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Todavía no había amanecido y Ramsés acudía al templo de Amón cuando, de pronto, Moisés le cerró el paso. El rey sujetó el brazo del guardia que le acompañaba.

—¡Debo hablarte, faraón!

—Sé breve.

—¿No comprendes que, hasta ahora, Yahvé se ha mostrado indulgente? ¡Si hubiera querido, tú y tu pueblo habríais sido aniquilados! Te ha respetado la vida para proclamar mejor Su omnipotencia, pues Él no tiene rival. Permite a los hebreos que salgan de Egipto, de lo contrario…

—¿De lo contrario?

—Una séptima plaga causará intolerables sufrimientos a tu país, un granizo tan violento que las víctimas serán numerosas. Cuando blanda mi bastón hacia el cielo, rugirá el trueno y brotarán los relámpagos.

—¿Ignoras que uno de los principales templos de esta ciudad está destinado a Set, señor de la Tormenta? Él es la cólera del cielo, y sabré apaciguarlo con los ritos.

—Esta vez no lo lograrás. Hombres y animales morirán.

—Apártate de mi camino.

Aquella misma tarde, el rey consultó a «los sacerdotes de la hora» que observaban el cielo, estudiaban el movimiento de los planetas y predecían el tiempo. De hecho, preveían fuertes precipitaciones que podían destruir parte de la cosecha de lino.

En cuanto los elementos se desencadenaron, Ramsés se encerró en el santuario de Set y permaneció solo frente al dios. Los ojos enrojecidos de la monumental estatua brillaban como brasas.

El rey no tenía poder para oponerse a la voluntad de Set y a la cólera de las nubes; pero comulgando con su espíritu, atenuaría sus efectos y disminuiría su duración. Seti había enseñado a su hijo como dialogar con Set y canalizar su poder destructor sin ser destruido. El faraón necesitó una energía mayor para soportar la confrontación y no ceder una pulgada de terreno a las invisibles llamas de Set, pero su empresa se vio coronada por el éxito.

El diplomático Meba temblaba de miedo. Aunque tocado con una corta peluca y vestido con un tosco manto mal cortado, temía que le reconocieran. ¿Pero quién podía identificarlo en aquella casa de cerveza del barrio de los descargadores, donde iban a beber los marineros y los manipuladores?

Amos, el barbudo calvo, se sentó ante él.

—¿Quién… Quién os envía?

—El mago. ¿Vos sois…?

—¡Nada de nombres! Entregadle esta tablilla. Contiene una información que puede interesarle.

—El mago desea que os encarguéis de Uri-Techup.

—Pero… Está en arresto domiciliario.

—Las órdenes son claras: matad a Uri-Techup. De lo contrario, os denunciaremos a Ramsés.

La duda comenzaba a instalarse entre los hebreos. Se habían infligido siete plagas en Egipto y el faraón seguía intratable. Durante la reunión del consejo de los ancianos, Moisés consiguió, sin embargo, mantener su confianza.

—¿Qué piensas hacer ahora?

—Provocar la octava plaga, tan terrible que los egipcios se sentirán abandonados por sus dioses.

—¿Qué será esta vez?

—Mirad al cielo, hacia el este, y lo sabréis.

—¿Saldremos por fin de Egipto?

—Sed tan resistentes como lo fui yo durante largos años y poned toda vuestra fe en Yahvé: Él nos llevará hacia la Tierra Prometida.

A medianoche, Nefertari se despertó sobresaltada.

A su lado, Ramsés dormía con un sueño apacible. La reina salió sin hacer ruido de la alcoba y dio unos pasos por la terraza. El aire estaba perfumado, la ciudad silenciosa y apacible, pero la angustia de la gran esposa real no dejaba de aumentar. La visión que la había atormentado no se desvanecía, la pesadilla seguía oprimiéndole el corazón.

Ramsés la tomó dulcemente en sus brazos.

—¿Un mal sueño, Nefertari?

—Si solo fuera eso…

—¿Qué temes?

—Un peligro procedente del este, con un temible viento.

Ramsés miró en aquella dirección.

Se concentró mucho rato, como si viera en las tinieblas. El espíritu del rey se hizo cielo y noche y se transportó al extremo de la tierra, donde nacen los vientos.

Lo que Ramsés vio era tan terrorífico que se vistió a toda prisa, despertó al personal administrativo de palacio y mandó a buscar a Ameni.

Compuesta por miles de millones de langostas, la enorme nube procedía del este, empujada por un fuerte viento. No era la primera vez que se producía semejante ataque, pero este era de terrorífica magnitud. Gracias a la intervención del faraón, los campesinos del Delta habían encendido hogueras en las que arrojaban sustancias aromáticas destinadas a alejar las langostas; en algunos cultivos se habían colocado grandes telas de vasto lino. Cuando Moisés había clamado que los insectos devorarían todos los árboles de Egipto sin que subsistiera fruto alguno, la amenaza se había extendido muy pronto por las campiñas, gracias a los mensajeros reales; y hoy se felicitaban por haber tomado enseguida las precauciones preconizadas por Ramsés.

