En el marco de la indispensable investigación administrativa sobre la muerte brutal de Meba, Serramanna había tenido que someterse a un duro interrogatorio dirigido por Ameni. Incómodo, el sardo temía ser sancionado.
—Las cosas están claras —concluyó el escriba—. Sospechabas, con razón, que el diplomático Meba te había mentido y quería suprimir a Uri-Techup. Intentaste coger a Meba en flagrante delito, pero se resistió, puso tu existencia en peligro y sucumbió durante la lucha.
El ex pirata se relajó.
—Es un informe magnífico.
—Aunque esté muerto, Meba será juzgado por un tribunal. Puesto que no cabe duda alguna de su culpabilidad, su nombre será suprimido de todos los documentos oficiales. Aunque subsiste una pregunta: ¿para quién trabajaba?
—Me había dicho que actuaba por orden de Acha.
Ameni mordisqueó su pincel.
—Ordenar que eliminaran al hitita para librar a Ramsés de un personaje molesto… ¡Pero Acha no habría confiado esa tarea a un petimetre perezoso! Y, sobre todo, no se habría opuesto a la voluntad de Ramsés, para quien el derecho de asilo debe respetarse. Meba mintió una vez más. ¿Y si fuera uno de los miembros de la red de espionaje hitita implantada en nuestro territorio?
—¿No era ésta favorable a Uri-Techup?
—Hoy, el emperador se llama Hattusil. Uri-Techup no es más que un renegado. Al eliminar a su enemigo jurado, la red se ganaba la buena voluntad del nuevo dueño del Hatti.
El sardo se mesó los largos bigotes.
—Dicho de otro modo, Ofir y Chenar no solo están vivos sino que siguen instalados en Egipto.
—Chenar desapareció en Nubia, hace años que Ofir no se ha manifestado.
Serramanna apretó los puños.
—¡Tal vez el maldito mago esté muy cerca! Los testimonios referentes a su huida a Libia eran otras tantas mentiras destinadas a adormecer mi desconfianza.
—¿No ha demostrado Ofir que sabía ponerse a salvo?
—No de mí, Ameni, no de mí…
—¿Y si, por una vez, a este nos lo trajeras vivo?
Durante tres interminables días, gruesas nubes negras ocultaron el sol sobre Pi-Ramsés. Para los egipcios, los trastornos producidos por el dios Set se mezclaban con los peligros que transportaban los mensajeros de la diosa Sekhmet, anunciadores de enfermedades y desgracias.
Solo un ser podía impedir que la situación se degenerara: la gran esposa real, encarnación terrestre de la Regla eterna que el faraón alimentaba con ofrendas. Fueron momentos en los que cada cual se miró a sí mismo y, sin complacencia, intentó rectificar sus transgresiones de la rectitud. Asumiendo los defectos y las imperfecciones de su pueblo, Nefertari se dirigió al templo de Mut, en Tebas, para depositar ofrendas al pie de las estatuas de la temible diosa Sekhmet, y para transformar así las tinieblas en luz.
En la capital, Ramsés aceptó recibir a Moisés, que clamaba que la oscuridad que envolvía la capital era la novena de las plagas infligidas por Yahvé al pueblo egipcio.
—¿Estás convencido por fin, faraón?
—No haces más que interpretar fenómenos naturales atribuyéndolos a tu dios; es tu visión de lo real y la respeto. Pero no aceptaré que siembres el desconcierto entre la población, en nombre de una religión. Esta actitud es contraria a la ley de Maat y solo puede llevar al caos y a la guerra civil.
—Las exigencias de Yahvé siguen siendo las mismas.
—Sal de Egipto con tus fieles, Moisés, y ve a orar a tu dios donde deseas.
—No es eso lo que Yahvé quiere; todo el pueblo hebreo debe partir conmigo.
—Dejarás aquí el ganado, grande y pequeño, pues en su mayor parte os fue alquilado y no os pertenece. Quienes rechazan Egipto no deben gozar de sus beneficios.
—Nuestros rebaños nos acompañarán, ni una cabeza de ganado se quedará en tu país, pues todos servirán para el culto de Yahvé. Los necesitamos para ofrecer sacrificios y holocaustos, hasta que lleguemos a la Tierra Prometida.
—¿Vas a comportarte como un ladrón?
—Solo Yahvé puede juzgarme.
—¿Qué creencia puede justificar tales excesos?
—Eres incapaz de comprenderla. Limítate a inclinarte.
—Los faraones consiguieron terminar con el fanatismo y la intolerancia, esos venenos mortales que corroen el corazón de los hombres. ¿No temes, como yo, las consecuencias de una verdad absoluta y definitiva, impuesta por hombres a otros hombres?
—Cumple la voluntad de Yahvé.
—¿Acaso tu boca solo sabe expresar amenazas e invectivas, Moisés? ¿Qué ha sido de nuestra amistad, que nos conducía por el camino del conocimiento?
—Solo el porvenir me interesa, y este porvenir es el éxodo de mi pueblo.
—Sal de este palacio, Moisés, y no vuelvas a comparecer ante mí. De lo contrario, te consideraré un rebelde y el tribunal de justicia pronunciará contra ti la sentencia aplicable a los agitadores.
Lleno de cólera, Moisés cruzó la puerta del recinto de palacio sin saludar a los cortesanos, que de buena gana habrían conversado con él, y volvió a su morada del barrio hebreo, donde le aguardaba Ofir.
