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Chenar estaba rabioso.

Las cosas no habían salido como había previsto. Tras el fracaso de sus tentativas para suprimir a Ramsés y causar daños irreparables a su expedición, Chenar se había visto obligado a huir avanzando hacia el Gran Sur.

A bordo de un barco robado en una aldea cuyos habitantes habían tenido la infeliz idea de denunciarlo, Chenar había sido perseguido por los soldados del virrey; sin la habilidad de los marineros nubios, habrían caído en sus manos. Por prudencia, había sido necesario abandonar la embarcación y aventurarse por el desierto, con la esperanza de enmarañar las pistas. El mercenario cretense, brazo derecho de Chenar, maldecía el calor, el aire ardiente, la permanente amenaza que suponían los reptiles, los leones y otras fieras.

Pero Chenar se empecinaba y quería llegar al país de Irem para levantar a las tribus capaces de atacar Abu Simbel y destruir la obra. Cuando la inseguridad reinara en Nubia, el prestigio del faraón quedaría arruinado y sus adversarios se unirían para derribarlo.

El pequeño grupo mandado por Chenar llegó a las proximidades del área de lavado de oro, zona prohibida donde trabajaban obreros especializados bajo la vigilancia del ejército egipcio. Los rebeldes deberían apoderarse de esa área para interrumpir la entrega del precioso metal a Egipto.

Desde lo alto de una duna, Chenar vio a los obreros nubios que lavaban el mineral separándolo de la ganga terrosa que seguía pegada a él, incluso después del troceado y el molido. El agua extraída de un pozo, excavado en pleno desierto, llenaba un depósito que se vertía en una rampa que desembocaba en el estanque de decantación; la escasa corriente bastaba para arrastrar los materiales terrosos y liberar el oro. Sin embargo, para que quedara por completo purificado, era indispensable repetir varias veces la operación.

Los soldados egipcios eran numerosos e iban bien armados. Un simple comando no tenía posibilidad alguna de eliminarlos; Chenar debía organizar una rebelión de envergadura que agrupara a centenares de guerreros procedentes de varias tribus.

En el país de Irem, Chenar, aconsejado por su guía nubio, se entrevistó con un jefe de clan, un negro alto y cubierto de cicatrices. Le recibió en una espaciosa choza, en el centro del poblado, pero la acogida fue gélida.

—Tú eres egipcio.

—Lo soy, pero detesto a Ramsés.

—Yo detesto a todos los faraones que oprimen mi país. ¿Quién te manda?

—Poderosos enemigos de Ramsés que viven al norte de Egipto. Si les ayudamos, vencerán al faraón y te devolverán tu tierra.

—Si nos rebelamos, los soldados del faraón nos exterminarán.

—Tu clan no basta, de acuerdo; por eso es indispensable firmar alianzas.

—Las alianzas son difíciles, muy difíciles… Hay que reunirse y hablar muchísimo tiempo, durante lunas y lunas.

La paciencia era la virtud que más falta hacía a Chenar; contuvo su cólera y se juró ser perseverante, fueran cuales fuesen los aplazamientos y esperas inherentes a las negociaciones.

—¿Estás dispuesto a ayudarme? —le preguntó al jefe de clan.

—Debo permanecer aquí, en mi pueblo; para discutir bien tendríamos que ir al pueblo vecino. Y está lejos.

El mercenario cretense entregó a Chenar una placa de plata.

—Con este tesoro —dijo el egipcio—, alimentarás a tu clan durante muchos meses. Pago a quien me ayuda.

El nubio se quedó extasiado.

—¿Me das eso por discutirlo con los otros?

—Y si tienes éxito, todavía más.

—De todos modos será largo, muy largo…

—Comencemos en cuanto salga el sol.

De regreso a Pi-Ramsés, Iset la bella pensaba a menudo en la choza de cañas donde había ocultado sus amores con Ramsés, antes de que conociera a Nefertari; por algún tiempo, había esperado casarse con el hombre del que seguía enamorada, ¿pero cómo rivalizar con aquella mujer sublime que, con toda justicia, se había convertido en la gran esposa real?

A veces, cuando el mal de amores se hacía demasiado intenso, Iset la bella dejaba de maquillarse, llevaba ropa vieja, olvidaba perfumarse… Pero el afecto que sentía por Kha y Merenptah, los dos hijos que había dado a Ramsés, y por Meritamón, la hija del rey y Nefertari, le permitía evadirse de su angustia pensando en el porvenir de aquellos tres niños: Merenptah, un muchacho apuesto y robusto, de inteligencia despierta ya; Meritamón, una niña bonita, reflexiva y buen músico a pesar de su corta edad; Kha, un futuro sabio excepcional. Aquellos tres niños eran su esperanza, serían su porvenir.

Su chambelán le entregó un collar con cuatro vueltas de amatistas y cornalinas, unos pendientes de plata y un vestido multicolor bordado con hilillos de oro. Le seguía Dolente, la hermana de Ramsés.

—Parecéis fatigada, Iset.

—Una debilidad pasajera. Pero ¿a quién están destinadas tales maravillas?

—¿Me permitís ofreceros estos modestos presentes?

—Me siento conmovida, no sé como agradecéroslo.

La mujer alta y morena, tranquilizante y protectora, había decidido pasar a la ofensiva.

—¿No os parece que vuestra existencia soporta una excesiva carga, mi querida Iset?

