Al cabo de una docena de largas entrevistas con Uri-Techup, Ramsés lo supo todo sobre el ejército hitita, su estrategia preferida, su armamento, sus fuerzas y sus debilidades. El general caído se había mostrado muy cooperante, pues deseaba perjudicar a Hattusil. A cambio de las informaciones que ofrecía, Uri-Techup disfrutaba de una casa, de dos servidores sirios, de un alimento al que se había aficionado enseguida y de una estrecha vigilancia policial.
Ramsés pudo darse cuenta entonces de la magnitud y la ferocidad del monstruo al que se había enfrentado con el ardor de la juventud. Sin la protección de Amón y de Seti, su imprudencia habrían llevado a Egipto al desastre. Aun debilitado, el Hatti seguía siendo una temible potencia militar. Una alianza, por restringida que fuese, entre Egipto y el Hatti se traduciría en una paz duradera para la región, pues ningún pueblo se atrevería a atacar semejante bloque.
Ramsés hablaba de esta perspectiva con Nefertari, a la sombra de un sicomoro, cuando un jadeante Ameni le anunció la llegada de Acha.
El largo periodo de exilio del jefe de la diplomacia egipcia no le había cambiado. Su cabeza larga y fina, su bigotito muy cuidado, sus ojos brillantes de inteligencia, sus miembros esbeltos podían hacerle parecer desdeñoso y distante, y era fácil creer que pasaba por la vida con suprema ironía.
Acha se inclinó ante la pareja real.
—Que vuestras majestades me perdonen, pero no he tenido tiempo de ducharme, darme un masaje y perfumarme… Quien se atreve a presentarse ante vos es una especie de sucio nómada, pero el mensaje del que soy portador es demasiado urgente para sacrificarlo a mi comodidad personal.
—Dejaremos para más tarde las congratulaciones —dijo Ramsés—, aunque tu regreso nos procure una de esas alegrías que se graban en la memoria.
—En mi estado, recibir el abrazo de mi rey sería casi un crimen de lesa majestad. ¡Qué hermoso es Egipto, Ramsés! Solo un gran viajero es capaz de apreciar su refinamiento.
—Falso —repuso Ameni—; viajar deforma el espíritu. En cambio, no abandonar el despacho y contemplar las estaciones por la ventana permite disfrutar nuestra buena vida.
—Dejemos también para más tarde este conflicto —exigió Ramsés—; ¿has sido expulsado del Hatti, Acha?
—No, pero el emperador Hattusil quería que te transmitiera sus exigencias en persona.
—¿Me anuncias el comienzo de conversaciones que conduzcan a la paz?
—Hubiera sido mi mayor deseo… Por desgracia, soy portavoz de un ultimátum.
—¿Acaso Hattusil es tan belicoso como Uri-Techup?
—Hattusil admite que firmar la paz con Egipto acabaría con la amenaza asiria, pero la dificultad es, precisamente, Uri-Techup.
—¡Tu maniobra fue espléndida! Gracias a ella, lo sé todo sobre el ejército hitita.
—Será muy útil en caso de conflicto, lo admito; si no le devolvemos a Uri-Techup, Hattusil proseguirá la guerra.
—Uri-Techup es nuestro huésped.
—Hattusil quiere ver su cadáver ardiendo en una pira.
—He concedido asilo político al hijo de Muwattali y no faltaré a mi palabra. De lo contrario, Maat dejaría de reinar en Egipto para dar paso a la mentira y la cobardía.
—Es lo que le he dicho a Hattusil, pero no cambiará de opinión: o Uri-Techup es extraditado y la paz se hace abordable, o proseguirá el conflicto.
—Yo tampoco pienso ceder: Egipto no pisoteará el derecho de asilo, Uri-Techup no será extraditado.
Acha se derrumbó en un sillón de respaldo bajo.
—Tantos años perdidos, tantos esfuerzos reducidos a nada… Era el riesgo que corríamos, y tu majestad tiene razón: mejor es la guerra que el perjurio. Al menos, estamos mejor informados para combatir con los hititas.
—¿El faraón me autoriza a intervenir? —preguntó Nefertari.
La voz dulce y pausada de la gran esposa real encantó al monarca, al embajador y al escriba.
—En el pasado, fueron las mujeres las que liberaron Egipto del ocupante —recordó Nefertari—, también fueron mujeres las que negociaron los tratados de paz con las cortes extranjeras; ¿no prosiguió la propia Tuya esta tradición, enseñándome el ejemplo a seguir?
—¿Qué propones? —preguntó Ramsés.
—Escribiré a la emperatriz Putuhepa; si consigo convencerla de que inicie negociaciones, ¿no convencerá a su marido para que se muestre menos intransigente?
—El obstáculo que representa Uri-Techup no puede ser suprimido —objetó Acha—; sin embargo, la emperatriz Putuhepa es una mujer brillante e inteligente, más preocupada por la grandeza del Hatti que por su propio interés. Que la reina de Egipto se dirija a ella no la dejará insensible. Como la influencia que Putuhepa ejerce sobre Hattusil no es desdeñable, tal vez la gestión tenga consecuencias favorables. No voy a ocultar a la gran esposa real las dificultades de su empresa.
