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Chenar lo había conseguido.

Mes tras mes, había hablado y vuelto a hablar, empeñado en convencer, uno a uno, a los jefes de tribu de que se aliaran con sus congéneres para apoderarse de la principal mina de oro de Nubia. Aunque les proponía pagarles generosamente distribuyendo placas de plata, los guerreros negros se habían mostrado reticentes ante la idea de desafiar a Ramsés el Grande. ¿No era una locura oponerse al ejército egipcio que, a comienzos del reinado de Seti, había infligido tan gran derrota a unos rebeldes?

Pese a numerosos fracasos, Chenar era tozudo. Su última oportunidad de suprimir a Ramsés pasaba por atraerle a una emboscada. Para ello necesitaba obtener la ayuda de combatientes aguerridos, dispuestos a apoderarse de considerables riquezas y que no temieran enfrentarse a los soldados del faraón.

La perseverancia de Chenar se había visto recompensada. Primero cedió un jefe, luego otro, un tercero por fin, y varios más… Y habían sido necesarias nuevas conversaciones para designar al que iba a encabezar la revuelta.

La discusión había degenerado en pelea, durante la que dos jefes de clan y el mercenario cretense habían muerto. Se pusieron de acuerdo para nombrar a Chenar; aunque no fuera nubio, era el que mejor conocía a Ramsés y su ejército. Los guardias encargados de vigilar a los trabajadores de la mina opusieron muy poca resistencia a la horda desatada de guerreros negros, armados con lanzas y arcos. En pocas horas, estos se hicieron dueños del lugar y, unos días más tarde, rechazaron a las tropas llegadas de la fortaleza de Buhen para restablecer el orden.

Ante la magnitud de la revuelta, el virrey de Nubia se había visto obligado a dar cuenta de ella a Ramsés.

Chenar sabía que su hermano cometería el fatal error de ir personalmente a domeñar a los insumisos.

Colinas desiertas, islotes de granito, estrecha franja de verdor que resistía el avance del desierto, cielo de un azul absoluto recorrido por pelícanos, flamencos rosas, grullas coronadas y jabirús, palmeras de doble tronco… Ésa era la admirable Nubia que Ramsés amaba y cuyo encanto actuaba siempre, a pesar de las graves preocupaciones que habían obligado al rey y a su ejército a dirigirse urgentemente al Gran Sur. Según el informe del virrey, unas tribus nómadas rebeldes se habían apoderado de la principal mina de oro. La interrupción de la producción de metal precioso tenía consecuencias catastróficas: por una parte, los orfebres necesitaban el metal precioso para adornar los templos; por otra parte, el rey lo utilizaba como regalo para sus vasallos, con el fin de mantener excelentes relaciones diplomáticas.

Aunque lamentara alejarse de Nefertari, Ramsés debía golpear rápidamente y con fuerza, y más cuando tenía la certeza, confirmada por la intuición de la gran esposa real, de que el instigador de aquella revuelta sólo podía ser Chenar.

Su hermano mayor no había desaparecido, como habían creído, en las soledades desérticas, y se las había arreglado para sembrar disturbios. Asegurándose el dominio del oro, levantaría hordas de mercenarios, atacaría las fortalezas egipcias y se lanzaría a una insensata aventura, a la conquista de la tierra de los faraones. El odio y los celos, alimentados por sus fracasos, habían sumido a Chenar en un reino del que ya no saldría, el de la locura.

Entre Ramsés y él, todas las fibras del afecto habían sido cortadas. Ni siquiera Tuya, cuando el faraón le había confiado sus intenciones, había protestado. Aquel enfrentamiento fratricida sería el postrero.

Varios «hijos reales» se mantenían junto a Ramsés, impacientes por demostrar su valor. Con pelucas de largos mechones, camisas plisadas con mangas anchas y una falda con peto, sujetaban altivos la enseña del dios chacal, «el que abre caminos».

Cuando un gigantesco elefante les cerró el paso, los más entusiastas estuvieron a punto de huir; pero Ramsés avanzó hacia la montaña viva y no opuso resistencia cuando lo levantó con la trompa y lo posó en su nuca, entre las dos grandes orejas, que se movían a un alegre compás. ¿Cómo seguir dudando de la protección divina que beneficiaba al faraón?

Matador, el león de magnífica melena, avanzó a la derecha del elefante hacia la mina. Arqueros e infantes estaban convencidos de que el faraón destrozaría las filas enemigas a costa de un violento ataque; pero Ramsés hizo plantar las tiendas a bastante distancia del objetivo. Los cocineros se pusieron enseguida manos a la obra, se limpiaron las armas, se aguzaron las hojas y se alimentó a los asnos y los bueyes.

Un «hijo real», de veinte años de edad, osó formular una protesta.

—¿Por qué aguardamos, majestad? ¡Unos pocos nubios rebeldes son incapaces de oponerse a nuestras fuerzas!

—No conoces este país ni a sus habitantes; los nubios son temibles arqueros y combaten con inigualable furor. Si nos creemos ya vencedores, muchos hombres morirán.

—¿No es la ley de la guerra?

—Mi ley consiste en conservar el máximo de vidas posible.

—Pero… Los nubios no se rendirán.

—No con amenazas, en efecto.

