En Abu Simbel, Setaú se había apasionado por una obra que impulsaba con constante energía, para ofrecer a la pareja real un inigualable monumento; en Tebas, Bakhen hacía progresar la construcción del templo de millones de años de Ramsés; y la capital de las fachadas de turquesa se embellecía día tras día.
En cuanto el faraón regresó a Pi-Ramsés, Ameni sitió su despacho. Angustiado por la idea de haber podido cometer un error, el secretario particular y portasandalias del rey trabajaba día y noche, sin permitirse el menor descanso. Casi calvo y un poco más delgado, a pesar de su enorme apetito, el jefe oculto de la administración egipcia dormía poco, sabía todo lo que ocurría en la corte, aunque jamás aparecía por ella, y seguía rechazando los títulos honoríficos que querían concederle. Aunque se quejara de su frágil espalda y de sus doloridos huesos, Ameni llevaba personalmente los expedientes confidenciales de los que quería hablar con Ramsés, sin preocuparse por el peso de los papiros y las tablillas de madera.
Provisto del portapinceles de madera dorada que el rey le había regalado, el escriba sentía una verdadera devoción por Ramsés, al que se sentía unido por vínculos invisibles pero imposibles de romper; ¿y cómo no admirar la obra del Hijo de la Luz que se inscribía, ya, en la larga sucesión de dinastías como uno de los más extraordinarios representantes de la institución faraónica? Ameni se felicitaba día tras día por haber tenido la suerte de nacer en el siglo de Ramsés.
—¿Has tenido graves dificultades, Ameni?
—Nada insuperable. La reina madre, Tuya, me ha ayudado mucho; cuando algunos funcionarios demostraban mala voluntad, intervenía de modo vigoroso. Nuestro Egipto es próspero, majestad, pero no debemos descuidarnos. Unos días de retraso en el mantenimiento de los canales, una falta de atención en el recuento de las cabezas de ganado, cierta indulgencia con los escribas perezosos, y todo el edificio amenazaría con derrumbarse.
—¿Cuál es el último mensaje de Acha?
Ameni sacó el pecho.
—Hoy puedo afirmar que nuestro compañero de universidad es un verdadero genio.
—¿Cuándo vuelve del Hatti?
—Bueno… Se queda en la capital hitita.
Ramsés se extrañó.
—Su misión debía concluir con el advenimiento de Hattusil.
—Se ve obligado a prolongarla, pero nos reserva una gran sorpresa.
Viendo el entusiasmo de Ameni, Ramsés comprendió que Acha había dado un nuevo golpe espectacular. Dicho de otro modo, había conseguido llevar a buen puerto todo el plan concebido con Ramsés, a pesar de las insuperables dificultades que conllevaba.
—¿Tu majestad me permite abrir la puerta de su despacho para introducir a un visitante de excepción?
Ramsés asintió, preparándose para vivir una extraña victoria debida a la habilidad de su ministro de Asuntos Exteriores.
Serramanna empujaba ante sí a un hombre alto, musculoso, de largos cabellos y pecho cubierto de vello rojizo.
Vejado por el gesto del sardo, Uri-Techup se volvió hacia el coloso blandiendo el puño.
—¡No trates así al legítimo emperador del Hatti!
—Y tú no levantes la voz en este reino que te concede su hospitalidad —intervino Ramsés.
Uri-Techup intentó sostener la mirada del faraón, pero solo lo consiguió por unos instantes. El guerrero hitita sentía el cruel peso de la derrota. Comparecer así ante Ramsés, como un vulgar fugitivo… Ramsés, cuyo poder le fascinaba y le dominaba.
—Solicito asilo político a vuestra majestad, y conozco su precio. Responderé a todas vuestras preguntas referentes a las fuerzas y las debilidades del ejército hitita.
—Comencemos de inmediato —exigió Ramsés.
Con el abrasador fuego de la humillación en sus venas, Uri-Techup se inclinó.
El vergel de palacio era floreciente; un granado, un enebro, una higuera y un árbol de incienso rivalizaban en belleza. A Iset la bella le gustaba pasear por allí con Merenptah. La robusta constitución de aquel muchacho, de nueve años de edad, sorprendía a sus preceptores; al hijo menor de Ramsés le gustaba jugar con Vigilante, el perro dorado; a pesar de su respetable edad, el animal se sometía a los caprichos del niño. Corrían juntos detrás de las mariposas sin alcanzarlas nunca. Luego, Vigilante se tumbaba largo rato y se sumía en un sueno reparador. En cuanto a Matador, el león nubio, había aceptado dejarse acariciar por Merenptah, impresionado primero, confiado más tarde.
Iset añoraba la época, lejana ya, en la que Kha, Meritamón y Merenptah se divertían en aquel vergel o en el jardín vecino, y saboreaban sin trabas la despreocupación de la infancia. Hoy, Kha estudiaba en el templo y la hermosa Meritamón, a la que grandes dignatarios habían pedido ya en matrimonio, se consagraba a la música sacra. Iset la bella recordaba con nostalgia los momentos de felicidad que había pasado con ese muchachito, demasiado serio con su material de escritura, y con la encantadora niña con su arpa portátil, demasiado grande para ella. Pero eso pertenecía al pasado.
¿Cuántas veces había visto Iset a Dolente, cuántas horas habían pasado hablando de Nefertari, de su ambición y su hipocresía? Al pensar en ello, a la segunda esposa del rey la cabeza le daba vueltas. Fatigada, vencida por la obstinación de Dolente, había decidido actuar.
