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Moisés vacilaba.

Era consciente de que debía cumplir la misión que Dios le había dado, ¿pero no superaría el obstáculo su capacidad? Ahora ya no se hacía ilusiones: Ramsés no cedería. Moisés conocía al rey de Egipto lo bastante para saber que no había pronunciado sus palabras a la ligera y que consideraba a los hebreos como parte integrante del pueblo egipcio.

Sin embargo, la idea del éxodo se abría paso en los espíritus y la oposición al profeta se debilitaba día tras día. Uno a uno, los jefes de tribu se habían esfumado. En el último consejo de ancianos Aarón había podido presentar a Moisés como jefe del pueblo hebreo, reunido en una misma fe y una misma voluntad.

Olvidados los desgarrones, al profeta sólo le quedaba ya un enemigo que vencer: Ramsés el Grande.

Aarón turbó la meditación de Moisés.

—Un ladrillero solicita verte.

—Encárgate tú.

—Quiere consultarte a ti, a nadie más.

—¿Por qué motivo?

—Por unas promesas que, al parecer, le hiciste en el pasado. Tiene fe en ti.

—Tráelo.

El solicitante llevaba una peluca corta de color negro ceñida por una cinta blanca que ocultaba su frente y le dejaba libres las orejas, tenía el rostro curtido y lucía una pequeña barba y un bigote de pelos desiguales.

A pesar de que se parecía a cualquier ladrillero hebreo, su silueta despertó la suspicacia de Moisés; aquel hombre no le resultaba desconocido.

—¿Qué deseas?

—Antaño, nuestros ideales convergieron.

—¡Ofir!

—Yo soy, Moisés.

—Has cambiado mucho.

—La policía de Ramsés me busca.

—¿No tiene buenas razones para ello? Si no me equivoco, eres un espía hitita.

—Trabajé para ellos, es cierto, pero mi red fue destruida y los hititas ya no están en condiciones de acabar con Egipto.

—De modo que me mentiste e intentabas utilizarme contra Ramsés.

—No, Moisés. Tú y yo creemos en un dios único y omnipotente, y mi contacto con los hebreos me ha convencido de que ese dios era Yahvé y sólo Yahvé.

—¿Me consideras lo bastante estúpido como para dejarme seducir por tan hermosas palabras?

—Aunque te niegues a admitir mi sinceridad, seré útil a tu causa, pues es la única que lo merece. Has de saber que no aguardo ningún beneficio personal, sólo la salvación de mi alma.

Moisés se sintió turbado.

—¿Has renunciado a tu fe en Atón?

—He comprendido que Atón era sólo una prefiguración del verdadero Dios. Y puesto que he visto la verdad, renuncio a mis errores.

—¿Qué ha sido de la joven que querías llevar al poder?

—Murió brutalmente y sentí una inmensa pena; sin embargo, la policía egipcia me acusa de un crimen horrible que no he cometido. En esta tragedia vi una señal del destino. Tú eres el único, hoy, que puede oponerse a Ramsés. Por ello te apoyaré con todas mis fuerzas.

—¿Qué deseas, Ofir?

—Ayudarte a imponer la creencia en Yahvé, sólo eso.

—¿Sabes que Yahvé exige el éxodo de mi pueblo?

—Apruebo este grandioso proyecto. Y si es acompañado por la caída de Ramsés y el advenimiento de la verdadera fe en Egipto, me sentiré colmado.

—Un espía nunca deja de ser un espía.

—Ya no tengo contacto alguno con los hititas, víctimas de querellas sucesorias; este episodio de mi existencia ha desaparecido para siempre. El porvenir y la esperanza te pertenecen, Moisés.

—¿Cómo piensas ayudarme?

—Luchar contra Ramsés no será fácil; mi experiencia del combate clandestino te será útil.

—Mi pueblo quiere salir de Egipto, no rebelarse contra Ramsés.

—¿Cuál es la diferencia, Moisés? Tu actitud le parecerá a Ramsés una insurrección, y como tal la reprimirá.

En su fuero interno, el hebreo tuvo que admitir que el mago libio tenía razón.

—Debo pensarlo, Ofir.

—Tú eres el dueño, Moisés; permíteme que te dé un solo consejo: no hagas nada durante la ausencia de Ramsés. Tal vez puedas negociar con él; pero sus esbirros, Ameni y Serramanna, por no mencionar a la reina Tuya, no tendrán indulgencia alguna para con tu pueblo. Para mantener el orden público, ordenarán una sangrienta represión. Aprovechemos el viaje de la pareja real para desarrollar nuestra cohesión, convencer a los vacilantes y prepararnos para un inevitable conflicto.

La determinación de Ofir impresionó a Moisés, aunque no estuviera decidido a aliarse con el mago, ¿podía negar la pertinencia de sus palabras?

