Serramanna no salía ya del cuerpo de guardia reservado a sus mercenarios. Como máximo se permitía ciertas distracciones con una moza de la más afamada casa de cerveza; pero el placer no conseguía arrancarle de su obsesión: el adversario cometería sin duda una falta, y debía permanecer alerta para aprovecharla.
La enfermedad de Kha sumía al sardo en una profunda tristeza; todo lo que se refería al rey y sus íntimos le conmovía como si se tratara de su propia familia y pataleaba, furioso, al no poder suprimir a los enemigos de Ramsés.
Uno de sus mercenarios le informó.
—Ocurren cosas extrañas entre los hebreos…
—Explícate.
—En las puertas de sus casas hay trazos de pintura roja. No sé por qué razón, pero he pensado que os interesaría saberlo.
—Has hecho bien. Tráeme a Abner con un pretexto cualquiera.
Tras haber testimoniado a favor de Moisés, el ladrillero Abner, que tendía a extorsionar a sus hermanos hebreos, no había vuelto a hacer que hablaran de él.
Con la cabeza gacha, Abner se sentía visiblemente incómodo.
—¿Has cometido algún delito? —preguntó Serramanna con voz malhumorada.
—¡Oh, no, señor! Mi existencia es tan inmaculada como la túnica blanca de un sacerdote.
—¿Por qué tiemblas entonces?
—Solo soy un miserable ladrillero, y…
—Basta ya, Abner; ¿por qué has ensuciado la puerta de tu casa con pintura roja?
—¡Fue un accidente, señor!
—Un accidente que se ha reproducido en decenas de puertas. Deja ya de tomarme por un imbécil.
El gigante sardo hizo crujir los nudillos de sus dedos, el hebreo dio un respingo.
—Es… Es una moda.
—¿Ah, sí…? ¿Y si mi moda consistiera en cortarte la nariz y las orejas?
—No tenéis derecho, el tribunal os condenaría.
—Caso de fuerza mayor: investigo el embrujamiento del hijo mayor de Ramsés y no me extrañaría en absoluto saber que estás mezclado en ello.
Los jueces demostraban una gran severidad con quienes practicaban la magia negra; Abner se arriesgaba a una grave pena.
—¡Soy inocente!
—Con tu pasado, será difícil de creer.
—No me hagáis esto, señor, tengo una familia, hijos…
—O hablas o te acuso.
Entre su seguridad y la de Moisés, Abner no vaciló mucho tiempo.
—Moisés ha lanzado un maleficio contra los primogénitos —reveló—; Yahvé los matará durante la noche del infortunio. Para que los hebreos sean respetados, era precisa una señal distintiva en sus puertas.
—Por todos los demonios del mar, ese Moisés es un monstruo.
—¿Me, me soltáis, señor?
—Hablarías, pequeña serpiente; en la cárcel estarás protegido.
Más bien satisfecho, Abner agachó la cabeza.
—¿Cuándo saldré?
—¿Cuál es la fecha fijada para esa noche del infortunio?
—Lo ignoro, pero está cerca.
Serramanna corrió a casa de Ramsés, que le recibió al finalizar su entrevista con el ministro de Agricultura. Muy afectado por la enfermedad de Kha, a quien solo la magia de Nefertari mantenía vivo, Nedjem apenas tenía fuerzas para cumplir sus funciones; pero Ramsés estaba convencido de que el servicio al país y a la comunidad de los egipcios prevalecía sobre cualquier otra consideración, aunque fuera una tragedia personal.
El sardo dio cuenta de las palabras de Abner.
—Ese hombre miente —dijo el rey—; Moisés nunca habría concebido semejante abominación.
—Abner es un cobarde y me teme; me ha dicho la verdad.
—Una sucesión de crímenes, la eliminación fría y sistemática de los primogénitos… Semejante horror solo ha podido germinar en un cerebro enfermo. Eso no ha salido de Moisés.
—Propongo desplegar las fuerzas del orden para disuadir a los asesinos de poner en marcha el proyecto.
—Que intervenga también la policía de los campos.
—Perdonadme, majestad… ¿No tendríamos que detener a Moisés?
—No ha cometido delito alguno, el tribunal le absolvería. Debo pensar en otra solución.
—Me gustaría proponeros una estrategia que os parecerá horrible, pero que podría resultar eficaz…
—¡Qué precavido eres! Habla, Serramanna.
