Aunque albergara un profundo desprecio hacia los hebreos, el siniestro Ofir consideraba con cinismo que el barrio de los ladrilleros le ofrecía un refugio muy seguro, aunque fuera necesario cambiar con frecuencia de morada para gozar de mayor seguridad. Gracias a unos falsos testimonios, sabiamente distribuidos, Serramanna había acabado creyendo que el mago sirio había salido de Egipto; por lo que se había resignado a abandonar sus investigaciones. Sólo se habían mantenido las patrullas habituales, encargadas de evitar los desórdenes nocturnos. Sin embargo, el mago no alardeaba. Desde hacía muchos meses, la situación se había inmovilizado; en el decimoquinto año del reinado de Ramsés, que tenía treinta y siete, el reino de Egipto mostraba una insolente salud.
Las noticias procedentes del Imperio hitita eran extrañas y poco tranquilizadoras; ciertamente, Uri-Techup seguía predicando la guerra a ultranza contra Egipto, pero no lanzaba ofensiva alguna. Además, el territorio protector que formaban Siria del Sur y Canaán estaba ocupado por tropas egipcias, aguerridas y capaces de rechazar un asalto en masa. ¿Por qué vacilaba así el bullente Uri-Techup? Los breves mensajes que los beduinos transmitían a Ofir no le daban explicación alguna.
En el sur, Chenar no conseguía soliviantar a las tribus nubias. Las interminables discusiones proseguían, sin resultados concretos.
En la corte, Dolente intentaba ganarse la amistad de Iset la bella, para convencerla de que actuara; pero la segunda esposa del rey no parecía dispuesta a tomar una decisión.
Por lo que a Meba se refería, incapaz de conocer el contenido de los textos codificados que Acha enviaba a Ameni, resultaba de una deplorable ineficacia; ciertamente, había obtenido informaciones precisas sobre el equipamiento mágico del joven Kha, pero el hijo mayor de Ramsés llevaba una vida estudiosa y sin sobresaltos, en la que Ofir no había encontrado rendija alguna.
Tras un largo viaje, durante el que había fundado numerosos templos, Ramsés había regresado a la capital. Nefertari resplandecía de felicidad. Pese a los riesgos de la guerra, la pareja real gozaba de extraordinaria popularidad; todos estaban convencidos de que el país se arraigaba en una prosperidad duradera y de que sabrían protegerle contra toda agresión exterior.
Después de hacer un balance tan poco esperanzado, Ofir lanzaba rayos y culebras. Pasaban los años, y la esperanza de derribar a Ramsés desaparecía. Él, el maestro de espías, que nunca había dudado del éxito de su misión, comenzaba a preocuparse y a ceder al desaliento.
Estaba sentado al fondo de la estancia de recepción, en la oscuridad, cuando un hombre entró en su casa.
—Quisiera hablar con vos.
—Moisés…
—¿Estáis ocupado?
—No, reflexionaba.
—Ramsés ha vuelto por fin y he tenido la paciencia de aguardarle, como me habíais aconsejado.
La firmeza del tono de Moisés devolvió la confianza a Ofir; ¿se decidiría el hebreo a tomar la iniciativa?
—He reunido al consejo de ancianos —prosiguió el profeta—, y han decidido nombrarme portavoz ante el faraón.
—El éxodo sigue vigente pues.
—El pueblo hebreo saldrá de Egipto porque esta es la voluntad de Yahvé. ¿Habéis cumplido vuestros compromisos?
—Nuestros amigos beduinos han entregado las armas; están almacenadas en los sótanos.
—No recurriremos a la violencia, pero sería preferible disponer de un medio de defensa por si fuéramos perseguidos.
—¡Lo seréis, Moisés, lo seréis! Ramsés no aceptará la insurrección de todo un pueblo.
—No deseamos rebelarnos, sólo salir de este país y llegar a la tierra que se nos ha prometido.
Ofir estaba exultante interiormente. ¡Por fin un motivo de alegría! Moisés iba a crear un clima de inseguridad, propicio para la intervención militar de Uri-Techup.
Frente al friso de los doce dioses del santuario de Yazilikaya, la sacerdotisa Putuhepa, con sus largos cabellos recogidos en un moño y ocultos por un gorro, estaba tendida en un lecho de piedra, como muerta.
