. Cuando respiró el aire del mar, la nariz del antiguo pirata se dilató. Hizo a sus hombres una señal para que se detuvieran.
—¿Quién de vosotros conoce este lugar?
Un experimentado auriga tomó la palabra.
—El lugar está encantado. No os aconsejo que molestéis a los demonios.
—Y sin embargo, los hebreos han tomado este camino —objetó el sardo.
—Son muy libres de comportarse como insensatos… Nosotros deberíamos dar media vuelta.
A lo lejos se divisaba humo.
—El campamento de los hebreos no está muy lejos de aquí —advirtió el hijo real—; procedamos al arresto de los malhechores.
—Los fieles de Yahvé están armados —recordó Serramanna—, y son numerosos.
—Nuestros hombres saben combatir y nuestros carros nos dan ventaja. Cuando estemos a una distancia considerable lanzaremos nuestras flechas y exigiremos que nos entreguen a Moisés y a los dos jefes beduinos. Si se niegan, cargaremos.
No sin aprensión, los carros se pusieron en marcha por las tierras húmedas.
Aarón se despertó sobresaltado; Moisés ya estaba de pie, con el bastón en la mano.
—Este sordo ruido…
—Sí, es el de los carros egipcios.
—¡Vienen hacia nosotros!
—Tenemos tiempo de escapar.
Ambos beduinos, Amos y Baduch, se negaron a aventurarse por el mar de cañas, pero los hebreos, aterrorizados, aceptaron seguir a Moisés. Al caer la noche, nadie distinguía ya el agua de la franja de arena, pero Moisés avanzaba con seguridad entre el mar y el lago, conducido por el fuego que le abrasaba el alma desde la adolescencia, aquel fuego que se había convertido en el deseo de una Tierra Prometida.
Al desplegarse, los carros egipcios cometieron un error fatal. Unos se hundieron en las arenas movedizas, otros se perdieron en las marismas recorridas por invisibles corrientes; el carro del hijo real se inmovilizó en un terreno pegajoso, mientras el de Serramanna golpeaba de lleno a los dos beduinos que se habían separado de los hebreos.
Se levantó el viento del este, uniéndose al del desierto; de ese modo, el paso que tomaron los hebreos para cruzar el mar de cañas quedó seco.
Indiferente a la muerte de los dos espías, aplastados por las ruedas de su carro, Serramanna se atascó también en la arena; mientras liberaban los vehículos y reunía a sus hombres, algunos de los cuales estaban heridos, el viento cambió. Cargada de humedad, la borrasca produjo fuertes olas que cubrieron el paso.
Serramanna contempló con rabia como huía Moisés.