Los daños fueron mínimos; y se recordó que la langosta era una de las formas simbólicas que adoptaba el alma del faraón para llegar hasta el cielo, en un gigantesco brinco. En pequeñas cantidades, el insecto era considerado benéfico; solo la multitud lo hacía temible.

La pareja real recorrió en carro los alrededores de la capital y se detuvo en varios pueblos que temían un nuevo asalto. Pero Ramsés y Nefertari prometieron que la plaga no tardaría en desaparecer.

Como la gran esposa real había presentido, el viento del este cesó y fue sustituido por ráfagas que arrastraron la nube de langostas hacia el mar de cañas, más allá de los cultivos.

—No estáis enfermo —le dijo a Meba el doctor Pariamakhu—, pero deberíais descansar unos días, de todos modos.

—El malestar…

—El corazón se halla en excelente estado, el hígado funciona bien. No os preocupéis, moriréis centenario.

Meba había fingido un malestar con la esperanza de que Pariamakhu le ordenara quedarse en cama varias semanas, durante las que tal vez fueran detenidos Ofir y sus cómplices.

Aquel plan infantil fallaba… Y denunciarlos era denunciarse a sí mismo.

Solo podía llevar a cabo la misión. ¿Pero cómo acercarse a Uri-Techup sin alertar a Serramanna y su guardia de élite? Su mejor arma, a fin de cuentas, era la diplomacia. Cuando se cruzó con el sardo en uno de los pasillos de palacio, Meba le abordó.

—Acha me ha hecho llegar una carta ordenándome que interrogue a Uri-Techup y obtenga sus confidencias sobre la administración hitita —declaró Meba—. Lo que Uri-Techup me diga debe permanecer en secreto; por eso debemos hablar a solas. Anotaré sus declaraciones en un papiro, lo sellaré y se lo entregaré al rey.

Serramanna pareció contrariado.

—¿Cuánto tiempo necesitaréis?

—Lo ignoro.

—¿Tenéis prisa?

—Es una misión urgente.

—Bueno… Vamos.

Uri-Techup recibió al diplomático con desconfianza, pero Meba supo desplegar encanto y convicción para domeñar al hitita. No le acució a preguntas, le felicitó por su colaboración y le aseguró que su futuro acabaría aclarándose.

Uri-Techup describió sus más hermosas batallas e hizo incluso algunas bromas.

—¿Estáis satisfecho del modo como sois tratado? —preguntó Meba.

—El alojamiento y la comida son agradables, hago ejercicio pero… echo en falta las mujeres.

—Tal vez pueda arreglármelas…

—¿De qué modo?

—Exigid un paseo por el jardín, cuando caiga la noche, para aprovechar el fresco. En el bosquecillo de tamariscos, junto a la poterna, os aguardará una mujer.

—Creo que seremos buenos amigos.

—Es mi más caro deseo, Uri-Techup.

El tiempo se hacía pesado, el cielo se oscurecía. El dios Set daba otra vez muestras de su poder. El calor asfixiante, en ausencia de viento, fue para Uri-Techup la ocasión perfecta para pedir un paseo por los jardines. Dos guardias le acompañaron y le dejaron vagar entre los arriates, pues el hitita no tenía posibilidad alguna de escapar. ¿Por qué, además, iba a intentar salir de la dorada prisión donde estaba seguro?

Oculto entre los tamariscos, Meba temblaba. Drogado por una infusión de mandrágora, fuera de sí, el diplomático había escalado el muro y se disponía a golpear.

Cuando Uri-Techup se inclinara hacia él, le cortaría la garganta con un puñal de hoja curva, robado a un oficial de infantería. Abandonaría el arma sobre el cadáver y acusarían a un clan de militares vengativos de haber fomentado una conspiración para terminar con un enemigo responsable de la muerte de numerosos egipcios.

Meba no había matado nunca y sabía que aquel acto le condenaría; pero defendería su causa ante los jueces del otro mundo explicándoles que había sido manipulado. De momento, debía pensar solo en el puñal y en la garganta de Uri-Techup.

De pronto oyó unos pasos lentos y prudentes. Su presa se acercaba, se detenía, se inclinaba.

Meba levantó el brazo para golpear, pero un violento puñetazo en el cráneo le sumió en la nada.

Serramanna levantó al diplomático agarrándole por el cuello de la túnica.

—Traidor, mediocre y estúpido… Despierta, Meba.

El hombre permaneció inerte.

—¡No hagas comedia!

La cabeza formaba un ángulo extraño con la línea del cuello. Serramanna supo que había golpeado demasiado fuerte.