Había absorbido un peligroso brebaje que la sumiría en un profundo sueño durante tres días y tres noches. No había medio más seguro de ponerse en contacto con las potencias del destino y desvelar su voluntad.
La consulta con los oráculos normales, siempre desfavorables para Uri-Techup, no había bastado para tomar una decisión que comprometía la existencia de Hattusil y la suya propia: había decidido, pues, utilizar un método radical, aunque peligroso.
Ciertamente, la totalidad de la casta de los mercaderes y una parte no desdeñable del ejército, tras un intenso trabajo de zapa, se pronunciaba en favor de Hattusil, ¿pero no estarían, Putuhepa y él, haciéndose ilusiones sobre su porvenir? Gracias al oro de Acha, el embajador egipcio, numerosos oficiales superiores abogaban por reforzar las defensas interiores y los puestos fronterizos, y por el abandono del plan de ataque contra Egipto. ¿Pero no cambiarían de opinión si Uri-Techup descubría la conspiración que contra él se tramaba?
Discutir la toma del poder por Uri-Techup se traduciría, antes o después, en una guerra civil de inciertos resultados; por ello Hattusil, pese al abundante apoyo del que disponía, seguía dudando en lanzarse a una mortífera aventura durante la que desaparecerían miles de hititas.
Por eso Putuhepa deseaba practicar la ensoñación premonitoria, que solo se produciría durante un periodo de sueño forzado.
A veces, el sujeto no despertaba; otras, su espíritu perdía lo esencial de sus facultades. Hattusil había emitido, pues, una opinión desfavorable, pese a la insistencia de su esposa; y Putuhepa había vuelto diez veces a la carga antes de obtener, por fin, su asentimiento.
Y yacía, inmóvil, respirando apenas, desde hacía tres días y tres noches. Según los libros de adivinación, ahora abriría los ojos y revelaría lo que las potencias del destino le habían enseñado.
Nervioso, Hattusil estrujó los bordes de su manto de lana.
El plazo había transcurrido.
—Putuhepa… ¡Despierta, te lo ruego!
Un respingo. No, se equivocaba… Putuhepa no se había movido. ¡Sí, era un respingo! Putuhepa abrió los ojos, miró fijamente la roca donde se habían esculpido los doce dioses.
Entonces, de su boca brotó una voz, una voz lenta y profunda que Hattusil no reconoció.
—He visto al dios de la Tormenta y a la diosa Ishtar… Ambos me han dicho: «Apoyamos a tu marido y el país entero se pondrá de su parte, mientras su enemigo parecerá un cerdo en su pocilga».
La quinta amante hitita de Acha tenía una mano dulce, tan dulce que le hizo pensar en la miel y el rocío primaveral; le proporcionaba caricias tan insistentes que despertaron en él nuevas sensaciones y un placer cuya intensidad le sumergía.
La joven poseía cualidades idénticas a las precedentes, pero Acha ya comenzaba a añorar a las egipcias, las riberas del Nilo y los palmerales.
El amor era el único paliativo para la atmósfera pesada y aburrida de la capital hitita. Se añadían a él numerosas entrevistas con los principales representantes de la casta de los mercaderes y algunos discretos militares de alto rango. Oficialmente, Acha proseguía sus largas negociaciones con Uri-Techup, el nuevo señor del Hatti, sucesor de Muwattali, cuya agonía parecía interminable pero cuyas fuerzas declinaban. El egipcio tenía también una misión oficiosa: acosar a Hattusil, descubrir su escondrijo y entregarlo a Uri-Techup.
A intervalos regulares, cuando el hijo del emperador regresaba de sus periodos de entrenamiento a la cabeza de los carros, la caballería o la infantería, mantenidos en permanente estado de alerta, Acha le hacía un detallado informe.
Los soldados de Uri-Techup habían estado a punto de arrestar a Hattusil tres veces, avisado en el último momento por algún aliado en la sombra.
Esta vez, Acha y su amante habían abandonado sus escarceos cuando Uri-Techup entró en la habitación del embajador egipcio.
La mirada del jefe guerrero era dura, casi fija.
—Tengo buenas noticias —dijo Acha, que se frotaba las manos con aceite perfumado.
—Yo también —declaró Uri-Techup con el ardor de un vencedor—. Mi padre Muwattali acaba de morir por fin y soy el único dueño del Hatti.
—Felicidades… Pero queda Hattusil.
