Acha en persona llevó la carta a la gran esposa real, que estaba hablando con Ramsés sobre la administración de los graneros.
—He aquí la respuesta que aguardabais, majestad; procede de la emperatriz Putuhepa en persona. Espero que su contenido no os decepcione.
La tablilla, envuelta en una tela preciosa, llevaba el sello de Putuhepa.
—¿Queréis leerla, Acha? Por una parte, descifráis el hitita a la perfección; por la otra, las informaciones procedentes de Hattusa también os conciernen a vos.
El jefe de la diplomacia egipcia obedeció.
A mi hermana, la reina Nefertari, esposa del sol, Ramsés el Grande.
¿Cómo se encuentra mi hermana, tiene buena salud su familia, son soberbios y vigorosos sus caballos? En el Hatti, ha llegado el buen tiempo. ¿Será satisfactoria la crecida en Egipto?
Recibí la larga carta de mi hermana Nefertari y la leí con gran atención. El emperador Hattusil está muy contrariado por la presencia del vil Uri-Techup en Pi-Ramsés. Uri-Techup es un ser malvado, violento y cobarde. Merecería ser extraditado y devuelto a Hattusa para ser juzgado. El emperador Hattusil se muestra intratable en este punto.
¿Pero la paz entre nuestros dos países no es un gran ideal que justifica ciertos sacrificios? Ciertamente, no es posible hallar un compromiso acerca de Uri-Techup y el emperador exige, con razón, que sea extraditado. Sin embargo, he insistido ante él para que reconozca la rectitud del faraón, que cumple la palabra dada. ¿Qué confianza podríamos tener en un soberano que la traicionara?
Pues bien, aunque el caso del traidor Uri-Techup no sea negociable, ¿por qué no considerarlo resuelto para avanzar hacia el establecimiento de un tratado de no beligerancia? La redacción de este documento requerirá mucho tiempo; es prudente pues iniciar discusiones.
¿Comparte la reina de Egipto, mi hermana, mis pensamientos? Si así fuera, sería oportuno que nos enviara enseguida un diplomático de alto rango, que tuviera la confianza del faraón. Sugiero el nombre de Acha.
A mi hermana, la reina Nefertari, con todo mi afecto.
—Nos vemos obligados a rechazar esta proposición —deploró Ramsés.
—¿Por qué? —se rebeló Acha.
—Porque se trata de una trampa destinada a satisfacer una venganza. El emperador no te perdona que permitieras salir a Uri-Techup del Hatti. Si vas, no regresarás.
—Analiza la carta desde otro punto de vista, majestad. La reina Nefertari supo encontrar argumentos convincentes, la emperatriz Putuhepa afirma su deseo de paz. Dada la influencia que ejerce sobre el emperador, es un paso decisivo.
—Acha tiene razón —estimó Nefertari—; mi hermana Putuhepa ha comprendido perfectamente el sentido de la misiva que le envié. No hablemos más de Uri-Techup y entablemos conversaciones para preparar un tratado de paz, tanto en el fondo como en la forma.
—¡Uri-Techup no es una ilusión! —objetó Ramsés.
—¿Debo dejar más clara mi posición y la de mi hermana Putuhepa? Hattusil exige la extradición de Uri-Techup, Ramsés la rechaza. Que ambos permanezcan firmes e intratables mientras las negociaciones progresan. ¿Acaso no es eso lo que llamamos… diplomacia?
—Confío en Putuhepa —añadió Acha.
—¿Si la reina y tú os unís contra mí, como voy a resistir? Enviaremos un diplomático, pero tú no irás.
—Imposible, majestad. Está claro que los deseos de la emperatriz son órdenes. ¿Y quién conoce el Hatti y a nuestros interlocutores mejor que yo?
—¿Estás dispuesto a correr tantos riesgos, Acha?
—Perderme semejante ocasión de lograr la paz sería criminal; todas nuestras fuerzas deben consagrarse a esta tarea. La conquista de lo imposible… ¿no es la marca de tu reinado?
—Pocas veces te he visto tan entusiasta.
—Me gusta el placer y los placeres, y la guerra no les es propicia.
—No firmaré la paz a cualquier precio; Egipto no puede perder de ningún modo.
—Había imaginado ciertas dificultades de este tipo, pero forman parte de mi oficio. Trabajaremos varios días seguidos para preparar un proyecto presentable, visitaré a algunos amigos muy queridos y, luego, partiré hacia el Hatti. Y lo conseguiré, puesto que lo exiges.
Primero dio un sorprendente brinco; luego se inmovilizó a menos de un metro de Setaú que, sentado en la orilla, observaba con satisfacción el cambio en el agua del Nilo, de nuevo potable.
Una segunda y, luego, una tercera, ágil, juguetona, con distintos matices del verde: magníficas ranas brotaron del limo que el río depositaba en la tierra de Egipto para fertilizarla y asegurar el alimento al pueblo del faraón.
A la cabeza de un imponente cortejo, Aarón tendió su bastón sobre el Nilo y habló en voz alta.
—Puesto que el faraón se niega a dejar salir a los hebreos de Egipto, he aquí, tras el agua convertida en sangre, la segunda plaga que Yahvé inflige al opresor: ranas, miles de ranas, millones de ranas que se introducirán por todas partes, en los talleres, en las casas, en las alcobas de los ricos.