Los aliados del mago le habían comunicado el fracaso y la muerte de Meba. Pero el último informe escrito del diplomático contenía datos interesantes: durante una ceremonia en el templo de Ptah, en Menfis, Meba había comprobado que Kha se había quitado las protecciones mágicas concebidas por Setaú. Ciertamente, su función de sumo sacerdote le ponía a cubierto de las fuerzas oscuras; ¿pero por qué no probaba suerte Ofir?
—¿Ha cedido Ramsés? —preguntó el mago.
—¡Nunca cederá! —repuso Moisés.
—Ramsés ignora el miedo. Esta situación no podrá resolverse mientras no recurramos a la violencia.
—Una revuelta…
—Tenemos armas.
—Los hebreos serán exterminados.
—¿Quién habla de una sedición abierta? Tenemos que utilizar la muerte, esa será la décima y última plaga que caiga sobre Egipto.
El furor de Moisés no se apaciguaba. Y, en las amenazadoras palabras de Ofir, creyó escuchar la voz de Yahvé.
—Tienes razón, Ofir; hay que golpear a Ramsés con tanta fuerza que se vea obligado a liberar a los hebreos. A medianoche, la hora de la muerte, Yahvé cruzará Egipto y los primogénitos morirán.
¡Ofir había esperado aquel instante! Por fin iba a vengarse de las derrotas que el faraón le había infligido.
—Kha es el primogénito de Ramsés, y su probable sucesor. Hasta hoy, gozaba de una protección mágica que nunca pude vencer. Pero ahora…
—La mano de Yahvé no le respetará.
—Debemos disimular —dijo Ofir—; que los hebreos confraternicen con los egipcios, como antaño, y que lo aprovechen para llevarse gran cantidad de objetos preciosos. Los necesitaremos durante el éxodo.
—Celebraremos la Pascua —anunció Moisés— y marcaremos nuestras casas de color rojo, con un ramo de hisopos humedecido con la sangre del ganado inmolado para la fiesta. La noche de la muerte, el Exterminador respetará esas moradas.
Ofir corrió a su laboratorio. Gracias al pincel arrebatado a Kha, tal vez el mago consiguiera paralizar al primogénito de Ramsés y hacerle entrar en la nada.
Los juegos de luces y sombras animaban el jardín y hacían a Nefertari más hermosa todavía. Misteriosa y sublime, moviéndose con la gracia de una diosa entre bosquecillos y flores, era la felicidad en persona. Sin embargo, cuando Ramsés besó su mano, advirtió enseguida su contrariedad.
—Moisés no ha terminado aún de amenazarnos —murmuró.
—Era mi amigo y no puedo creer que su alma sea mala.
—Yo también le estimo, pero un fuego destructor se ha apoderado de su corazón; eso es lo que temo.
Setaú se dirigió a la pareja real con aire preocupado.
—Perdonadme, acostumbro a ser directo: Kha se encuentra mal.
—¿Es grave? —preguntó Nefertari.
—Eso temo, majestad; mis remedios parecen ineficaces.
—Quieres decir que…
—No nos engañemos: es un hechizo.
Hija de Isis, la hechicera por excelencia, la gran esposa real corrió a la cabecera del primogénito de Ramsés.
Pese al dolor, el sumo sacerdote de Ptah daba pruebas de impresionante dignidad. Tendido en una cama baja, con los ojos hundidos y el rostro grisáceo, Kha respiraba con dificultades.
—Mis brazos están inertes y no puedo mover las piernas —dijo a Nefertari.
La reina posó las manos en las sienes del muchacho.
—Te daré toda mi energía —prometió—, y lucharemos juntos contra la solapada muerte. Te transmitiré toda la felicidad que la vida me ha otorgado, y no morirás.
En la capital hitita, las negociaciones avanzaban lentamente. Hattusil discutía cada artículo del proyecto de tratado que había redactado Ramsés, proponía otra formulación, batallaba con Acha y finalmente, llegaba a un compromiso cuyas palabras sopesaba una y otra vez. Putuhepa añadía observaciones y se iniciaban otras discusiones.
Acha demostraba tener una inagotable paciencia. Era consciente de que estaba participando en la elaboración de una paz de la que dependía la felicidad de todo el Próximo Oriente y buena parte de Asia.
—No olvidéis que exijo la extradición de Uri-Techup —recordó Hattusil.
—Ése será el último punto que discutamos —respondió Acha—, cuando hayamos llegado a un acuerdo sobre el conjunto del tratado.
—Notable optimismo: ¿pero estáis convencido de que el emperador del Hatti confía plenamente en vos?
—Si cayera en ese error, ¿sería emperador del Hatti?
—Suponiéndome una segunda intención, ¿no comprometéis el buen fin de las negociaciones?
—Por fuerza tenéis segundas intenciones, majestad, e intentáis obtener un tratado más favorable para el Hatti que para Egipto… Mi papel consiste en restablecer el equilibrio de los platillos de la balanza.
—Delicado juego, condenado al fracaso tal vez.
—El porvenir del mundo… Eso es lo que Ramsés me ha confiado, eso es lo que tenéis en las manos, majestad.
—Soy paciente, lúcido y tozudo, querido Acha.
—Yo también, majestad.