—¡No vamos a negociar con esos salvajes, majestad!

—Vamos a deslumbrarlos. Es el brillo lo que da la victoria y no el brazo armado. Los nubios suelen tender emboscadas, atacar la retaguardia y coger al enemigo por la espalda. No les daremos la oportunidad de hacerlo, los dejaremos llenos de estupor.

Sí, Chenar conocía bien a Ramsés. El rey avanzaría en línea recta, tomando la única pista que llevaba a la mina. A uno y otro lado del paraje, colinas abrasadas por el sol y roquedales servirían de refugio a los arqueros nubios. Matarían a los oficiales, el ejército egipcio huiría a la desbandada y Chenar ejecutaría con sus propias manos a un Ramsés suplicante y desesperado.

Ningún soldado egipcio saldría vivo de aquella trampa.

Entonces, Chenar ataría el cadáver de Ramsés a la proa de su navío y haría una entrada triunfal en Elefantina, antes de apoderarse de Tebas, Menfis, Pi-Ramsés y todo Egipto. El pueblo se uniría a su causa y Chenar gobernaría por fin, vengándose de todos aquellos que no habían reconocido su valor.

El hermano del rey salió de la choza de piedra, ocupada antaño por el capataz encargado de vigilar el trabajo de purificación del oro, y trepó hasta lo alto del área de lavado del mineral aurífero. Sólo el agua, corriendo por la suave pendiente del plano inclinado que llegaba a un estanque de decantación, conseguía liberar el metal precioso de su ganga. Las partículas de tierra quedaban en suspensión y el mineral, más denso y pesado, caía al fondo del estanque. Fastidiosa operación que exigía una gran paciencia. Chenar pensó en su propia existencia; cuantos años interminables había necesitado para conseguir liberarse de la magia de Ramsés, para estar en condiciones de vencerlo y afirmar su propia grandeza. Ahora que había llegado el momento de su triunfo, se sentía como ebrio.

Un vigía hizo grandes señales, unos gritos rompieron el silencio. Con plumas sujetas en sus rizadas cabelleras, los guerreros negros corrieron en todas direcciones.

—¿Qué ocurre aquí? ¡Dejad ya de moveros!

Chenar bajó del promontorio y asió a un jefe de tribu que daba vueltas en redondo, aterrorizado.

—¡Cálmate, te lo ordeno! Yo soy el que manda.

El guerrero dirigió su lanza a las colinas de los alrededores y a los roquedales.

—Por todas partes… ¡Están por todas partes!

Chenar llegó al centro de la explanada, levantó los ojos y los vio.

Miles de soldados egipcios rodeaban la mina.

En la cima de la colina más alta, una decena de hombres levantaron un dosel bajo el que instalaron un trono. Tocado con la corona azul, Ramsés se sentó en él. Su león se tendió a sus pies.

Ni un solo nubio podía apartar la mirada de aquel monarca de cuarenta y dos años que, en su vigésimo año de reinado, alcanzaba el apogeo del poder. Pese a su valor, los guerreros negros comprendieron que atacarle sería suicida. La trampa que Chenar creía haber tendido se volvía contra él. Los soldados del faraón habían eliminado a los centinelas nubios y no dejaban a los insurrectos posibilidad alguna de huir.

—¡Vamos a vencer! —aulló Chenar—. ¡Todos conmigo!

Los jefes nubios se sobrepusieron. Sí, había que luchar. Uno de ellos, seguido de veinte hombres que aullaban y blandían sus lanzas, trepó por la pendiente en dirección al rey.

Una nube de flechas los derribó. Un joven combatiente, más hábil que sus compañeros, corrió en zigzag y llegó casi al pie del trono. Matador saltó y clavó sus garras en la cabeza del asaltante. Con el cetro de mando en la mano, Ramsés había permanecido impasible; Matador arañó la arena, sacudió la melena y volvió a tenderse a los pies de su dueño.

Casi todos los guerreros nubios soltaron las armas y se prosternaron, en señal de sumisión. Furioso, Chenar empezó a dar patadas a los jefes.

—¡Levantaos y combatid! ¡Ramsés no es invencible!

Como nadie le obedecía, Chenar clavó su espada en los riñones de un anciano jefe de clan, cuyas convulsiones fueron breves y violentas. Su estertor de agonía conmovió a sus pares; atónitos, se levantaron y lanzaron furiosas miradas al hermano de Ramsés.

—Nos has traicionado —dijo uno de ellos—; nos has traicionado y nos has mentido. Nadie puede vencer a Ramsés y tú nos has llenado de desgracia.

—¡Combatid, cobardes!

—Nos has mentido —repitieron a coro.

—¡Seguidme y matemos a Ramsés!

Con los ojos enloquecidos y la espada levantada, Chenar regresó al promontorio desde el que dominaba el depósito de agua y el área de lavado del oro.

—Soy el señor, el único señor de Egipto y de Nubia, soy…

Diez flechas disparadas por los jefes de clan se clavaron al mismo tiempo en su cabeza, su garganta y su pecho. Chenar cayó de espaldas en el plano inclinado y, lentamente, su cuerpo se deslizó hacia el estanque de decantación, mezclado con la ganga terrosa que una apacible corriente de agua iba purificando.