A sus siete años, el muchacho se aplicaba el precepto que su padre, que lo había recibido de su propio padre, había aplicado también: dar un pescado a quien tiene hambre es menos útil que enseñarle a pescar.
Quería demostrar de ese modo su habilidad golpeando el agua con un bastón para dirigir la presa hacia la red que tendía, junto a los altos papiros, su compañero, tan hambriento como él.
De pronto, el muchacho los divisó.
Una flota de barcos, a la cabeza de la cual iba un navío en cuya proa se hallaba una esfinge de oro, llegaba del norte. ¡Sí, era el navío del faraón!
El aprendiz de pescador hizo caso omiso de los peces y la red, se zambulló en el Nilo y nadó hacia la orilla para avisar a la aldea. Durante varios días sería una fiesta.
La inmensa sala hipóstila del templo de Karnak se desplegaba en toda su magnificencia; las doce columnas de la nave central, de veinticinco metros de altura, manifestaban el poder de la creación que nacía del océano primordial.
Fue allí donde Nebu, sumo sacerdote de Amón, caminando con la ayuda de su bastón de oro fino, salió al encuentro de la pareja real. Pese a su reumatismo, consiguió inclinarse. Ramsés le ayudó a incorporarse.
—Soy feliz de volver a veros, majestad, y estoy encantado de admirar la belleza de la reina.
—¿Te estás convirtiendo en un cortesano, Nebu?
—No debéis preocuparos por eso, majestad; seguiré diciendo lo que pienso, como acabo de hacer.
—¿Cómo te encuentras?
—Hay que adaptarse a la vejez, aunque mis articulaciones estén doloridas; pero el médico del templo me da un remedio a base de sauce que me alivia. Confieso que no tengo demasiado tiempo para pensar en mi bienestar… ¡Me habéis confiado una tarea tan pesada!
—De acuerdo con los resultados, tengo buenas razones para estar satisfecho de mi elección.
Ochenta mil empleados cuyas actividades distribuía el sumo sacerdote, casi un millón de cabezas de ganado, un centenar de barcos mercantes, cincuenta obras en perpetua actividad, una inmensa superficie de tierras cultivables, huertos, bosques, vergeles y viñas; ese era el universo de Karnak, el rico dominio de Amón.
—Lo más difícil, majestad, es armonizar los esfuerzos de los escribas de los dominios, de los graneros, de la contabilidad y los de sus colegas… Sin autoridad superior, todo ese mundo caería pronto en el caos, pues cada cual pensaría sólo en su beneficio.
—Tu sentido de la diplomacia ha hecho maravillas.
—Sólo conozco dos virtudes: obedecer y servir. Lo demás son sólo palabras. Y, a mi edad, no hay ya tiempo para charla.
Ramsés y Nefertari admiraron, una a una, las ciento treinta y cuatro columnas cuya decoración revelaba el nombre de las divinidades a las que, sin cesar, la figura del faraón consagraba ofrendas. Aquellos tallos vegetales, eternizados por la piedra, unían el suelo, símbolo de la marisma primordial, con el techo pintado de azul, donde brillaban estrellas de oro.
Como había deseado Seti, la inmensa sala hipóstila de Karnak encarnaría para siempre la gloria del dios oculto, revelando sus misterios.
—¿Será Tebas una mera escala o gozará de una larga estancia de la pareja real? —preguntó Nebu.
—Para conducir Egipto hacia la paz —repuso Ramsés—, debo satisfacer a los dioses ofreciéndoles templos donde les guste residir y concluyendo mi morada de eternidad y la de Nefertari. Cuando llegue la hora, recuperarán la vida que han depositado en nuestro corazón; debemos estar dispuestos a comparecer ante ellos, para que el pueblo de Egipto no sufra con nuestra muerte.
