A veces saltaba en línea recta, altivo e impetuoso, otras languidecía en seductoras curvas, acariciando sin vacilar a su paso una aldea animada por las risas infantiles: así se desplegaba el Nilo del Gran Sur, sin perder nunca la majestad del río celestial cuya prolongación era. Pasando entre desiertas colinas e islotes de granito, alimentaba una estrecha franja de verdor, salpicada de palmeras duma. Grullas coronadas, ibis, flamencos rosas y pelícanos sobrevolaban la flotilla real, fascinada por lo absoluto del azur y del desierto.
Durante las escalas, las tribus locales iban a danzar alrededor de la tienda real; Ramsés hablaba con los jefes; Setaú y Loto tomaban nota de sus quejas y sus deseos. En la velada, alrededor del fuego, se evocaba el misterio del flujo creador, el ascenso de la bienhechora crecida y se celebraba el nombre de Ramsés el Grande, esposo de Egipto y de Nubia.
Nefertari se dio cuenta de que la fama del faraón iba creciendo y de que algunos lo trataban como a un dios; desde la victoria de Kadesh, el relato de la batalla corría de boca en boca incluso en las más alejadas aldeas. Ver a Ramsés y Nefertari era considerado un favor divino; ¿acaso Amón no había penetrado en el espíritu del rey para animar su brazo, y Hator en el de la reina para verter amor como un fulgor de piedras preciosas?
Como el viento del norte soplaba suavemente, su marcha era lenta; Nefertari y Ramsés disfrutaban de esas horas inmóviles y pasaban la mayor parte de su tiempo en cubierta, protegidos por un parasol. Matador había recuperado su calma y dormía en cubierta.
¿No eran la arena de oro y la pureza del desierto ecos del otro mundo? Cuanto más avanzaba el navío real hacia los dominios de Hator, aquella región olvidada donde la diosa moldeaba una piedra milagrosa, más tenía Nefertari la sensación de realizar un acto fundamental que la vinculaba con el origen de todas las cosas.
Las noches eran una delicia.
El lecho preferido de Ramsés, cuyo somier estaba hecho con una trama de cáñamo perfectamente tejida y fijada al marco, se encontraba precisamente en la cabina de la pareja real; dos correas le daban una gran flexibilidad. Montado con espigas y muescas, el marco era doble por debajo, para mayor solidez. En el reposapiés, representaciones de papiro, flores de aciano y mandrágoras rodeaban la representación del papiro y el loto, que simbolizaban la del Norte y el Sur. Incluso durante el sueño, el faraón seguía siendo el mediador.
Las noches eran una delicia pues, en el calor del estío nubio, el amor de Ramsés eran tan vasto como el cielo estrellado.
Gracias a las placas de plata que Ofir le había dado y que representaban una verdadera fortuna, Chenar había comprado los servicios de unos cincuenta pescadores nubios, encantados de poder mejorar su cotidianidad, aunque lo que el egipcio exigía fuese extravagante y peligroso. La mayoría de los negros creyeron en la locura pasajera de un hombre rico y caprichoso, deseoso de asistir a un espectáculo inédito, pero que pagaba bien y aseguraba a sus familias el sustento durante varios años.
A Chenar no le gustaba Nubia. Detestaba el sol y el calor, y sudaba durante todo el día. Obligado a beber mucha agua y a comer sólo un mediocre alimento, se alegraba, sin embargo, de haber decidido la estrategia que le permitiría eliminar a Ramsés.
La aborrecida Nubia le proporcionaba, no obstante, una cohorte de implacables asesinos que los soldados de Ramsés serían incapaces de rechazar. Una cohorte reacia a la disciplina, pero cuya violencia y aptitud para el combate no tenían igual.
Ya sólo quedaba aguardar el navío de Ramsés.
El virrey de Nubia vivía apacibles días en su cómodo palacio de Buhen, próximo a la segunda catarata vigilada por varias fortalezas que impedían cualquier intento de agresión nubia. En el pasado, algunos jefes de tribu habían intentado invadir Egipto, que había decidido suprimir el peligro construyendo impresionantes plazas fuertes cuyas guarniciones, regularmente avitualladas, gozaban de ventajoso salario.
Al virrey de Nubia, que también llevaba el título de «hijo real de Kush», una de las provincias nubias, sólo le preocupaba una cosa: garantizar la extracción de oro y su transporte a Tebas, Menfis y Pi-Ramsés. Los orfebres utilizaban el metal precioso, «la carne de los dioses», para adornar puertas, muros de templo y estatuas, y el faraón se servía de él en sus relaciones diplomáticas con varios países y de ese modo se aseguraba su benevolente neutralidad.
El cargo de virrey de Nubia era una posición muy envidiable, aunque su titular tuviera que residir, durante largos meses, lejos de Egipto; el alto funcionario administraba un inmenso paraje y se apoyaba en una experimentada casta militar, compuesta por numerosos autóctonos. Como no temía la menor revuelta por parte de las pacificadas tribus, el virrey se entregaba a los placeres de la buena carne, la música y la poesía. Su esposa, tras haberle dado cuatro hijos, mostraba unos feroces celos que le impedían admirar las incitantes formas de las jóvenes nubias, tan expertas en los juegos del amor. Divorciarse habrían llevado al virrey a la ruina, pues su esposa habría obtenido una enorme indemnización y una pensión alimenticia que no habrían permitido al notable darse la gran vida.
