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Utilizando sus dones de vidente, Nefertari había confirmado los presentimientos de Ramsés: la presencia de los rebaños de hipopótamos, dispuestos a librar un feroz combate destruyendo la flotilla egipcia durante su confrontación, no se debía al azar. Ojeadores y pescadores habían obligado a los mastodontes a reagruparse.

—Chenar… Él guió su brazo —consideró Ramsés—. Nunca renunciará a destruirnos, es su única razón para vivir. Nefertari, ¿aceptas que prosigamos nuestro camino hacia el sur?

—El faraón no debe renunciar a su proyecto.

El Nilo y los paisajes de Nubia hicieron olvidar a Chenar y su odio. En la escala, Loto y Setaú capturaron admirables cobras, una de ellas con la cabeza negra estriada de rojo. La recolección de veneno prometía ser abundante.

La seductora nubia de piel dorada era más hermosa todavía, el vino de palma generoso y los placeres del amor, en la dulce calidez de las noches, transformaron el viaje en una fiesta del deseo.

Mientras la claridad del alba reavivaba el verde de las palmeras y el ocre de las colinas, Nefertari disfrutaba la alegría de aquella resurrección, saludada por el canto de centenares de pájaros. Todas las mañanas, vestida con la tradicional túnica blanca de tirantes, veneraba a los dioses del cielo, de la tierra y del mundo intermedio, y les agradecía que hubieran ofrecido la vida al pueblo de Egipto.

Un barco mercante estaba embarrancado en un islote arenoso. El navío real se detuvo cerca de él; no distinguieron ninguna señal de vida.

Ramsés, Setaú y dos marineros tomaron una barca y se aproximaron más al pecio. Nefertari había intentado disuadir al rey, pero éste, convencido de que se trataba de la embarcación de Chenar, esperaba descubrir algunos indicios.

Nada en cubierta.

—La cala —dijo un marinero—; la puerta está cerrada.

Con la ayuda de Setaú, rompió el cerrojo de madera.

¿Por qué había embarrancado en un lugar del río que no presentaba peligro alguno, por qué lo habían abandonado precipitadamente sin dar tiempo siquiera a la tripulación para llevarse la carga?

El marinero entró en la cala.

Un horrible grito desgarró el aire azul del amanecer, Setaú retrocedió; él, que ignoraba el miedo ante los más temibles reptiles, parecía petrificado.

Varios cocodrilos, que se habían introducido en la cala por un agujero, habían cogido al marinero por las piernas y lo devoraban a grandes bocados. El hombre ya no gritaba.

Ramsés quiso ayudar al infeliz pero Setaú se lo impidió.

—Te matarían… Nadie puede salvarle ya.

Se trataba de una nueva celada, tan cruel como la precedente. Chenar había previsto la reacción de su hermano, cuya intrepidez era notoria.

Con el corazón lleno de rabia, el rey retrocedió en compañía de Setaú y del otro marinero. Saltaron del pecio al banco de arena.

Entre ellos y la barca, un enorme cocodrilo, de más de ocho metros de largo y más de una tonelada de peso, los observaba con la mirada fija y las fauces abiertas, dispuesto a saltar. Aunque mantuviera una inmovilidad pétrea, el monstruo podía demostrar una extraordinaria rapidez; en la escritura jeroglífica, el signo del cocodrilo simbolizaba la acción fulgurante contra la que nadie podía precaverse.

Setaú miró a su alrededor: estaban rodeados por otros reptiles. No había escapatoria.

Algunos cocodrilos, con las fauces cerradas, de las que sobresalían dientes más cortantes que un puñal, parecían sonreír ante la idea de capturar tan hermosas presas.

Desde el barco real era imposible ver la escena. Dentro de algún tiempo se preocuparían al comprobar que el grupo no regresaba, pero sería demasiado tarde.

—No quiero morir así —murmuró Setaú.

Ramsés desenvainó lentamente el puñal; no sucumbiría sin combatir. Cuando el monstruo atacara, se deslizaría bajo él e intentaría abrirle la garganta. Lucha desesperada de la que Chenar, sin necesidad de mostrarse, saldría victorioso.

El monstruo avanzó dos metros, con rapidez, y se inmovilizó de nuevo. El marinero se había arrodillado tapándose los ojos con las manos.

—Aullaremos juntos corriendo hacia el adversario —dijo Ramsés a Setaú—; tal vez nos oigan desde el barco. Tú a la izquierda, yo a la derecha.

El último pensamiento de Ramsés fue para Nefertari, tan cerca y tan lejos ya. Luego vació su espíritu, reunió sus energías y miró al enorme cocodrilo.

El rey iba a soltar su aullido cuando advirtió una vibración en los matorrales espinosos que bordeaban la orilla. Y estalló el bramido, atronador, tan poderoso que llenó de terror a los propios cocodrilos. Un bramido digno del gigantesco elefante macho, que penetró rápidamente en el agua y llegó hasta el islote.

Con la trompa, tomó al monstruo por la cola y lo lanzó contra los demás cocodrilos, que desaparecieron atropelladamente bajo el agua.

—¡Tú —exclamó Ramsés—, tú, mi fiel amigo!

