Hay que golpear fuerte —estimó Ofir—, mucho más fuerte.
—¿No hemos conseguido ofrecer el sacrificio a Yahvé en el desierto, como había exigido? —observó Moisés—. Ramsés ha cedido y volverá a ceder.
—¿No está perdiendo la paciencia?
—Yahvé nos protege.
—Tengo otra idea, Moisés, una idea que se concretará en una quinta plaga que herirá profundamente al faraón.
—No decidimos nosotros, sino Yahvé.
—¿Acaso no debemos echarle una mano? Ramsés es un tirano obstinado, al que solo las señales del más allá lo impresionarían hasta el punto de hacerle retroceder. Dejadme que os ayude.
Moisés asintió.
Ofir salió de la morada del profeta y se reunió con sus cómplices, Amos y Baduch. Los dos jefes beduinos habían seguido amontonando armas en los sótanos de las casas del barrio hebreo; regresaban de Siria del Norte, donde se habían puesto en contacto con mensajeros hititas. El mago estaba impaciente por obtener noticias frescas, instrucciones incluso.
Amos había frotado con aceite su calvo cráneo.
—El emperador Hattusil está furioso —reveló—; como Ramsés se niega a extraditar a Uri-Techup, está dispuesto a reanudar el combate.
—¡Magnífico! ¿Qué espera de mi red?
—Las órdenes son simples: seguid alimentando la agitación de los hebreos en Egipto, provocad disturbios por todo el país para debilitar a Ramsés, haced que Uri-Techup se evada y llevadle a Hattusa. O matadle.
Dedos-Torcidos era un campesino enamorado de su terruño y de su pequeño rebaño de vacas, unos veinte animales, más hermosos los unos que los otros, graciosos y dulces, aunque la decana tuviera carácter y no permitiera que se le acercara cualquiera. Dedos-Torcidos pasaba largas horas charlando con ella.
Por la mañana, Rojiza era traviesa y despierta, y lo despertaba lamiéndole la frente; Dedos-Torcidos intentaba en vano cogerla de la oreja pero siempre acababa levantándose.
Aquella mañana, el sol estaba alto ya en el cielo cuando Dedos-Torcidos salió de la granja.
—Rojiza… ¿Dónde estás, Rojiza?
Tras haberse frotado los ojos, Dedos-Torcidos dio unos pasos por su campo y vio la vaca, tendida de costado.
—¿Qué te pasa, Rojiza?
Con la lengua colgante, los ojos vidriosos y el vientre hinchado, la hermosa vaca agonizaba. Algo más lejos, dos animales habían muerto ya.
Presa del pánico, Dedos-Torcidos corrió hasta la plaza de la aldea para pedir ayuda al veterinario. Éste se veía asaltado por una decena de ganaderos que sufrían la misma tragedia.
—¡Una epidemia! —gritó Dedos-Torcidos—. ¡Hay que avisar enseguida a palacio!
Cuando Ofir, desde la terraza de su casa, vio llegar una cohorte de campesinos inquietos y coléricos, comprobó que sus órdenes se habían ejecutado correctamente. Envenenando algunas vacas, los jefes beduinos Amos y Baduch habían provocado un buen tumulto.
En mitad de la avenida que llevaba a palacio, Moisés detuvo el cortejo.
—¡Sois víctimas de la quinta plaga que Yahvé inflige a Egipto! Su mano golpeará todos los rebaños, la peste fulminará el ganado pequeño y grande. Solo las bestias pertenecientes a mi pueblo se salvarán.
Serramanna y numerosos soldados estaban dispuestos a rechazar a los campesinos cuando Loto, montada en un caballo negro, llegó a galope tendido y se detuvo junto a los manifestantes.
—Que nadie se asuste —dijo con voz tranquila—; no se trata de una epidemia sino de un envenenamiento. He salvado ya dos vacas lecheras y, con la ayuda de los veterinarios, curaré a los animales que no hayan sucumbido todavía.
La esperanza sustituyó enseguida a la angustia. Y cuando el ministro de Agricultura anunció que el faraón sustituiría los animales muertos a cargo del Estado, volvió a reinar la serenidad.
Ofir y sus aliados tenían suficiente veneno para seguir ayudando a Moisés, sin decírselo esta vez. Utilizando una vieja receta de magia, por orden de Yahvé, el profeta se había llenado las manos del hollín del horno y lo había lanzado al aire, para que cayera hecho polvo sobre la gente y los animales, y los cubriera de pústulas. La sexta plaga sería tan terrorífica que el faraón se vería por fin obligado a doblegarse.
Ofir había decidido que la mejor forma de impresionar al monarca era hiriendo a sus íntimos. Amos el calvo, irreconocible gracias a una peluca que le ocultaba la mitad de la frente, había entregado alimentos deteriorados al cocinero que preparaba las comidas de Ameni y de sus funcionarios.
Cuando el portasandalias del rey le presentó los expedientes cotidianos, Ramsés advirtió una erupción rojiza en la mejilla de su amigo.
—¿Te has herido?
—No, pero esta erupción comienza a resultar dolorosa.
—Llamaré al doctor Pariamakhu.
Acompañado por una arrebatadora muchacha, el médico de palacio acudió jadeante.
—¿Os encontráis mal, majestad?
—Sabéis muy bien, querido doctor, que ignoro la enfermedad. Examinad a mi secretario particular.
Pariamakhu giró en torno a Ameni, palpó la piel de sus brazos, le tomó el pulso y pegó la oreja a su caja torácica.
—A primera vista no hay nada anormal… Tengo que reflexionar.