El jefe de la policía tebana afirmó que sus hombres no habían ahorrado esfuerzos para encontrar a Chenar y sus eventuales cómplices. Ramsés les había dado la descripción del agresor que había intentado atravesarle con una flecha en el Nilo, pero las investigaciones de las fuerzas del orden resultaron vanas.

—Ha salido de Tebas —afirmó Nefertari.

—Como yo, estás convencida de que sigue vivo.

—Percibo una presencia peligrosa, una fuerza tenebrosa… ¿Será Chenar, el mago o uno de sus sayones?

—Es él —dijo Ramsés—; ha intentado cortar para siempre el vínculo que me unía a Seti y privarme así de la protección de mi padre.

—El mal de ojo no tendrá eficacia alguna; el fuego le ha impedido hacer daño. Gracias a una cola a base de resina, hemos reconstruido el buen ojo, robado del tesoro del templo de Set, en Pi-Ramsés.

—Los animales del desierto, cuyos pelos formaban el ojo rojo, son criaturas de Set… Chenar pensaba destruirme utilizando su temible energía.

—Subestimó la calidad de tus vínculos con Set.

—Una armonía que debe recrearse día tras día… Al menor error, a la menor falta de atención, el fuego de Set aniquila a quien creía poseerlo.

—¿Cuándo salimos hacia el Gran Sur?

—Tras habernos encontrado con nuestra muerte.

La pareja real se dirigió al valle más meridional de la montaña tebana, que se llamaba «lugar de la regeneración» y «lugar de los lotos». En aquel Valle de las Reinas reposarían por toda la eternidad Tuya, la madre de Ramsés, y Nefertari, la gran esposa real. Sus tumbas habían sido excavadas bajo la protección de la cima, dominio de la diosa del silencio. En aquel desierto abrumado por el sol reinaba Hator, la sonriente diosa del cielo, que hacía brillar las estrellas y danzar el corazón de sus fieles.

Hator, a la que Nefertari descubría en los muros de su tumba, en la actitud de la magnetizadora que ofrecía la energía de la resurrección a una gran esposa real eternamente joven, que llevaba un tocado de oro en forma de despojos de buitre. De este modo simbolizaba a la madre divina. Los pintores habían conseguido transcribir la belleza de «la dulce de amor» en formas de increíble perfección.

—¿Te gusta esta morada, Nefertari?

—Tanto esplendor… No soy digna de ella.

—Jamás existió ni existirá morada de eternidad semejante; tú, cuyo amor es aliento de vida, reinarás para siempre en el corazón de los dioses y los hombres.

Osiris de verde rostro, envuelto en un manto blanco; Ra el luminoso, coronado por un enorme sol; Khepri, el príncipe de las metamorfosis con cabeza de escarabeo; Maat, la Regla universal, hermosa y fina muchacha cuyo único emblema era una pluma de avestruz, ligera como la verdad… Las potencias divinas se habían reunido para regenerar a Nefertari, en el tiempo y más allá de los tiempos. Muy pronto, en las columnas todavía vacías, un escriba de la Casa de Vida trazaría los jeroglíficos del Libro de salir a la luz y del Libro de las puertas, que permitirían a la reina viajar por los hermosos caminos del otro mundo evitando sus peligros.

No era ya la muerte sino la sonrisa del misterio.

Durante varias jornadas, Nefertari examinó las divinas figuras que habitaban la morada de eternidad cuya huésped privilegiada sería ella cuando llegara el momento de la gran travesía. Se familiarizó con el más allá de su propia existencia y compartió un silencio que, en el corazón de la tierra, tenía el sabor del cielo.

Cuando Nefertari decidió abandonar el «lugar de los lotos», Ramsés la llevó a «la gran pradera», el Valle de los Reyes donde los faraones descansaban desde el inicio de la decimoctava dinastía. La pareja real permaneció largas horas en las tumbas de Ramsés, primero de su nombre, y de Seti. Cada pintura era una obra maestra, y la reina leyó, columna a columna, el Libro de la cámara oculta que desvelaba las fases de la transmutación del sol poniente en joven sol, modelo de la resurrección del faraón.

Nefertari descubrió, con emoción, la morada de eternidad de Ramsés el Grande. Los pintores diluían en pequeños botes pigmentos minerales finamente pulverizados, antes de ilustrar las paredes con figuras simbólicas que preservarían la supervivencia del monarca. El polvo de color, mezclado con agua y resina de acacia, les ofrecía una extraordinaria exactitud de ejecución. «La morada del oro», la sala del sarcófago con ocho pilares, casi estaba terminada. La muerte podía recibir a Ramsés.

El rey llamó al maestro de obras.

—Como en la tumba de alguno de mis antepasados, excavarás un corredor que se hunda en la roca y dejarás la piedra en bruto. Evocará el último secreto, que ningún espíritu humano puede conocer.

Nefertari y Ramsés tuvieron la sensación de que acababan de atravesar una etapa decisiva; a su amor se añadía, en adelante, la conciencia de su propia muerte, entendida como un nuevo despertar y no como un fallecimiento.