La trompa del elefante, cada una de cuyas defensas pesaba por lo menos ochenta kilos, tomó suavemente al rey de Egipto por el talle, lo levantó y lo dejó en su nuca, mientras las grandes orejas batían el aire.

—Antaño te salvé la vida; hoy, tú salvas la mía.

Herido por una flecha clavada en su trompa, socorrido y curado gracias a la intervención de Ramsés y Setaú, el joven elefante se había convertido en un soberbio macho cuyos ojillos brillaban de inteligencia.

Cuando Ramsés le acarició la frente, lanzó un nuevo bramido, esta vez de alegría.

Nedjem, el ministro de Agricultura, dio los últimos toques a su informe. Gracias a una excelente crecida, los graneros estarían llenos y el doble país viviría en la abundancia. La rigurosa gestión de los escribas del Tesoro permitiría, incluso, una reducción de impuestos. De regreso a su capital, Ramsés comprobaría que cada alto funcionario había cumplido celosamente su deber, bajo la supervisión de Ameni, atento y crítico.

Nedjem se dirigió a buen paso al jardín de palacio, donde Kha debería estar jugando con su hermana Meritamón. Pero sólo encontró a la niña, tocando el laúd.

—¿Hace mucho tiempo que se ha marchado tu hermano?

—No ha venido.

—Debíamos encontrarnos aquí…

Nedjem se encaminó hacia la biblioteca, donde, poco después del almuerzo, había dejado al pequeño Kha, deseoso de copiar las Sabidurías escritas por los maestros del tiempo de las pirámides.

El adolescente estaba allí, sentado con los pies cruzados, haciendo correr un fino pincel por el papiro que había desenrollado en su regazo.

—Pero… ¿No estás agotado?

—No, Nedjem; estos textos son tan hermosos que copiarlos disipa la fatiga y agiliza la mano.

—Tal vez deberías… dejarlo.

—¡Oh, no, ahora no! Me gustaría tanto estudiar el tratado de geometría del maestro de obras que construyó la pirámide de Unas, en Saqqara.

—La cena…

—No tengo hambre, Nedjem; ¿puedo quedarme un poco más?

—Bueno, pero sólo un momento.

Kha se levantó, besó al ministro en ambas mejillas, luego volvió a la postura del escriba y se zambulló con avidez en la lectura, la escritura y la investigación.

Al salir de la biblioteca, Nedjem balanceó la cabeza. Los excepcionales dones del hijo mayor de Ramsés le maravillaban una vez más. El niño prodigio se había convertido en un adolescente que confirmaba las promesas anunciadas; si Kha seguía creciendo en sabiduría, el faraón se había asegurado un sucesor digno de él.

—¿Cómo va nuestra agricultura, mi querido Nedjem?

La voz que acababa de arrancar al ministro de su meditación era la de Meba, elegante y sonriente.

—Bien, muy bien.

—Hace mucho tiempo que no hemos tenido ocasión de hablar… ¿Aceptáis una invitación a cenar?

—Un exceso de ocupaciones me obliga a negarme.

—Lo siento mucho.

—Yo también, Meba, pero el servicio del reino prevalece sobre las distracciones.

—Ésa es la convicción de todos los servidores del faraón; ¿no anima acaso todas nuestras acciones?

—¡Ay!, los hombres son sólo hombres y olvidan a menudo su deber.

Meba detestaba a aquel aguafiestas ingenuo y pontificante, pero debía mostrar respeto y prevención para sacarle las informaciones que necesitaba.

La situación del diplomático no era muy brillante; varias tentativas infructuosas le habían demostrado que no lograría conocer el contenido de los mensajes codificados de Acha. Ameni no cometía imprudencia alguna.

—¿Puedo dejaros en vuestro domicilio? Dispongo de un carro nuevo y de dos caballos muy tranquilos.

—Prefiero caminar —dijo Nedjem malhumorado.

—¿Habéis tenido ocasión de ver a Kha?

El rostro del ministro de Agricultura se iluminó.

—Sí, he tenido esa suerte.

—¡Sorprendente muchacho!

—Más que sorprendente. Tiene madera de rey.

Meba se puso grave.

—Sólo un hombre como vos, Nedjem, puede protegerle de las malas influencias; un talento como el suyo despertará, forzosamente, celos y codicias.

—Tranquilizaos, Setaú le ha protegido contra el mal de ojo.

—¿Estáis seguro de que ha tomado todas las precauciones?

—Un amuleto en forma de tallo de papiro, que garantiza el vigor y el florecimiento, y una venda en la que se ha dibujado un ojo completo, ¿no es eso una perfecta protección mágica contra las fuerzas nocivas, vengan de donde vengan?

—Impresionante, en efecto.

—Además —añadió Nedjem—, Kha se impregna diariamente de las fórmulas grabadas en el laboratorio del templo de Amón. Creedme, el niño está bien protegido.

—Me tranquilizáis; ¿puedo entonces invitaros de nuevo a cenar?

—Para seros franco, no me gustan demasiado los actos sociales.

—¡Os comprendo muy bien, amigo mío! En la diplomacia, por desgracia, no es posible evitarlo.

Cuando ambos hombres se separaron, Meba tenía ganas de brincar como un perro loco. Ofir estaría contento.