Setaú entró en la habitación de Kha, arrojó el pincel hechizado en las losas y lo pisoteó con rabia, hasta reducirlo a minúsculos fragmentos.
Nefertari, que no había dejado de magnetizar al hijo mayor de Ramsés, dirigió una mirada de agradecimiento a Setaú.
—El maleficio ha sido destruido, majestad; Kha se curará enseguida.
Nefertari apartó las manos de la nuca del muchacho antes de derrumbarse, agotada.
Después de que el doctor Pariamakhu prescribió inofensivos reconstituyentes a la reina, Setaú le administró un verdadero remedio que devolvería a su sangre la energía desaparecida.
—La gran esposa real ha superado los límites de la fatiga —indicó a Ramsés.
—Exijo toda la verdad, Setaú.
—Ofreciendo su magia a Kha, Nefertari se ha privado de numerosos años de vida.
Ramsés permaneció a la cabecera de la reina, intentando devolverle la fuerza que emanaba de él, esa fuerza sobre la que se había edificado su reino.
Estaba dispuesto a sacrificarlo para que Nefertari viviera una larga y feliz vejez, e iluminara con su belleza al doble país. Fue necesaria toda la persuasión de Ameni para que Ramsés se ocupara de nuevo de los asuntos de Estado. El rey solo aceptó conversar con su amigo tras haber escuchado la voz apaciguadora de Nefertari, afirmando que sentía como la noche se alejaba de ella.
—Serramanna me ha hecho un largo informe —declaró Ameni—. El mago Ofir ha sido detenido y será juzgado por espionaje, magia negra, tentativa de asesinato de los miembros de la familia real y asesinato de la infeliz Lita y de su sierva. Pero no es el único culpable: Moisés es tan peligroso como él. Ofir ha hablado y ha revelado que Moisés tenía la intención de suprimir a todos los primogénitos de Egipto. Sin la intervención de Serramanna, que ha contrarrestado el monstruoso proyecto, ¿cuántas víctimas tendríamos que deplorar?
Del más viejo al más joven, del más humilde al más rico, del más hastiado al más ingenuo, todos los hebreos se quedaron pasmados. Nadie esperaba ver aparecer al faraón en persona, a la cabeza de un destacamento de soldados mandado por Serramanna. Las calles se quedaron vacías y todo el mundo se limitó a observar al monarca tras las entornadas contraventanas.
Ramsés se dirigió directamente a la vivienda de Moisés. Avisado por el rumor, éste se hallaba en el umbral, con el bastón en la mano.
—No debíamos volver a vernos, majestad.
—Será nuestra última entrevista, Moisés, no te quepa duda. ¿Por qué has intentado sembrar la muerte?
—Solo la obediencia a Yahvé me habita.
—¿No es tu dios demasiado cruel? Respeto tu fe, amigo mío, pero rechazo que sea fuente de discordia en la tierra que me legaron mis antepasados. Sal de Egipto, Moisés, abandónalo con los hebreos. Id a vivir en otra parte vuestra verdad. No eres tú quien solicita el éxodo, soy yo quien lo exige.
Vestido con un largo manto de lana roja y negra, el emperador Hattusil contemplaba su capital desde lo alto de la acrópolis en cuya cima se erguía su palacio. Su esposa, Putuhepa, le tomó tiernamente del brazo.
—Nuestro país es rudo, pero no carece de belleza. ¿Por qué sacrificarlo a un resentimiento?
—Uri-Techup debe ser castigado —afirmó el emperador.
—¿Acaso no lo ha sido ya? Imagina a ese implacable guerrero, en arresto domiciliario y en casa de su peor enemigo. ¿No ha sido herida de muerte la vanidad de Uri-Techup?
—No tengo derecho a ceder en este punto.
—Asiria no permitirá que sigamos obstinándonos en este punto; su ejército resulta cada vez más amenazador y no vacilará en atacarnos si sabe que las negociaciones de paz con Egipto han fracasado.
—Las negociaciones son secretas.
—¿Se ha vuelto ingenuo el emperador del Hatti? Los mensajeros viajan continuamente desde el Hatti hasta Egipto, y desde Egipto hasta el Hatti, y lo que era secreto ya no lo es. Si no llegamos lo antes posible a un acuerdo de no beligerancia, los asirios nos considerarán presa fácil, porque Ramsés asistiría a nuestra caída sin reaccionar.
—Los hititas sabrán defenderse.
—Desde el comienzo de tu reinado, Hattusil, tu pueblo ha cambiado mucho. Incluso los soldados aspiran a la paz. ¿Y acaso tienes tú mismo otro objetivo?
—¿No estará influyéndote Nefertari?
—Mi hermana, la reina de Egipto, comparte mis convicciones; consiguió convencer a Ramsés de que no entrara en guerra con los hititas, ¿pero seremos capaces de corresponder a sus esperanzas?
—Uri-Techup…
—Uri-Techup pertenece al pasado. Que se case con una egipcia, que se disuelva en el pueblo del faraón y que desaparezca de nuestras vidas para siempre.
—Pides demasiado.
—¿No es este mi deber de emperatriz?
—Ramsés considerará mi retroceso como un signo de debilidad.
—Ni Nefertari ni yo interpretaremos así tu magnanimidad.
—¿Dirigen las mujeres la política exterior del Hatti y de Egipto?
—¿Por qué no —respondió Putuhepa—, si conseguimos la paz?