Ramsés despertó la fuerza divina en el secreto del naos de Karnak y saludó su presencia:
—Yo te saludo, engendrador de la vida, de los dioses y los humanos, creador de mi país y de las lejanas tierras, a ti, que moldeas las praderas verdeantes y la inundación. Todo está lleno de tu perfección.
Karnak despertaba.
La luz del día sustituía la de los candiles de aceite. Los ritualistas llenaban las jarras de purificación con agua del lago sagrado, renovaban las pastillas de incienso que perfumaban las capillas, adornaban los altares con flores, frutos, legumbres y pan fresco, se organizaban procesiones para que circularan las ofrendas que, todas ellas, se elevarían hacia Maat. Sólo ella resucitaba las distintas formas de vida, sólo ella vivificaba gracias al perfume de su rocío que inundaba la tierra al amanecer.
En compañía de Nefertari, Ramsés tomó la vía procesional, flanqueada de esfinges, que llevaba al templo de Luxor.
Ante el pilono, un hombre de rostro cuadrado, sólido, antiguo supervisor de las caballerizas del reino, aguardaba a la pareja real.
—Nos enfrentamos y combatimos —recordó el rey a su esposa—, y me enorgullecía haber podido resistir, cuando era sólo un muchacho.
Tras haber abandonado la carrera de las armas, el rugoso Bakhen había cambiado mucho. Había llegado al cuarto rango de la jerarquía sacerdotal de Karnak, y estaba profundamente conmovido. Ver de nuevo al faraón le causaba tanta alegría que ya no sabía que palabras pronunciar. Prefiriendo que su obra hablara por él, hizo admirar la impresionante fachada de Luxor, precedida por dos esbeltos obeliscos y varios colosos que representaban a Ramsés. En la hermosa piedra de gres diversas escenas narraban los episodios de la batalla de Kadesh y la victoria del rey de Egipto.
—¡Majestad, el edificio está terminado! —declaró Bakhen con ardor.
—Pero la obra debe proseguir.
—Estoy dispuesto.
La pareja real y Bakhen penetraron en el gran patio situado tras el pilono y flanqueado por pórticos con columnas entre las que se erguían estatuas de Ramsés conteniendo su ka, la energía inmortal que le hacía apto para reinar.
—El trabajo de los canteros y de los escultores es admirable, Bakhen, pero no puedo concederles reposo alguno, y pienso incluso llevarlos a un terreno difícil, peligroso tal vez.
—¿Puedo conocer vuestro proyecto, majestad?
—Edificar varios santuarios en Nubia, entre ellos un gran templo. Reúne a los artesanos y consúltales; sólo aceptaré voluntarios.
El Ramesseum, el templo de millones de años de Ramsés el Grande, construido sobre planos trazados por el propio rey, se había convertido en un grandioso monumento, el mayor de la orilla de Occidente. Granito, gres y basalto se habían utilizado para crear pilonos, patios y capillas; varias puertas de bronce dorado delimitaban las distintas partes del monumento, protegido por un recinto de ladrillo.
Chenar había conseguido introducirse en un almacén vacío al caer la noche. Provisto de un arma que le había entregado Ofir y que esperaba que fuese decisiva, el hermano de Ramsés aguardó a que las tinieblas fueran muy densas para aventurarse en el espacio sagrado.
Flanqueó el muro del palacio en construcción y atravesó un patio. A pocos metros de la capilla dedicada a Seti, vaciló.
Seti, su padre…
Pero un padre que le había traicionado eligiendo a Ramsés como faraón. Un padre que le había despreciado y rechazado, favoreciendo el ascenso de un tirano.
Tras haber realizado lo que proyectaba, Chenar ya no sería hijo de Seti. ¡Pero qué importaba eso! Pese a lo que afirmaban los iniciados en los misterios, nadie franqueaba el obstáculo de la muerte. La nada había absorbido a Seti como absorbería a Ramsés. La vida sólo tenía un sentido: obtener el máximo poder, por cualquier medio, y ejercerlo sin traba, pisoteando a los mediocres y a los inútiles.