—No, de ningún modo, porque tengo el gozo de educar a los hijos de Ramsés el Grande.

—¿Por qué os resignáis a un destino sin brillo?

—Amo al rey, amo a sus hijos: ¿no me han concedido los dioses la felicidad?

—Los dioses… ¡Los dioses son una ilusión, Iset!

—¿Qué decís?

—Sólo existe un único Dios, el que veneró Akenatón, Aquél al que oran Moisés y los hebreos. A Él debemos dirigirnos.

—Seguid vuestro camino, Dolente; no es el mío.

La hermana de Ramsés comprendió que no convencería a Iset la bella, demasiado ligera y timorata; pero existía otro terreno en el que Dolente podía introducirse con ciertas esperanzas de éxito.

—Veros reducida al rango de segunda esposa me parece una injusticia.

—No lo creo, Dolente, Nefertari es más hermosa e inteligente que yo; ninguna mujer puede igualarla.

—No es cierto. Además, Nefertari tiene un abominable defecto.

—¿Cuál?

—No ama a Ramsés.

—¿Cómo os atrevéis a suponer…?

—No lo supongo, lo sé. No ignoráis que mi pasatiempo favorito consiste en escuchar a los cortesanos y recoger sus confidencias; así pues, puedo afirmaros que Nefertari es una simuladora y una intrigante. ¿Qué era antes de conocer a Ramsés? Una pequeña sacerdotisa sin porvenir alguno, un músico mediocre cuya única competencia habrían sido servir a los dioses en el interior de un templo… ¡Y he aquí que Ramsés posó los ojos en ella! Un verdadero milagro, una conmoción que transformó a la muchacha tímida en una ambiciosa desencadenada.

—Perdonadme, Dolente, pero no consigo creerlo.

—¿Conocéis la verdadera razón del viaje de la pareja real a Nubia? Nefertari exigió que se construyera un inmenso templo a su gloria y que se inmortalizara su nombre. Ramsés ha cedido e inaugurado una costosa obra que durará varios años. La ambición de Nefertari acaba de salir a la luz del día: ocupar el lugar del rey y reinar sola en el país. Para evitar esta locura, todos los medios serán buenos.

—¿Os atrevéis a pensar que…?

—Lo repito: todos los medios. Sólo hay una persona que puede salvar a Ramsés: vos, Iset.

La muchacha se turbó. Ciertamente, desconfiaba de Dolente, ¿pero no desarrollaba la hermana de Ramsés inquietantes argumentos? Sin embargo, Nefertari parecía sincera. ¿Acaso no acarreaba una vanidad incoercible el ejercicio del poder? De pronto, la imagen de una Nefertari enamorada que veneraba a Ramsés se resquebrajó. ¿Qué destino más hermoso, para una intrigante, que seducir al señor de las Dos Tierras?

—¿Qué me aconsejáis, Dolente?

—Ramsés ha sido engañado; tendría que haberse casado con vos, sois la madre de su hijo mayor, Kha, a quien la corte reconoce ya como su sucesor. Si amáis al rey, Iset, si amáis a Egipto y queréis su felicidad, sólo hay una solución: libraos de Nefertari.

Iset la bella cerró los ojos.

—Es imposible, Dolente.

—Yo os ayudaré.

—El crimen es un acto abominable que lleva a la destrucción del espíritu, del alma y del nombre… Atentar contra la gran esposa real es condenarse para toda la eternidad.

—¿Quién lo sabrá? Cuando hayáis decidido golpear, tendréis que actuar en la sombra y no dejar rastro alguno.

—¿Ésta es la voluntad de vuestro dios, Dolente?

—Nefertari es una mujer perversa que mancilla el corazón de Ramsés y le arrastra a cometer graves errores. Vos y yo tenemos el deber de unirnos para impedir que le perjudique; así seremos fieles al rey.

—Necesito reflexionar.

—Es muy natural. Siento mucha estima por vos, Iset, y sé que adoptaréis la decisión adecuada. Sea cual sea, tenéis mi afecto.

Iset la bella esbozó tan pobre sonrisa que, antes de partir, Dolente la besó en ambas mejillas.

La segunda esposa de Ramsés se ahogaba. Con pasos vacilantes, se dirigió hacia la ventana que daba a uno de los jardines de palacio y se impregnó con un violento rayo de luz que no disipó su turbación.

En ella nació una plegaria dirigida a las fuerzas ocultas en el cielo, a esas fuerzas que decidían el destino de los seres, la duración de su existencia y la hora de su muerte. ¿Tenía derecho a actuar en su lugar, a cortar el hilo de los días de Nefertari porque la gran esposa real dañaba a Ramsés?

¡Una rival! Por primera vez, Iset la bella consideraba realmente a Nefertari como una rival. Su mudo pacto se rompía y el conflicto latente aparecía con una violencia contenida desde hacía muchos años. Iset era la madre de los dos hijos de Ramsés, la primera mujer a la que había amado, la que debería haber reinado a su lado. Dolente le había revelado una verdad que ella había intentado, hasta entonces, ahogar.

En cuanto ella eliminara a Nefertari, Ramsés sería consciente por fin de que aquel amor había sido sólo un episodio fugaz; liberado de aquella hechicera de pérfidas intenciones, se volvería hacia Iset la bella, hacia su pasión de juventud, hacia aquella a la que nunca había dejado de amar.