—No escapará ya mucho tiempo, aunque mi imperio sea vasto. Hablabais de buenas noticias…
—Precisamente se refieren a Hattusil; gracias a un informador digno de fe, creo saber donde se encuentra el hermano de Muwattali. Pero…
—¿Pero qué, Acha?
—¿Me garantizáis que, cuando detengáis a Hattusil firmaremos la paz?
—Habéis hecho una buena elección, amigo, no lo dudéis; Egipto no quedará decepcionado. ¿Dónde se oculta ese traidor?
—En el santuario de Yazilikaya.
Uri-Techup se había puesto personalmente a la cabeza de un pequeño destacamento de unos diez hombres, para no alarmar a eventuales vigías. Un despliegue de fuerzas habrían llamado la atención y provocado la huida de Hattusil.
Así pues, eran sacerdotes colocados bajo la égida de Putuhepa los que habían dado refugio al hermano del difunto emperador; Uri-Techup les infligiría un justo castigo.
Hattusil había cometido la imprudencia de residir cerca de la capital, en un lugar de fácil acceso; esta vez no escaparía. Uri-Techup vacilaba entre la ejecución sumaria y el proceso amañado; puesto que los procesos judiciales le gustaban poco, incluso bien preparados, optó por la primera solución. Debido a su posición, tenía que renunciar, desgraciadamente, a cortar en persona la garganta de Hattusil y encargaría a uno de sus hombres la tarea. De regreso a Hattusa, Uri-Techup organizaría unos grandiosos funerales por Muwattali, y él, su amado hijo, sería su indiscutible sucesor.
Con un ejército dispuesto para el combate, invadiría la Siria del Sur, establecería la conexión con los beduinos, ocuparía Canaán, cruzaría la frontera egipcia y se enfrentaría con un Ramsés que habría cometido el fatal error de creer en la paz, como su embajador le aseguraba.
¡Él, Uri-Techup, señor del Imperio del Hatti! Su sueño se realizaba, sin necesidad de apoyarse en la costosa coalición formada por Hattusil. Uri-Techup se sentía lo bastante fuerte para conquistar Asiria, Egipto, Nubia y todo el Asia; su gloria eclipsaría la de los demás emperadores hititas.
El pequeño grupo se aproximó al sagrado roquedal de Yazilikaya, en el que se habían dispuesto varias capillas. Allí, según se decía, residía la suprema pareja divina, el dios de la Tormenta y su esposa; él, el nuevo emperador, llevaba en su nombre, Techup, el de aquel dios terrorífico y temido. Sí, él mismo era la divina Tormenta, cuyo rayo caería sobre sus enemigos.
En el umbral del santuario había un hombre, una mujer y un niño.
Hattusil, su esposa Putuhepa y su hijita de ocho años. ¡Los insensatos se rendían, creyendo en la clemencia de Uri-Techup!
El nuevo emperador hizo que sus jinetes se detuvieran y saboreó su triunfo. Acha le había proporcionado, en efecto, la ocasión de librarse de sus últimos adversarios. Una vez eliminada esa maldita familia, haría estrangular al embajador egipcio, inútil ya. ¡Y pensar que el muy ingenuo había creído en los deseos de paz de Uri-Techup! Tantos años de paciencia, tantos años de pruebas para llegar por fin al poder absoluto…
—Acabad con ellos —ordenó Uri-Techup a sus soldados.
Cuando los arcos se tensaron, Uri-Techup experimentó una sensación de intenso placer. El pérfido Hattusil y la arrogante Putuhepa cosidos a flechazos, sus cadáveres quemados… ¿Había misión más deliciosa?
Pero nadie disparó ni una sola flecha.
—¡Acabad con ellos! —repitió Uri-Techup enojado.
Los arcos se volvieron hacia él.
Traicionado… ¡Le habían traicionado, a él, al nuevo emperador! Por eso estaban tan tranquilos Hattusil, su esposa y su hija.
El hermano de Muwattali se adelantó.
—Eres nuestro prisionero, Uri-Techup; ríndete y serás juzgado.
Lanzando un grito de rabia, Uri-Techup encabritó su caballo; sorprendidos, los arqueros retrocedieron. Con el ardor de un guerrero acostumbrado al combate, el hijo del emperador difunto rompió el cerco y se lanzó hacia la capital.
Las flechas silbaron en sus oídos pero ninguna le alcanzó.