Con los fuertes calores de mayo llegó el tiempo de la recolección, después de que se hubieron medido las cosechas en los campos. Los segadores separaban las doradas espigas del tallo, la paja quedaba en el campo; valerosos e infatigables, los asnos transportaban el trigo hacia las eras. El trabajo era duro, pero no faltaba pan, ni fruta, ni agua fresca. Y ningún vigilante se hubiera atrevido a impedir la siesta.
Era el tiempo que Homero había elegido para dejar de escribir. Cuando Ramsés le visitó, el poeta no fumaba hojas de salvia en la cazoleta de su pipa, hecha con una concha de caracol; vestido con una túnica de lana, a pesar de la canícula, estaba tendido en una cama, al pie de su limonero, con la cabeza apoyada en una almohada.
—Majestad… No esperaba volver a veros.
—¿Qué os sucede?
—Es la edad. Mi mano está cansada y mi corazón, también.
—¿Por qué no habéis convocado a los médicos de palacio?
—No estoy enfermo; ¿acaso la muerte no forma parte de la armonía? Héctor, mi gato blanco y negro, me ha abandonado. No tengo ánimos por sustituirlo.
—Os quedan obras por escribir, Homero.
—Di lo mejor de mí mismo en la Ilíada y la Odisea. Puesto que ha llegado el último párrafo, ¿por qué rebelarse?
—Vamos a cuidaros.
—¿Desde cuándo reináis, majestad?
—Desde hace quince años.
—Todavía no tenéis suficiente experiencia para mentir a un viejo que ha visto morir a tantos hombres. La muerte corre por mis venas, hiela mi sangre, y ningún médico podría impedir su conquista. Pero hay algo más importante. Mucho más importante: vuestros antepasados construyeron un país único, sabed preservarlo. ¿Cómo está la situación con los hititas?
—Acha ha cumplido su misión: esperamos firmar un tratado que ponga fin a las hostilidades.
—Que agradable es abandonar en paz esta tierra, tras haber escrito tanto sobre la guerra… «El brillo luminoso del sol cae en el océano —dice uno de mis héroes—, se hunde en la tierra fecunda, y llega la negra noche, la noche tenebrosa que los vencidos desean con ardor.» Hoy yo soy el vencido y aspiro a las tinieblas.
—Os haré construir una magnífica morada de eternidad.
—No, majestad… Sigo siendo griego y, para mi pueblo, el otro mundo es solo olvido y sufrimiento. A mi edad, es muy tarde para abandonar las creencias. Aunque este porvenir no os parezca muy alegre, es el que me he preparado.
—Nuestros sabios afirman que las obras de los grandes escritores serán más duraderas que las pirámides.
Homero sonrió.
—¿Me concederéis un último favor, majestad? Tomad mi mano diestra, la que escribe… Gracias a vuestra fuerza, me será más fácil pasar al otro lado.
Y el poeta se extinguió, apacible.
Homero descansaba en un túmulo, junto a su limonero; en el sudario, un ejemplar de la Ilíada y de la Odisea, y un papiro que relataba la batalla de Kadesh. Solo Ramsés, Nefertari y Ameni, muy afectados, habían asistido al entierro.
Cuando el monarca volvió a su despacho, Serramanna le presentó un informe.
—Ningún rastro del mago Ofir, majestad; sin duda ha salido de Egipto.
—¿Puede estar oculto entre los hebreos?
—Si ha cambiado de apariencia y se ha ganado su confianza, ¿por qué no?
—¿Qué dicen tus confidentes?
—Desde que Moisés fue reconocido como jefe de los hebreos, no han vuelto a abrir la boca.
—Entonces es porque ignoran lo que están tramando.
—Sí y no, majestad.
—Explícate, Serramanna.
—Solo puede tratarse de una rebelión dirigida por Moisés y los enemigos de Egipto.
—Moisés me ha pedido una entrevista privada.
—¡No se la concedáis, majestad!
—¿Qué temes?
—Que intente suprimiros.
—¿No son excesivos tus temores?
—Un rebelde es capaz de todo.
—Moisés es mi amigo de la infancia.
—Ha olvidado dicha amistad, majestad.
La luz de mayo inundaba el despacho de Ramsés, iluminado por tres grandes ventanas caladas, una de las cuales daba a un patio interior donde había varios carros. Muros blancos, sillón de respaldo recto para el monarca y sillas de paja para sus visitantes, un armario para papiros y una gran mesa componían un austero decorado que Seti no habría condenado. Seti, cuya estatua contemplaba tantas veces Ramsés.
