Acompañado por Aarón, Moisés se presentó ante la puerta de acceso de la sala de audiencias del palacio de Pi-Ramsés, colocada bajo la vigilancia de Serramanna y de la guardia de honor. Cuando el hebreo pasó, el sardo le dirigió una mirada enojada; de haber estado en el lugar del monarca, habría hecho arrojar al rebelde a un foso o, mejor aún, lo habría mandado al fondo del desierto. El antiguo pirata confiaba en su instinto: el tal Moisés no tenía más intención que perjudicar a Ramsés.
Avanzando por el pasillo central, entre las dos hileras de columnas, el jefe y portavoz del pueblo hebreo comprobó, no sin placer, que la sala de audiencias estaba muy poblada.
A la derecha del rey, su hijo Kha, vestido con una piel de pantera adornada de estrellas de oro. Pese a su corta edad, Kha acababa de acceder a una altísima función; dada la amplitud de su espíritu y sus conocimientos, ningún sacerdote había discutido esa decisión. El hijo mayor del faraón debería demostrar sus cualidades percibiendo el mensaje de los dioses para transcribirlo en los jeroglíficos; todos observarían su comportamiento con atención, puesto que debería preservar las tradiciones de la época de las pirámides, aquella edad de oro durante la que se habían formulado los valores creadores de la civilización egipcia.
Aquel nombramiento había extrañado a Moisés; pero viendo a Kha de cerca, supo que la determinación y la madurez del joven eran excepcionales. Sin ninguna duda, sería un temible adversario.
¿Y qué decir del personaje que se sentaba a la izquierda del faraón? Setaú, encantador de serpientes y verdadero hechicero en jefe del reino. Setaú que era, como Ramsés, uno de los compañeros de universidad de Moisés, al igual que Ameni, sentado algo más atrás y dispuesto ya a anotar lo esencial de los debates.
Moisés no quería pensar más en aquellos años, durante los que había trabajado por la grandeza de Egipto. Su pasado había muerto el día en que Yahvé le había confiado su misión, y no tenía derecho a enternecerse con horas perdidas para siempre.
Moisés y Aarón se detuvieron al pie de los peldaños que llevaban al estrado donde el faraón y sus dignatarios se habían situado.
—¿Qué tema queréis debatir ante esta corte? —preguntó Ameni.
—No tengo la intención de debatir —repuso Moisés—, sino la de exigir lo que me es debido, de acuerdo con la voluntad de Yahvé; que el faraón me autorice a salir de Egipto a la cabeza de mi pueblo.
—Autorización negada, por razones de seguridad pública.
—Esta negativa es una ofensa a Yahvé.
—Que yo sepa, Yahvé no reina sobre Egipto.
—Y, sin embargo, Su cólera será terrible. Dios me protege y realizará prodigios para manifestar Su poder.
—Te conocí bien, Moisés, incluso fuimos amigos; mientras estudiábamos, no vivías de ilusiones.
—Eres un escriba egipcio, Ameni, y yo el jefe del pueblo hebreo. ¡Yahvé me habló y lo demuestro!
Aarón arrojó su bastón al suelo, Moisés clavó en él una intensa mirada. Los nudos de madera se animaron, el bastón onduló y se transformó en serpiente.
Asustados, varios cortesanos retrocedieron; la serpiente avanzó hacia Ramsés, que no manifestó temor alguno. Setaú dio un salto y cogió al reptil por la cola.
Numerosas exclamaciones acompañaron su gesto y otras tantas brotaron cuando la serpiente se transformó en bastón en manos de Setaú.
—Yo mismo enseñé este truco de magia a Moisés, hace mucho tiempo, en el harén de Men-Ur; hace falta algo más para deslumbrar a los consejeros del faraón y la corte de Egipto.
Moisés y Setaú se desafiaron con la mirada. Entre ambos hombres había desaparecido cualquier vínculo de amistad.
—Dentro de una semana —predijo el profeta—, otro prodigio dejará estupefacto al pueblo.
Custodiada por Vigilante, que dormía a la sombra de un tamarisco, Nefertari se bañaba desnuda en el estanque más próximo a palacio. El agua era siempre pura gracias a las laminillas de cobre fijadas en las piedras, a plantas devoradoras de bacterias y a un sistema de canalización que aseguraba la renovación de la masa líquida; además, un especialista arrojaba en el agua, a intervalos regulares, un polvillo a base de sales de cobre.
Al aproximarse la crecida, el calor se hacía agobiante; antes de iniciar sus audiencias, la reina saboreaba aquel delicioso momento en el que el cuerpo, abandonado y feliz, daba libre curso al pensamiento, ligero como una zaida. Mientras nadaba, Nefertari pensaba en las palabras, reconfortantes unas veces, severas otras, que debía dirigir a sus interlocutores, cuyas peticiones eran todas muy urgentes.
Con un vestido de tirantes que dejaba desnudos los pechos, suelta la cabellera, Iset avanzó sin hacer ruido hacia el estanque. Ella, a la que sin embargo habían calificado de «bella», se sentía casi vulgar admirando a Nefertari. Cada gesto de la reina era de incomparable pureza, cada una de sus actitudes parecía nacer del pincel de un pintor genial que hubiera sabido inscribir la belleza perfecta en el cuerpo de una mujer.
Tras haber vacilado mucho y haber hablado por última vez con Dolente, siempre tan ardorosa, Iset había tomado una decisión definitiva.
Esta vez actuaría.
Vaciando su espíritu de cualquier temor que pudiera comprometer su acción, Iset dio un paso más hacia el estanque. Actuar… Ya no debía apartarse de su objetivo.
Nefertari divisó a Iset.
—¡Ven a bañarte!