—Si se trata de una ulceración debida a trastornos gástricos —sugirió la muchacha con voz tímida—, ¿no sería conveniente preparar un remedio a base de frutos abiertos del sicomoro, anís, miel, resina de terebinto e hinojo, y prescribirlo en un apósito externo y en cocción?
El doctor Pariamakhu adoptó un aire importante.
—Tal vez no sea una mala idea… Probemos y ya veremos. Id al laboratorio, hija mía, y haced que preparen el remedio.
La muchacha se inclinó, temblorosa, ante el monarca y desapareció.
—¿Cómo se llama vuestra ayudante? —preguntó Ramsés.
—Neferet, majestad; no le prestéis atención alguna, es una principiante.
—Pues parece ya muy competente.
—No ha hecho más que recitar una fórmula que yo le había enseñado. Está haciendo prácticas pero no tiene mucho futuro.
Ofir estaba pensativo.
Los remedios habían vencido la pequeña epidemia de úlceras y Ramsés seguía sin cambiar su posición. Moisés y Aarón controlaban a los hebreos, cuya agitación intempestiva hubiera provocado la brutal intervención de Serramanna y la policía.
A este revés se añadía la ruptura del contacto con Dolente, la hermana del rey. Sin duda alguna, había fracasado. Nefertari seguía viva y no sufría mal alguno que corroyera su salud. Sintiéndose amenazada, Dolente ya no se atrevía a acudir, ni siquiera por la noche, al barrio hebreo, privando así a Ofir de informaciones directas sobre los secretillos de la corte.
Aquella dificultad no impedía al espía hitita seguir azuzando el sentimiento de revuelta entre los hebreos; una fracción dura, siguiendo a Moisés y a Aarón, se convertía en una punta de lanza cada vez más temible.
Organizar la evasión de Uri-Techup sería difícil. Confinado en una mansión custodiada día y noche por los hombres de Serramanna, Uri-Techup era un hombre acabado y molesto. En vez de correr riesgos desorbitados, la mejor solución consistía en hacerle desaparecer para ganarse enseguida la gracia de Hattusil. Inteligente, astuto e implacable, el nuevo emperador estaba en la línea de su hermano Muwattali.
Ofir conservaba un aliado cuya traición nadie sospechaba, el diplomático Meba. Pese a su mediocridad, él le ayudaría a acabar con Uri-Techup.
La escolta de Acha se reducía al mínimo, pues el jefe de la diplomacia egipcia, pese a lo que le había dicho a Ramsés, consideraba que tenía, en el mejor de los casos, una posibilidad sobre cien de ser bien recibido en la capital hitita. Para el nuevo emperador, era un personaje sospechoso que había permitido a Uri-Techup escapar del castigo. ¿Se mostraría Hattusil más rencoroso que político? Si cedía al odio, haría detener, ejecutar incluso, a todos los miembros de la misión diplomática, con Acha a la cabeza, y obligaría a Ramsés a iniciar una ofensiva para restañar la afrenta. Ciertamente, Putuhepa parecía partidaria de la paz, ¿pero hasta qué punto contradiría a su marido? La emperatriz del Hatti no se encerraría en un sueño; si la vía de la negociación resultaba demasiado ardua, adoptaría la del enfrentamiento.
Un fuerte viento, frecuente en las mesetas de Anatolia, acompañó a Acha y su escolta hasta las puertas de la capital hitita, cuyo aspecto de inconquistable fortaleza le pareció más angustiante aún que en sus precedentes viajes.
El jefe de la diplomacia egipcia entregó sus cartas credenciales a un oficial y tuvo que esperar más de una hora, al pie de una poterna, antes de que le permitieran entrar en Hattusa por la puerta de los leones. Contrariamente a lo que Acha esperaba, no le llevaron a palacio sino a un edificio de piedra grisáceo. Allí le habían preparado una habitación. La única ventana estaba obstruida por barrotes de hierro. Incluso para un carácter optimista, el lugar parecía una cárcel.
Jugar con el temperamento hitita exigía destreza y suerte, mucha suerte; ¿y no habría agotado Acha la cantidad que el destino le había atribuido?
Poco antes de caer la noche, un militar con casco, vestido con una pesada armadura, le pidió que le siguiera. Esta vez tomó una calleja que llevaba a la acrópolis sobre la que se levantaba el palacio del emperador.
La hora de la verdad, si es que existía en el mundo de la diplomacia.
Un fuego ardía en la chimenea de la sala de audiencias, adornada con tapices. La emperatriz Putuhepa disfrutaba el suave calor.
—Que el embajador de Egipto se digne tomar asiento a mi lado, ante el fuego; la noche puede ser fría.
Acha se instaló en una fea silla, a respetuosa distancia.
—Aprecié mucho las cartas de la reina Nefertari —declaró la emperatriz—. Su pensamiento es luminoso, sus argumentos convincentes, sus intenciones rectas.
—¿Debo entender que el emperador acepta iniciar negociaciones?
—El emperador y yo misma esperamos proposiciones concretas.
—Soy portador de un texto concebido por Ramsés y Nefertari y redactado por el propio faraón; servirá de base para nuestras discusiones.
—Es la iniciativa que deseaba; naturalmente, el Hatti tiene exigencias.
—Estoy aquí para escucharlas, con la firme voluntad de llegar a un acuerdo.
—El calor de esas palabras es tan dulce como el de este fuego, Acha. ¿Os habéis preocupado por el recibimiento que os hemos… reservado?
—Ha sido inconveniente, ¿no es cierto?
—Hattusil cogió frío y ha permanecido algún tiempo en la cama; mis jornadas están muy cargadas, por eso he tenido que haceros esperar. Mañana mismo el emperador estará en condiciones de iniciar la discusión.