Y entró Moisés.
Alto, ancho de hombros, de abundante cabellera y poblada barba, con el rostro marcado, el hebreo mostraba una poderosa madurez.
—Siéntate, Moisés.
—Prefiero permanecer de pie.
—¿Qué deseas?
—Mi ausencia ha sido larga y tanto más profunda mi reflexión.
—¿Te ha llevado a la sabiduría?
—Fui instruido en toda la sabiduría de los egipcios, ¿pero qué es eso comparado con la voluntad de Yahvé?
—¿No has renunciado pues a tus insensatos proyectos?
—Al contrario, he convencido a la mayoría de mi pueblo de que me siga. Y pronto estarán todos a mi lado.
—Recuerdo las palabras de mi padre, Seti: «El faraón no debe tolerar a rebelde ni agitador. De lo contrario, sería el fin del reinado de Maat y el advenimiento del desorden. Y éste engendra la infelicidad para todos, grandes y pequeños».
—La ley que Egipto observa no concierne ya a los hebreos.
—Mientras sigan viviendo en esta tierra, tendrán que someterse a ella.
—Concede a mi pueblo autorización para ir a tres días de camino, en el desierto, para hacer allí un sacrificio a Yahvé.
—Las razones de seguridad que te expuse me obligan a responderte de modo negativo.
Moisés estrechó con más fuerza su nudoso bastón.
—Esa respuesta no me satisface en absoluto.
—En nombre de la amistad, olvidaré tu insolencia.
—Soy consciente de que me dirijo al faraón, señor de las Dos Tierras, y no tengo la menor intención de faltarle al respeto. Sin embargo, las exigencias de Yahvé están ahí, y siguen expresándose por mi voz.
—Si incitas a los hebreos a la rebelión, me obligarás a reprimirla.
—También soy consciente de ello. Por eso, Yahvé utilizará otros medios. Si persistes en negar a los hebreos la libertad que exigen, Dios abrumará Egipto con terroríficos males.
—¿Crees que vas a asustarme?
—Defenderé mi causa ante tus notables y tu pueblo, y el infinito poder de Yahvé los convencerá.
—Egipto no puede temer nada de ti, Moisés.
¡Qué hermosa era Nefertari! Ramsés la admiraba mientras ella dirigía los ritos de consagración de una nueva capilla dedicada a la lejana diosa.
Ella, dulzura de amor, aquella cuya voz concedía la alegría y no pronunciaba ninguna palabra en vano, ella, que llenaba el palacio de su perfume y su gracia, ella, que sabía ver el bien y el mal sin confundirlos jamás, se había convertido en la adulada soberana de las Dos Tierras. Ataviada con un collar de oro de seis vueltas y una corona con dos altas plumas, parecía pertenecer al universo de las diosas, donde juventud y belleza nunca se apagan.
En la mirada de su madre, Tuya, Ramsés advirtió cierta felicidad: la de comprobar que la reina que le había sucedido era digna de Egipto. Su ayuda, discreta pero eficaz, había permitido a Nefertari florecer y hallar el tono justo que caracteriza a las grandes soberanas.
El rito fue seguido por una recepción en honor de Tuya. Todos los cortesanos quisieron felicitar a la reina madre, que escuchó distraídamente las acostumbradas trivialidades.
El diplomático Meba consiguió por fin acercarse a Tuya y al faraón. Con una amplia sonrisa en los labios, trenzó las alabanzas a la viuda de Seti.
—Considero insuficiente tu trabajo en el Ministerio de Asuntos Exteriores —le interrumpió Ramsés—; en ausencia de Acha, deberías intercambiar más correspondencia con nuestros aliados.
—Majestad, la cantidad y calidad de los tributos que os prometen son excepcionales. Tened la seguridad de que he negociado a muy alto precio el apoyo de Egipto. Numerosos embajadores solicitan su acreditación para rendir homenaje a vuestra majestad, pues nunca fue mayor el prestigio de un faraón.
—¿Tienes algo más que comunicarme?
—Sí, majestad: Acha acaba de anunciar su inminente regreso a Pi-Ramsés. Pienso organizar una hermosa recepción para festejarlo.
—¿Precisa el despacho las razones de este viaje?
—No, majestad.
El rey y su madre se alejaron.
—¿Continúa estableciéndose la paz, Ramsés?
—Sin duda, Acha no ha escrito claramente a Meba ni ha abandonado de pronto el Hatti para anunciarme una buena nueva.