—Hagamos saber que Kha no vivirá más de tres días.
Ante el simple enunciado de tan siniestro porvenir, Ramsés se estremeció.
—Sabía que os dolería, majestad, pero la noticia obligará, forzosamente, a los asesinos a actuar deprisa, y pienso aprovecharme de su precipitación.
El rey solo pensó unos instantes.
—Espero que tengas éxito, Serramanna.
Dolente, la hermana de Ramsés, abofeteó a su peluquera, que había tirado con excesiva fuerza de uno de los mechones de la soberbia cabellera castaña.
—¡Sal de aquí, torpe!
La peluquera desapareció llorando. La sustituyó enseguida la pedicuro.
—Quítame las pieles muertas y tíñeme de rojo las uñas… Y ten cuidado de no hacerme daño.
La pedicuro se felicitó por su gran experiencia.
—Trabajas correctamente —dijo Dolente—; te pagaré bien y te recomendaré a mis amigas.
—Gracias, princesa; pese a la tristeza general, me ofrecéis una hermosa satisfacción.
—¿Por qué hablas de tristeza?
—Mi primera cliente de la mañana, una gran dama de la corte, acaba de anunciarme la horrible nueva: el hijo mayor del rey va a morir.
—¿No es eso un simple rumor?
—Lamentablemente, no. Según el médico de palacio, Kha no vivirá más de tres días.
—Apresúrate a terminar, tengo trabajo.
Urgencia. Ése era el único caso en el que Dolente se consideraba obligada a infringir las normas de seguridad. Desdeñó maquillarse, se puso una peluca ordinaria y cubrió sus hombros con una capa oscura. Nadie la reconocería.
Dolente se mezcló con los ociosos y se dirigió hacia el barrio de los ladrilleros hebreos. Deslizándose entre un aguador y un vendedor de quesos, apartó con mano nerviosa a dos niñas que jugaban con su muñeca en medio de la calleja, empujó a un anciano que caminaba lentamente y dio cinco golpes a una pequeña puerta pintada de verde oscuro.
Se abrió chirriando.
—¿Quién sois? —preguntó un ladrillero.
—La amiga del mago.
—Entrad.
El ladrillero precedió a Dolente por una escalera que llevaba a un sótano iluminado por un candil de aceite, cuya débil luz danzaba en el rostro inquietante del mago Ofir. Sus rasgos de ave de presa, los marcados pómulos y la nariz prominente le daban un aspecto misterioso que fascinaba a la hermana de Ramsés.
Ofir estrechaba el pincel de Kha, que había cubierto con extraños signos y quemado parcialmente.
—¿Qué es eso tan urgente, Dolente?
—Kha va a morir en las próximas horas.
—¿Los médicos de palacio han renunciado a curarle?
—Pariamakhu considera que la muerte es inminente.
—Es una noticia excelente, pero que modifica un poco nuestros planes. Habéis hecho bien avisándome.
La noche del infortunio llegaría, pues, antes de lo previsto. Los primogénitos, comenzando por el hijo de Ramsés, morirían y la desesperación caería sobre Egipto. Aterrorizado por el poder y la cólera de Yahvé, el pueblo se volvería contra Ramsés. El levantamiento sería gigantesco.
Dolente se arrojó a los pies del mago.
—¿Qué va a ocurrir, Ofir?
—Ramsés será eliminado, Moisés y el verdadero Dios triunfarán.
—Nuestro sueño realizado…
—Ciertamente debemos hablar de realidad, mi querida Dolente… Que bien hicisteis perseverando.
—¿No podríamos evitar… ciertas violencias?
Ofir levantó a Dolente y puso las palmas de sus manos en las mejillas de la alta mujer morena, que languideció.
—Moisés es quien toma las decisiones, y a Moisés le inspira Yahvé; no debemos discutir sus órdenes, sean cuales sean sus consecuencias.
Una puerta se abrió con estrépito, se oyó un grito ahogado, seguido de rápidos pasos en la escalera, y el gigante sardo irrumpió en la estancia.
De un revés, Serramanna apartó a Dolente, a la que había seguido hasta el escondrijo del mago, y golpeó a este último en la cabeza. En su caída, el espía hitita no había soltado el pincel de Kha y continuaba apretándolo en su mano. El antiguo pirata le aplastó el brazo con el pie y le obligó a abrir los dedos.
—Ofir… ¡Por fin te tengo!