Iset había dejado dos copas llenas de jugo de algarrobo en una mesa baja de sicomoro, cuya decoración pintada representaba lotos azules. La que ofrecería a Nefertari contenía un veneno de efecto lento. Cuando la gran esposa real se extinguiera, dentro de cuatro o cinco semanas, a nadie se le ocurriría acusar a Iset la bella. Dolente le había entregado el arma invisible del crimen, afirmando que solo la justicia divina sería responsable de la desaparición de Nefertari.
Poco antes de la puesta del sol, la reina penetró en el vergel; se quitó la diadema y besó a Merenptah e Iset.
—Una jornada agotadora —confesó.
—¿Habéis visto al rey, majestad?
—Por desgracia, no. Ameni le asedia y, por mi parte, debo resolver mil y un problemas urgentes.
—¿No os aturde el torbellino de la vida pública y las obligaciones rituales?
—Más de lo que imaginas, Iset. ¡Qué feliz era en Nubia! Ramsés y yo no nos separábamos, cada segundo era una maravilla.
—Sin embargo…
La voz de Iset temblaba; Nefertari se sintió intrigada.
—¿Te encuentras mal?
—No, pero… estoy…
Iset la bella no conseguía controlarse; hizo la pregunta que le abrasaba los labios y el corazón.
—Majestad, ¿amáis realmente a Ramsés?
Una sombra de contrariedad veló por un instante el rostro de Nefertari. Una radiante sonrisa la disipó.
—¿Por qué lo dudas?
—En la corte se murmura…
—La corte murmura como grazna la urraca, y nadie conseguirá hacer callar nunca a esa gente cuya única tarea es la maledicencia y la calumnia. ¿No lo sabes desde hace mucho tiempo?
—Sí, claro, pero…
—Pero yo soy de origen modesto y me he casado con Ramsés: he aquí el origen del rumor. ¿No era inevitable?
Nefertari miró a Iset directamente a los ojos.
—Amé a Ramsés desde nuestro primer encuentro, desde el primer segundo en que le vi, pero no quería reconocerlo. Y ese amor no dejó de crecer hasta nuestra boda, y no deja de crecer desde entonces, y perdurará más allá de nuestra muerte.
—¿No exigisteis la construcción de un templo dedicado a vuestra gloria, en Abu Simbel?
—No, Iset; es el faraón quien desea celebrar en la piedra la inalterable unidad de la pareja real. ¿Quién, si no él, puede concebir tan grandiosos proyectos?
Iset la bella se levantó y se dirigió a la mesa baja en la que había depositado las dos copas.
—Amar a Ramsés es un inmenso privilegio —prosiguió Nefertari—; soy toda suya y él lo es todo para mí.
Iset golpeó la mesa con la rodilla; ambas copas cayeron y su contenido se derramó en la hierba.
—Perdonadme, majestad, estoy conmovida; olvidad mis absurdas y despreciables dudas.
El emperador Hattusil había hecho retirar los trofeos guerreros que adornaban la sala de audiencias de su palacio. La piedra gris y fría, demasiado austera para su gusto, seguía cubierta con tapices de decoración geométrica y de vivos colores.
Hattusil se había envuelto en una ancha pieza de tela multicolor, con el cuello adornado por un collar de plata, un brazalete en el codo izquierdo y los cabellos sujetos por una cinta, y se había puesto un gorro de lana que pertenecía a su difunto hermano. Ahorrador, poco preocupado por su apariencia, administraba las finanzas del Estado con un rigor desconocido hasta entonces.
Los principales representantes de la casta de los mercaderes se sucedían en la sala de audiencias para definir con el emperador las prioridades económicas del país. La emperatriz Putuhepa, colocada a la cabeza de la casta religiosa, participaba en aquellas entrevistas y defendía una importante reducción de los créditos atribuidos al ejército. Pese a sus recuperados privilegios, los mercaderes se extrañaban ante esa actitud: ¿no estaba el Hatti en guerra contra Egipto?
Siguiendo un método que conocía muy bien, Hattusil multiplicaba las entrevistas particulares con comerciantes y oficiales superiores, e insistía en las ventajas de una tregua prolongada, sin pronunciar nunca la palabra «paz». Putuhepa desplegaba la misma estrategia en los medios religiosos, y Acha, el embajador egipcio, ofrecía una prueba evidente de la mejoría de las relaciones entre las dos potencias adversarias. Puesto que Egipto renunciaba a atacar el Hatti, ¿no debía éste tomar una iniciativa que aspirara al cese del conflicto?
Pero acababa de estallar un trueno que destruía aquel hermoso edificio de ilusiones.
Hattusil convocó inmediatamente a Acha.
—Deseo informaros de la decisión que acabo de tomar, y que comunicaréis a Ramsés.
—¿Una oferta de paz, majestad?
—No, Acha, la confirmación de que la guerra prosigue.
El embajador se derrumbó.
—¿Por qué tan súbito cambio?
—Acabo de saber que Uri-Techup ha solicitado y obtenido asilo político en Egipto.
—¿Y el detalle os sorprende hasta el punto de cuestionar nuestros acuerdos?
—Vos, Acha, le ayudasteis a salir del Hatti y a refugiarse en vuestro país.
—Eso pertenece al pasado, majestad.
—Quiero la cabeza de Uri-Techup; el traidor debe ser condenado y ejecutado. No se iniciará ninguna negociación de paz hasta que el asesino de mi hermano haya vuelto al Hatti.
—Si permanece confinado en Pi-Ramsés, ¿qué podéis temer de él?
—Quiero ver su cadáver ardiendo en una pira, aquí, en mi capital.
—Es poco probable que Ramsés acepte romper su palabra y extraditar a un hombre al que ha concedido su protección.
—Marchaos inmediatamente a Pi-Ramsés, convenced a vuestro rey y traedme a Uri-Techup. De lo contrario, mi ejército invadirá Egipto y yo mismo capturaré al traidor.