A éste le horrorizaban los incidentes que podían turbar su tranquilidad… ¡Y de pronto, un despacho oficial le anunciaba la llegada de la pareja real! Pero el documento no mencionaba el objetivo exacto del viaje ni la fecha de su llegada a Buhen. Otro despacho ordenaba el arresto de Chenar, hermano mayor de Ramsés, al que se consideraba muerto desde hacía mucho tiempo y cuya apariencia había cambiado notablemente. El virrey dudó en enviar una embarcación al encuentro del monarca; puesto que el faraón no corría riesgo alguno, mejor sería concentrarse en la calidad del recibimiento y la organización de recepciones en honor de la pareja real.
El comandante de la fortaleza de Buhen hizo su informe cotidiano al virrey.
—No hay rastro del sospechoso en la región, aunque sí un hecho extraño.
—¡Detesto los incidentes, comandante!
—¿Debo decíroslo de todos modos?
—Si lo deseáis…
—Varios pescadores abandonaron su aldea durante dos días, según reveló un oficial; al regresar, se embriagaron y pelearon. Uno de ellos murió durante el enfrentamiento y he encontrado en su choza una barrita de plata.
—¡Una verdadera fortuna!
—Es cierto, pero nuestros interrogatorios se han revelado infructuosos; nadie ha confesado de donde procede la barra. Estoy convencido de que alguien paga a los pescadores para robar el pescado destinado al ejército.
Si el virrey se lanzaba a estériles investigaciones, el faraón le acusaría de ineficacia; lo mejor sería, pues, no hacer nada, esperando que su majestad no se enterara.
El viento era tan débil que los marineros, ociosos, dormían o jugaban a los dados. Disfrutaban de aquel apacible viaje y sus alegres escalas, ocasión para agradables encuentros con las acogedoras nubias.
Al capitán del navío trasero no le gustaba que su tripulación abandonara sus obligaciones. Se disponía pues a ordenar una limpieza general cuando se produjo un violento choque que hizo vacilar su embarcación. Varios marineros cayeron pesadamente en cubierta.
—¡Una roca, hemos chocado con una roca!
En la proa del navío real, Ramsés había oído el chasquido del casco. Todas las embarcaciones arriaron enseguida las velas y se inmovilizaron en medio del río que, en aquel lugar, era de poca anchura.
Loto fue la primera en comprender.
Varias decenas de rocas grises emergían apenas del agua lodosa, pero una atenta mirada advertía, en su superficie, unos hermosos ojos y minúsculas orejas.
—Rebaños de hipopótamos —dijo a Ramsés.
La hermosa nubia trepó a lo alto del mástil y comprobó que la flotilla había caído en la trampa. Bajó ágilmente y no ocultó la verdad.
—¡Nunca había visto tantos, majestad! No podemos retroceder ni avanzar. Es extraño… Juraría que los han obligado a reunirse aquí.
El faraón conocía el peligro. Los hipopótamos adultos pesaban más de tres toneladas y estaban provistos de temibles armas: colmillos amarillentos de varias decenas de centímetros de largo y capaces de perforar el casco de un barco. Especialmente irascibles, los señores del río se mostraban muy cómodos en el agua y nadaban con sorprendente agilidad. Cuando su cólera se encendía, abrían sus enormes mandíbulas en un amenazador bostezo.
—Si los machos dominantes han decidido combatir para conquistar a las hembras —indicó Loto—, lo devastarán todo a su paso y hundirán nuestros barcos. Muchos de nosotros moriremos destrozados o ahogados.
Decenas de orejas se agitaron, unos entornados ojos se abrieron, aparecieron los ollares en la superficie del agua, las fauces se abrieron y siniestros gruñidos hicieron que las zaidas posadas en las acacias emprendieran el vuelo. El cuerpo de los machos estaba lleno de cicatrices, huellas de furiosos combates, muchos de los cuales habían terminado con la muerte de uno de los adversarios.
La visión de los horrendos colmillos amarillentos dejó petrificados a los marineros. No tardaron en descubrir algunos machos enormes, a la cabeza de grupos de unos veinte individuos, cada vez más nerviosos. Si pasaban al ataque, comenzarían destrozando de un cabezazo los gobernalles de las embarcaciones, imposibilitando la maniobra, y percutirían con su enorme masa hasta hacer que zozobraran. Lanzarse al agua e intentar salvarse a nado era aleatorio, ¿cómo abrirse camino hasta la orilla entre enfurecidos monstruos?
—Es preciso arponearlos —preconizó Setaú.
—Son demasiados —dijo Ramsés—; solo mataríamos algunos y provocaríamos el furor de los demás.
—¡No vamos a dejar que nos maten sin actuar!
—¿Me comporté así en Kadesh? Mi padre Amón es señor del viento. Guardemos silencio para que su voz se exprese.
Ramsés y Nefertari levantaron las manos en signo de ofrenda, con la palma vuelta hacia el cielo. Plantado sobre sus patas, con la mirada clavada en la lejanía, el enorme león se mantenía digno a la diestra de su dueño.
La orden pasó de navío en navío y el silencio reinó en la flotilla.
Varias fauces de hipopótamo se cerraron lentamente; los señores del Nilo, de frágil piel, se sumergieron hasta sólo mostrar el extremo del hocico y las orejas. Sus ojos entornados parecieron adormecerse.
Durante interminables minutos, nada se movió. La brisa del norte refrescaba las mejillas de Loto, una brisa en la que se encarnaba el aliento vital. El navío real avanzó suavemente, seguido pronto por los demás barcos, que pasaron entre los hipopótamos súbitamente calmados.
Desde lo alto de una palmera duma, a la que había trepado para asistir al naufragio, Chenar fue testigo del nuevo milagro que Ramsés acababa de realizar. Un milagro… ¡No, una suerte inaudita, un inesperado viento que se había levantado en pleno día, en el corazón de la canícula! Rabioso, Chenar aplastó entre sus dedos unos dátiles maduros.