—Perdonadme que os deje —dijo Nefertari—, pero comprenderéis que pesa sobre mí una difícil tarea.
Admirado y conmovido, Acha contempló a la reina, que se alejaba ya, aérea y luminosa.
—Si Nefertari consigue abrir una brecha —dijo Ramsés a su embajador—, regresarás al Hatti. Nunca extraditaré a Uri-Techup, pero obtendrás la paz.
—Pides lo imposible; por eso me gusta tanto trabajar para ti.
El rey se dirigió a Ameni.
—¿Le has pedido a Setaú que venga urgentemente?
—Sí, majestad.
—¿Qué ocurre? —se inquietó Acha.
—Moisés se considera el intérprete de su dios único, ese Yahvé que le ha ordenado sacar a los hebreos de Egipto —le explicó Ameni.
—¿Quieres decir… a todos los hebreos?
—Para él, se trata de un pueblo que tiene derecho a la independencia.
—¡Es una locura!
—No solo es imposible razonar con Moisés sino que, además, se vuelve amenazador.
—¿Le tienes miedo?
—Lo que más me preocupa es que nuestro amigo Moisés se vuelva un temible enemigo —declaró Ramsés—, y he aprendido a no subestimar a mis adversarios; por eso es indispensable la presencia de Setaú.
—Que lástima —deploró Acha—; Moisés era un ser fuerte y recto.
—Sigue siéndolo, pero ha puesto sus cualidades al servicio de un dogma y una verdad definitiva.
—Me asustas, Ramsés. ¿No será esta guerra más temible que un conflicto con los hititas?
—Ganaremos o pereceremos.
Setaú posó sus anchas manos en los frágiles hombros de Kha.
—¡Por todas las serpientes de la tierra, estás hecho un hombre!
El contraste entre los dos personajes era encantador. Kha, el hijo mayor de Ramsés, era un joven escriba de tez pálida y aspecto frágil; Setaú, fornido, viril, con la piel mate, los músculos abultados, la cabeza cuadrada, mal afeitado, vestido con una túnica de piel de antílope provista de múltiples bolsillos, tenía un aspecto de aventurero y de buscador de oro.
A simple vista, nadie habría imaginado que pudiera unirlos ningún tipo de amistad. Sin embargo, Kha consideraba a Setaú como el maestro que le había iniciado en el conocimiento de lo invisible, y Setaú veía en Kha a un ser excepcional, capaz de llegar hasta el corazón de los misterios.
—Temo que hayas cometido muchas tonterías desde mi marcha —deploró Setaú.
Kha sonrió.
—Muy bien… De todos modos, espero no decepcionaros.
—¡Te han concedido un ascenso!
—Cumplo con algunas funciones rituales en el templo, es cierto… Pero no he tenido elección. Y además… me satisfacen mucho.
—¡Enhorabuena, muchacho! Pero, dime… No veo tu amuleto en el cuello ni la venda alrededor de tu muñeca.
—Me los quité durante la purificación, en el templo, y luego no los encontré, puesto que habéis regresado, ya no hay riesgo alguno, y más después de haberme beneficiado de la magia de los ritos.
—De todos modos, deberías llevar amuletos.
—¿Los lleváis vos, Setaú?
—Tengo mi piel de antílope, en efecto.
Una flecha se clavó en pleno blanco, con gran sorpresa de ambos hombres, que estaban en el campo de tiro donde se entrenaban los arqueros de élite. Era el lugar donde el rey los había citado.
—Ramsés sigue siendo muy diestro —advirtió Setaú.
Kha miró a su padre, que en esos momentos dejaba el arco que solo él conseguía tensar y que había utilizado durante la batalla de Kadesh. La estatura del monarca parecía haber aumentado más aún. Solo con su presencia ya encarnaba la suprema autoridad.
Kha se prosternó ante aquel ser que era mucho más que su padre.
—¿Por qué nos has reunido aquí? —preguntó Setaú.
—Porque mi hijo y tú vais a ayudarme a librar un combate y será preciso apuntar bien.
Kha respondió sin rodeos.
—Temo no ser muy hábil.
—Desengáñate, hijo mío; tendremos que luchar con ingenio y magia.
—Pertenezco al personal del templo de Amón y…
—Los sacerdotes te han elegido, por unanimidad, superior de su comunidad.
—¡Pero… si aún no he cumplido los veinte años!
—La edad no importa; sin embargo, he rechazado su proposición.
Kha se sintió aliviado.
—Acabo de recibir una mala noticia —reveló Ramsés—: en Menfis acaba de desaparecer el sumo sacerdote de Ptah. Te he elegido para sucederle, hijo mío.
—Yo, sumo sacerdote de Ptah… Pero he…
—Es mi voluntad. Por esta razón, formarás parte de los notables ante quienes desea comparecer Moisés.
—¿Qué se propone? —preguntó Setaú.
—Dada mi negativa a permitir que los hebreos se aventuren por el desierto, Moisés amenaza a Egipto con castigos infligidos por su dios. ¿El nuevo sumo sacerdote de Ptah y el mejor de mis hechiceros sabrán disipar la ilusión?