¡Y pensar que miles de imbéciles comenzaban a considerar a Ramsés un dios! Cuando Chenar hubiera derribado al ídolo, quedaría abierto el camino para un nuevo régimen. Suprimiría los ritos de antaño y gobernaría en función de los dos únicos ejes dignos de interés: la conquista territorial y el desarrollo económico.
En cuanto subiera al trono, Chenar ordenaría que arrasaran el Ramesseum y destruyeran todas las representaciones de Ramsés. Aunque estuviera inconcluso, el templo de millones de años producía ya una energía contra la que al propio Chenar le resultaba difícil luchar. Jeroglíficos, escenas esculpidas y pintadas vivían, afirmando en cada piedra la presencia y el poderío de Ramsés. ¡No, no era una ilusión engendrada por la noche!
Chenar salió de la letargia que le dominaba. Emplazó el dispositivo previsto por Ofir y salió del recinto del Ramesseum.
El templo de millones de años, gracias al que se edificaba el reinado de Ramsés, tomaba forma, crecía como un ser lleno de vigor. El rey rindió homenaje al edificio de donde, en adelante, obtendría las fuerzas que alimentarían su pensamiento y su acción.
Como en Karnak y en Luxor, maestros de obras, canteros, escultores, pintores y dibujantes habían hecho maravillas. El santuario, varias capillas y sus anexos, una pequeña sala hipóstila estaban ya terminados, así como el edificio reservado al culto de Seti. Y las demás partes del sagrado dominio estaban en obras, sin contar con los almacenes de ladrillo, la biblioteca y las moradas de los sacerdotes.
Plantada en el año 2 del reinado, la acacia del Ramesseum había crecido, también, con sorprendente rapidez. Pese a su delgadez, el follaje dispensaba ya una sombra benefactora.
Nefertari acarició el tronco del árbol.
La pareja real atravesó el gran patio, ante la mirada respetuosa y maravillada de los canteros, que habían dejado la maza y el cincel.
Tras haber hablado con su jefe de equipo, Ramsés los interrogó a todos sobre las dificultades con que se habían enfrentado. El rey no olvidaba las exultantes horas pasadas en las canteras del Gebel Silsileh, en una época en la que deseaba convertirse en tallador de piedra. El monarca prometió a los artesanos una prima excepcional: vino y ropa de primera calidad.
Mientras la pareja real avanzaba hacia la capilla de Seti, Nefertari se llevó la mano al corazón y se detuvo.
—Un peligro… Un peligro muy próximo.
—¿Aquí, en este templo? —se extrañó Ramsés.
El malestar se disipó. La pareja real se acercó al santuario donde se veneraría, por siempre, el alma de Seti.
—No empujes la puerta de este santuario, Ramsés. El peligro está aquí, detrás de ella. Déjame a mí.
Nefertari abrió la puerta de madera dorada. En el umbral había un ojo de cornalina roto en varios fragmentos y, ante la estatua de Seti, al fondo de la capilla, una bola roja, compuesta de pelos de animales del desierto.
Investida con el poder de Isis, la gran hechicera, la reina reconstruyó el ojo. Si el pie del rey hubiera tocado los fragmentos del símbolo profanado, habría quedado paralizado.
Luego, Nefertari tomó la bola roja con la parte baja de su túnica, sin tocarla con los dedos, y la llevó fuera, para que fuese quemada.
La pareja comprendió que unos seres procedentes de las tinieblas se habían atrevido a utilizar el mal de ojo, deseosos de romper el vínculo que unía a Seti con su hijo y de reducir al señor de las Dos Tierras al estado de un simple déspota, privado de las enseñanzas sobrenaturales de su predecesor.
¿Quién sino Chenar, pensó Ramsés, habrían llegado tan lejos en el camino del mal, ayudado por el mago vendido a los hititas? ¿Quién sino Chenar se empeñaba en destruir lo que su corazón, demasiado pequeño, no podía contener?