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El oficial a cargo de la seguridad en la capital hitita era uno de los más ardientes partidarios de Uri-Techup; como muchos otros militares, aguardaba con impaciencia la muerte del emperador Muwattali y el ascenso al poder de su hijo, que ordenaría por fin una ofensiva contra Egipto.

Tras haber verificado personalmente que los hombres estuvieran correctamente dispuestos en los puntos estratégicos de la ciudad, el oficial tomó el camino del cuartel para gozar de un bien merecido descanso. Mañana sometería a aquellos holgazanes a un entrenamiento intensivo y distribuiría algunos días de calabozo para mantener la disciplina.

Hattusa era más bien siniestra, con sus fortificaciones y sus murallas grises; pero mañana, después de la victoria, el ejército hitita festejaría en las ricas campiñas de Egipto y gozaría de la buena vida a orillas del Nilo.

El soldado se sentó en su cama, se descalzó y se frotó los pies con un ungüento barato a base de ortigas. Comenzaba a adormecerse cuando su puerta se abrió de pronto.

Dos soldados, con la espada desenvainada, le amenazaban.

—¿Pero qué os pasa? ¡Fuera de aquí!

—¡Eres peor que un buitre, has traicionado a nuestro jefe, Uri-Techup!

—¿Qué estáis diciendo?

—¡Ésa es tu recompensa!

Lanzando un «hum» de matarife, los dos infantes hundieron su espada en el vientre del felón.

Se levantaba un sol pálido. Tras una noche en blanco, Uri-Techup sentía la necesidad de recuperar fuerzas. Bebía leche caliente y comía queso de cabra, cuando los dos ejecutores —¡por fin!— se presentaron ante él.

—Misión cumplida.

—¿Dificultades?

—Ninguna. Hemos cogido por sorpresa a todos los traidores.

—Haced que levanten una pira ante la puerta de los leones y amontonad los cadáveres; mañana, yo mismo encenderé el fuego para quemarlos. Todos conocerán la suerte reservada a quienes intenten herirme por la espalda.

Gracias a los nombres dados por Acha, la depuración había sido rápida y brutal; Hattusil no dispondría ya de ningún informador entre los íntimos de Uri-Techup.

El general en jefe se dirigió a la habitación del emperador, su padre, a quien dos enfermeros habían instalado en un sillón en la terraza de su palacio, que dominaba la ciudad alta.

La mirada de Muwattali seguía fija y sus manos apretaban los brazos del sitial.

—¿Sois capaz de hablar, padre mío?

La boca se entreabrió, pero ningún sonido superó el obstáculo de los labios. Uri-Techup pareció tranquilizarse.

—No debéis temer nada, yo velo por el imperio. Hattusil se oculta en provincias, no es nada ya, y ni siquiera necesito librarme de él. Ese cobarde se pudrirá en el miedo y el olvido.

En los ojos de Muwattali se distinguía un fulgor de odio.

—No tenéis derecho a criticarme, padre; cuando el poder te rehuye, ¿no es preciso apoderarse de él por cualquier medio?

Uri-Techup desenvainó el puñal.

—¿No estáis cansado de sufrir, padre mío? A un gran emperador sólo le gusta el arte de gobernar. ¿Qué esperanza os queda de practicarlo de nuevo, en el estado en que os halláis? Haced un esfuerzo, suplicadme con la mirada que abrevie la terrible tortura.

Uri-Techup se acercó a Muwattali. Los párpados del soberano no se cerraron.

—Aprobad mi gesto, aprobadlo y dadme el trono que me corresponde por derecho.

Muwattali se obstinaba, con todo su ser, en su negativa y su mirada fija desafiaba al agresor.

Uri-Techup levantó el brazo, dispuesto a herir a su padre.

—¡Por todos los dioses, vais a ceder!

Bajo la presión de los dedos del emperador, uno de los brazos del sillón estalló como un fruto maduro. Estupefacto, su hijo soltó el puñal, que cayó sobre las losas.

En el interior del santuario de Yazilikaya, erigido en la ladera de una colina, al noreste de la capital del Imperio hitita, los sacerdotes lavaban la estatua del dios de la Tormenta para que su poder se mantuviera; luego celebraron los ritos destinados a rechazar el caos y a encerrar el mal en la tierra. Para ello plantaron siete clavos de hierro, siete de bronce y siete de cobre antes de inmolar un lechón, cargado con las fuerzas oscuras que amenazaban el equilibrio del país.

Concluida la ceremonia, los celebrantes pasaron ante un friso de doce dioses, se detuvieron ante una mesa de piedra y bebieron un licor fuerte para expulsar de su espíritu cualquier contrariedad. Tomaron luego una escalera tallada en la roca para dirigirse a una capilla excavada en el corazón de la piedra y orar.

Un sacerdote y una sacerdotisa abandonaron la procesión y descendieron a una cámara subterránea iluminada por candiles de aceite. Hattusil y Putuhepa se quitaron la capucha que ocultaba sus rostros.

—Este momento de paz me reconforta —confesó ella.