Setaú regresó tranquilamente a su laboratorio, donde Loto preparaba nuevos remedios gracias al veneno de soberbias cobras capturadas en los parajes de Abu Simbel, de donde llegaban tranquilizadoras nuevas; la obra avanzaba con regularidad. El encantador de serpientes y su esposa estaban impacientes por regresar allí, en cuanto Ramsés se lo permitiera.
Setaú sonrió, ni Kha ni él tendrían que luchar contra Aarón y aquella plaga; el lugarteniente de Moisés debería haber consultado a su jefe antes de proferir una maldición que no asustaría a ningún egipcio.
En aquel periodo del año, la proliferación de ranas nada tenía de anormal y, además, era considerada por el pueblo como un buen presagio. En la escritura jeroglífica, el signo de la rana servía para escribir la cifra «cien mil», una multiplicidad casi incalculable, pues, con respecto a la abundancia que procuraría la crecida.
Observando las metamorfosis de aquel batracio, los sacerdotes de las primeras dinastías habían visto las incesantes mutaciones de la vida; de este modo, en la conciencia popular, la rana se había convertido, a la vez, en símbolo de un feliz nacimiento, al término de numerosas etapas que partiendo del embrión llegaban al niño, y el de la eternidad que subsistía a través y más allá del tiempo.
Al día siguiente, Kha hizo distribuir gratuitamente amuletos de cerámica que representaban ranas. Encantada con el inesperado regalo, la población de la capital aclamó el nombre de Ramsés y sintió gratitud hacia Aarón y los hebreos; gracias a su agitación, mucha gente modesta se convirtió en propietaria de un objeto precioso.
Acha dio el último toque al proyecto de tratado que había elaborado con la pareja real; había sido necesario más de un mes de trabajo intensivo para evaluar cada término, y la relectura de Nefertari había sido muy útil. Como suponía el jefe de la diplomacia egipcia, las exigencias del faraón harían difícil la negociación; sin embargo, Ramsés no había tratado al Hatti como un vencido, sino más bien como a un compañero que hallaría numerosas ventajas en el acuerdo. Si Putuhepa quería realmente la paz, la partida podía jugarse.
Ameni proporcionó un magnífico papiro, de color ambarino, en el que el propio Ramsés escribiría sus proposiciones.
—Algunos habitantes del barrio sur me han dirigido una queja: están invadidos de mosquitos.
—En esta estación proliferan, si no se respetan estrictamente las reglas de higiene. ¿Se han olvidado de desecar una charca?
—Según Aarón, majestad, se trata de la tercera plaga que Yahvé inflige a Egipto. El discípulo de Moisés ha tendido su bastón y golpeado el polvo del suelo para que se transforme en mosquitos; míralo como el dedo de un dios vengador, si quieres.
—Nuestro amigo Moisés siempre dio pruebas de tozudez —recordó Acha.
—Envía inmediatamente el servicio de desinfección al barrio sur y libera a los habitantes de este azote —ordenó Ramsés a Ameni.
La abundante crecida prometía un futuro feliz. Ramsés celebró los ritos del agua en el templo de Amón y se permitió dar un paseo por el embarcadero, en compañía de Matador, antes de dirigirse al palacio para redactar una carta destinada a Hattusil que acompañara sus ofertas de paz. De pronto, el bastón de Moisés golpeó las losas. El enorme león miró al hebreo sin rugir.
—Deja partir a mi pueblo, Ramsés, para que pueda rendir a Yahvé el culto que de él espera.
—¿No nos lo hemos dicho ya todo, Moisés?
—Prodigios y plagas te han revelado la voluntad de Yahvé.
—¿Es mi amigo el que profiere tan extrañas palabras?
—¡Ya no hay amigos! Soy el mensajero de Yahvé y tú eres un faraón impío.
—¿Cómo curarte de tu ceguera?
—¡Tú eres el que está ciego!
—Sigue tu camino, Moisés; yo seguiré el mío, suceda lo que suceda.
—Concédeme un favor: ven a ver los rebaños de mis hermanos hebreos.
—¿Qué tienen de particular?
—Ven, te lo ruego.
Matador, Serramanna y una escuadra de mercenarios se encargaron de la protección del monarca. Moisés había hecho reunir los rebaños de los hebreos a una decena de kilómetros de la capital, en una zona pantanosa. Alrededor de las bestias había miles de tábanos que no les concedían respiro alguno y provocaban mugidos de dolor.
—He aquí la cuarta plaga ordenada por Yahvé —reveló Moisés—; me bastará con dispersar estas bestias y los tábanos invadirán tu capital.
—Mediocre estrategia… ¿Era necesario mantenerlos en semejante estado de suciedad y hacerlos sufrir?
—Debemos sacrificar a Yahvé carneros, vacas y otros animales que los egipcios consideran sagrados. Si celebramos nuestros ritos en tu país, provocaremos la cólera de los campesinos. Déjanos ir al desierto o los tábanos atacarán a tus súbditos.
—Serramanna y un contingente del ejército te acompañarán, a ti, a tus sacerdotes y a los animales enfermos, a una zona desértica donde haréis vuestros sacrificios. El resto del rebaño será desinfectado y devuelto a los pastos. Luego, volveréis a Pi-Ramsés.
—Es solo un respiro, Ramsés; mañana te verás obligado a permitir que los hebreos salgan de Egipto.