—No me encuentro bien, majestad.
La reina nadó ágilmente hasta el borde del estanque y salió por una escalera de piedra.
—¿Qué te ocurre?
—Lo ignoro…
—¿Te da preocupaciones Merenptah?
—No, se porta maravillosamente, y su fortaleza me sorprende cada día.
—Tiéndete en estas losas calientes, a mi lado.
—Perdonadme, no soporto el sol.
El cuerpo de Nefertari encantaba el alma; ¿no era, acaso, semejante al de la diosa de Occidente, cuya sonrisa iluminaba el aquí y el más allá? Tendida de espaldas, con los brazos a lo largo del cuerpo y los ojos cerrados, estaba a la vez cercana e inaccesible.
—¿Qué te atormenta, Iset?
La duda se apoderó de nuevo de la esposa secundaria de Ramsés; ¿debía seguir con su decisión o emprender la huida, a riesgo de pasar por una loca? Afortunadamente, Nefertari no la miraba. No, la ocasión era muy buena, Iset no debía dejarla pasar.
—Majestad… Majestad, quisiera…
Iset la bella se arrodilló junto al rostro de Nefertari; la reina permaneció inmóvil, vestida de luz.
—Majestad, he querido mataros.
—No te creo, Iset.
—Sí, tenía que confesároslo… El peso se me hacía insoportable. Ahora ya lo sabéis.
La reina abrió los ojos, se incorporó y tomó la mano de Iset la bella.
—¿Quién ha intentado convertirte en una criminal?
—Creí que no amabais a Ramsés y que solo la ambición os guiaba. ¡Estaba ciega y he sido estúpida! ¿Cómo pude prestar oídos a tan despreciables calumnias?
—Todos los seres tenemos momentos de debilidad, Iset; el mal intenta, entonces, apoderarse de la conciencia y estrangular el corazón. Resististe el terrible asalto, ¿no es eso lo esencial?
—Me avergüenzo de mí misma, me avergüenzo tanto… Cuando decidáis llevarme ante un tribunal, aceptaré mi condena.
—¿Quién te mintió sobre mí?
—Quería confesar mi falta, majestad, y no convertirme en una delatora.
—Al intentar destruirme, esperaban alcanzar a Ramsés; me debes la verdad, Iset, si amas al rey.
—¿No… No me odiáis?
—No eres ambiciosa ni intrigante, y has tenido el valor de reconocer tus errores; no solo no te odio sino que te aprecio aún más.
Iset lloró y habló abundantemente, liberando su corazón.
A orillas del Nilo, Moisés había reunido a miles de hebreos, acompañados de otros tantos curiosos llegados de los distintos barrios de la capital. Según el rumor, el dios guerrero de los hebreos iba a realizar un gran prodigio, demostrando que era más poderoso que todos los dioses de Egipto reunidos. ¿No debería el faraón satisfacer las exigencias del profeta?
En contra de la opinión de Ameni y de Serramanna, Ramsés había decidido dejarle actuar. Enviar al ejército y la policía para dispersar la manifestación habría sido una reacción desmesurada; ni Moisés ni los hebreos turbaban el orden público, y los vendedores ambulantes se felicitaban al ver aquella hormigueante muchedumbre.
Desde la terraza de su palacio, el faraón contemplaba el río en cuya orilla se había reunido una impaciente multitud; pero pensaba sobre todo en las espantosas revelaciones que acababa de hacerle Nefertari.
—¿Hay alguna duda?
—No, Ramsés; Iset era sincera.
—Debería castigarla severamente.
—Reclamo tu indulgencia; estuvo a punto de cometer un acto horrible por amor. Pero, gracias a ella, lo irreparable no se ha producido y sabemos que tu hermana Dolente te odia hasta el punto de llegar al crimen.
—Esperaba que hubiera vencido a los demonios que le corroen el alma desde hace tantos años… Pero me equivoqué. Nunca cambiará.
—¿Llevarás a Dolente ante la justicia?
—Negaría y acusaría a Iset la bella de haberlo inventado todo; el proceso podría terminar en un escándalo.
—¿La instigadora de un crimen quedará impune?
—No, Nefertari; Dolente ha utilizado a Iset, nosotros utilizaremos a Dolente.
En la orilla la muchedumbre se agitaba y lanzaba gritos.
Moisés había tirado su bastón al Nilo, cuyas aguas tomaron un tinte rojizo.
El profeta recogió un poco en una copa y la derramó en el suelo.
—¡Sed testigos del prodigio! Por voluntad de Yahvé, el agua del Nilo se ha convertido en sangre… Y si su deseo no es satisfecho, la sangre se extenderá por todos los canales del país y los peces morirán. Ésta es la primera plaga que sufrirá Egipto.
A su vez, Kha recogió la extraña agua de olor acre.
—Nada de eso ocurrirá, Moisés; lo que has predicho era solo las rojas aguas de la crecida. Durante unos días, el agua no es potable y no hay que consumir pescado alguno. Si se trata de un prodigio, se lo debemos a la naturaleza, y son sus leyes las que debemos respetar.
El joven y frágil Kha no sentía temor alguno ante el colosal Moisés. El hebreo contuvo su cólera.
—Son hermosas palabras, ¿pero cómo explicas que mi bastón haya provocado el ascenso del agua sangrienta?
—¿Quién discute a Moisés la calidad de profeta? Has sentido la transformación de las aguas, la fuerza que llegaba del sur y el día en que aparecería el agua rojiza. Conoces este país tan bien como yo, ninguno de sus secretos se te escapan.
—Hasta hoy —atronó Moisés—, Yahvé se ha limitado a advertencias. Puesto que Egipto sigue dudando, le infligirá otras plagas, más dolorosas aún.