Durante su proceso, el mago Ofir habló mucho. Alardeó de haber sido jefe de la red de espionaje hitita en Egipto y de haber atentado contra la vida de Kha; cuando describió el modo como había suprimido a la infeliz Lita y su sierva, los jurados comprendieron que Ofir no sentía remordimiento alguno y que no vacilaría en matar de nuevo, con la misma frialdad.
Dolente sollozó. Acusada de complicidad activa por Ofir, no lo desmintió en absoluto y se limitó a implorar la gracia de su hermano, el rey de Egipto. Acusó a Chenar, cuya mala influencia la había apartado del recto camino.
Las deliberaciones fueron de corta duración. El visir pronunció la sentencia. Condenado a muerte, Ofir se ejecutaría a sí mismo con veneno; Dolente, cuyo nombre sería aniquilado y suprimido de todos los documentos oficiales, sería desterrada para siempre a Siria del Sur, donde sería empleada como obrera agrícola, puesta a disposición de un granjero para llevar a cabo las más penosas tareas. Por lo que a Chenar se refería, fue condenado a la pena capital por contumacia y su nombre caería también en el olvido.
Setaú y Loto regresaron a Abu Simbel el mismo día en que Acha volvía a Egipto. Apenas tuvieron tiempo de congratularse antes de separarse otra vez.
Acha fue recibido enseguida por la pareja real. Aunque muy fatigada, Nefertari no había abandonado su correspondencia con Putuhepa. Matador, el león nubio, y su cómplice Vigilante, el perro dorado, que seguía siendo travieso a pesar de su edad, no se separaban de la reina, como si supieran que su presencia le devolvía cierta fuerza. En cuanto podía apartarse de las exigencias de su cargo, Ramsés acudía junto a su esposa. Paseaban por los jardines de palacio y él le leía los textos de los sabios del tiempo de las pirámides; uno y otro eran cada vez más conscientes del inmenso amor que los unía, de ese amor secreto que ninguna palabra podía describir, ardiente como un cielo de estío y dulce como una puesta de sol en el Nilo.
Nefertari obligaba a Ramsés a separarse de ella, para regresar a Egipto, orientar el navío del Estado en la buena dirección y responder a las mil preguntas cotidianas que hacían ministros y altos funcionarios. Gracias a Iset la bella, a Meritamón y a Kha, que había recobrado la salud, la convalecencia de la reina estaba llena de alegría y juventud. Ella disfrutaba con las visitas del pequeño Merenptah, de notable prestancia ya, y las de Tuya, hábil en disimular su propia fatiga.
Acha se prosternó ante Nefertari.
—He echado muy en falta vuestra sabiduría y vuestra belleza, majestad.
—¿Eres portador de buenas noticias?
—Excelentes.
—¿Desea Hattusil firmar un tratado? —preguntó Ramsés suspicaz.
—Gracias a la reina de Egipto y a la emperatriz Putuhepa, el caso Uri-Techup está casi cerrado: que se quede en Egipto y se integre en nuestra sociedad. Así no habrá obstáculos para concluir un acuerdo.
Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Nefertari.
—¿Habremos obtenido la más hermosa de las victorias?
—Nuestro principal apoyo ha sido la emperatriz Putuhepa; el tono de las cartas de la gran esposa real conmovió su corazón. Desde el comienzo del reinado de Hattusil, los hititas temen el peligro que representa el ejército asirio y saben que nosotros, sus enemigos de ayer, seremos mañana su mejor apoyo.
—Actuemos rápidamente para aprovechar este momento de gracia —recomendó Nefertari.
—Traigo la versión del tratado de no beligerancia que Hattusil propone. Estudiémoslo con atención. En cuanto haya obtenido vuestra conformidad y la del faraón, regresaré al Hatti.
La pareja real y Acha se pusieron manos a la obra; no sin sorpresa, Ramsés comprobó que Hattusil había aceptado la mayor parte de sus condiciones.
Acha había realizado un sorprendente trabajo, sin traicionar el pensamiento del rey. Y cuando Tuya, a su vez, hubo terminado una atenta lectura, dio su aprobación.
—¿Qué ocurre aquí? —preguntó el virrey de Nubia, cuyo carro, tirado por dos caballos y conducido por un auriga experimentado, se dirigía al palacio de Pi-Ramsés recorriendo calles ruidosas y atestadas.
—El éxodo de los hebreos —respondió el auriga—. Conducidos por su jefe, Moisés, abandonan Egipto y parten hacia su Tierra Prometida.
—¿Por qué ha aceptado el faraón esta locura?
—Ramsés los expulsa por haber perturbado el orden público.
Estupefacto, el virrey de Nubia, de visita oficial en la capital, vio a miles de hombres, mujeres y niños saliendo de Pi-Ramsés, conduciendo ante ellos sus rebaños y tirando de carretas llenas de ropa y provisiones. Algunos cantaban, otros parecían tristes. Alejarse de la tierra donde vivían una agradable existencia desesperaba a la mayoría, pero no se atrevían a oponerse a Moisés.
El virrey de Nubia fue recibido por Ameni, quien enseguida lo llevó al despacho de Ramsés.
—¿Cuál es la razón de esta visita? —interrogó el monarca.
—Tenía que avisaros lo antes posible, majestad. De modo que no he vacilado en tomar una embarcación rápida para informaros personalmente sobre los trágicos acontecimientos que han llenado de luto el territorio que está a mi cargo… ¡Han sido tan inesperados, tan brutales! Yo no podía imaginar…
—Basta ya de charla —exigió Ramsés— y dime la verdad.
El virrey de Nubia tragó saliva.
—Una revuelta, majestad. Una terrible revuelta de tribus coaligadas.