—Aquí estamos seguros —afirmó Hattusil—; ningún soldado de Uri-Techup se atreverá a aventurarse por este enclave sagrado. Por precaución, he colocado centinelas alrededor del santuario. ¿Estás satisfecha de tu periplo?

—Los resultados han superado mis esperanzas. Numerosos oficiales son menos afectos a Uri-Techup de lo que suponíamos, y son muy sensibles a la idea de adquirir una buena fortuna sin que los maten. Algunos también son conscientes del peligro que representa Siria y sienten la necesidad de reforzar nuestro sistema defensivo en vez de lanzarnos a una loca aventura contra Egipto.

Hattusil bebía las palabras de su esposa como si fueran néctar.

—¿Es un sueño, Putuhepa, o eres portadora de una verdadera esperanza?

—El oro de Acha ha hecho maravillas y desatado muchas lenguas; algunos militares de alta graduación detestan la rabia, la crueldad y la vanidad de Uri-Techup. Ya no creen en su discurso de conquistador ni en su capacidad de vencer a Ramsés, y no le perdonan su actitud para con el emperador. No se ha atrevido a asesinarle, es cierto, ¿pero no desea abiertamente su muerte? Si maniobramos correctamente, el reinado de Uri-Techup será breve.

—Mi hermano agoniza y no puedo ayudarle…

—¿Deseas que intentemos un golpe de fuerza?

—Sería un error, Putuhepa; el destino de Muwattali ya está sellado.

La bella sacerdotisa miró a su marido con admiración.

—¿Tienes el valor de sacrificar tus sentimientos para reinar sobre el Hatti?

—Es necesario… Pero los que me unen a ti son indestructibles.

—Combatiremos juntos y venceremos juntos, Hattusil. ¿Cómo te han recibido los mercaderes?

—Su confianza no ha disminuido; se ha reforzado incluso, a causa de los errores de Uri-Techup. Según ellos, arruinará el imperio. Tenemos el apoyo de las provincias, pero nos falta el de la capital.

—La reserva de oro de Acha está muy lejos de agotarse; me dirigiré a Hattusa y convenceré a los militares responsables de alto rango para que se pasen a nuestro bando.

—Si caes en manos de Uri-Techup…

—Tenemos amigos en Hattusa; me ocultarán y organizaré breves encuentros en lugares distintos.

—Es demasiado peligroso, Putuhepa.

—No concedamos respiro alguno a Uri-Techup y no perdamos ni una sola hora.

La lengua de la joven hitita rubia lamía lentamente la espalda de Acha, adormilado, y ascendía hacia la nuca. Cuando el placer se hizo muy dulce, el diplomático salió de su letargia, se volvió hacia un lado y abrazó a su amante, cuyos pechos se estremecían. Se disponía a gratificarla con una caricia inédita cuando Uri-Techup irrumpió en la habitación.

—¡Sólo pensáis en el amor, Acha!

—Vuestra capital se revela rica en palpitantes descubrimientos.

Uri-Techup agarró a la rubia del pelo y la echó fuera, mientras el egipcio se perfumaba y se vestía.

—Estoy de un humor excelente —declaró el hitita, cuyos músculos parecían más abultados que de costumbre. Con su larga melena y su pecho cubierto de vello rojizo, el hijo del emperador erguía su estatura de guerrero implacable.

—Todos mis adversarios han sido eliminados —declaró Uri-Techup—; ya no queda ni un solo traidor. En adelante, el ejército me obedecerá sin rechistar.

Uri-Techup había reflexionado mucho antes de poner en marcha la depuración. Si Acha decía la verdad, era el momento de acabar con las ovejas negras; si había mentido, el de suprimir eventuales competidores. Decidido por la sugerencia del embajador egipcio, aquella operación sangrienta sólo presentaba, a fin de cuentas, ventajas.

—¿Os negáis a dejarme cuidar a vuestro padre?

—El emperador ya no tiene remedio, Acha; es inútil atormentarle con drogas que no mejorarían su estado y podrían aumentar su sufrimiento.

—Puesto que no es ya capaz de gobernar, ¿quedará sin jefe el imperio?

Uri-Techup esbozó una triunfante sonrisa.

—Los oficiales superiores me elegirán pronto emperador.

—Y firmaremos una larga tregua, ¿no es cierto?

—¿Lo dudáis?

—Tengo vuestra palabra.

—Sin embargo, queda un obstáculo importante: Hattusil, el hermano del emperador.

—¿No es inexistente su influencia?

—Mientras siga vivo, intentará perjudicarme. Con el apoyo de los mercaderes, conspirará para privarme de los recursos materiales que necesito para equipar correctamente el ejército.

—¿No sois capaz de interceptarle?

—Hattusil es una verdadera anguila y conoce el arte de ocultarse.

—Es realmente enojoso —reconoció Acha—; pero hay una solución.

La mirada de Uri-Techup se inflamó.

—¿Cuál, amigo mío?

—Tenderle una trampa.

—¿Y… me ayudaríais a capturarle?

—¿No es ese el papel de un embajador egipcio que desea ofrecer un suntuoso regalo al nuevo emperador del Hatti?