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Al acercarse a Abydos, Ramsés creyó tener el corazón en un puño. Sabía hasta que punto había amado su padre ese paraje, que importancia había dado a la construcción del gran templo de Osiris, y se reprochaba no haber regresado durante tanto tiempo. Ciertamente, la guerra contra los hititas y la salvaguarda de Egipto habían ocupado su espíritu y su brazo, pero ninguna excusa encontraba gracia ante el dios de la resurrección durante el juicio.

Setaú había imaginado que una muchedumbre de «sacerdotes puros», con el cráneo afeitado, perfumados y vestidos con inmaculadas ropas blancas, de campesinos cargados de ofrendas, de sacerdotisas tocando la lira y el laúd se apretujaría allí para recibir al rey. Sin embargo, el embarcadero estaba desierto.

—Es anormal —dijo—; no bajaremos del barco.

—¿Qué temes? —preguntó Ramsés.

—Imagina que otros mercenarios se hayan apoderado del templo y te tienden una nueva emboscada.

—¿Aquí, en la tierra sagrada de Abydos?

—Es inútil arriesgarse; prosigamos hacia el sur y enviemos el ejército.

—¿Cómo puedo admitir que una sola pulgada de terreno de mi país me sea inaccesible? ¡Y Abydos, por añadidura!

La cólera de Ramsés tenía la violencia de una tempestad del dios Set. Ni la propia Nefertari intentó apaciguarla.

La flotilla atracó, el faraón en persona se puso a la cabeza de un grupo de carros cuyas piezas, transportadas en las embarcaciones, habían sido montadas apresuradamente.

La vía procesional que llevaba del embarcadero al atrio del templo estaba, también, desierta, como si la ciudad santa hubiera sido abandonada. Ante el pilono había bloques de piedra calcárea, con la marca de los canteros, y herramientas ordenadas en cajas. Bajo los tamariscos que daban sombra al atrio descubrieron grandes narrias cargadas con bloques de granito que procedían de las canteras de Asuán.

Estupefacto, Ramsés se dirigió al palacio contiguo al templo. En los peldaños que llevaban a la entrada principal, un anciano ponía queso de cabra en rebanadas de pan. La aparición de aquel ejército le quitó el apetito; presa del pánico, abandonó su comida e intentó huir, pero fue alcanzado por un infante que le llevó ante el monarca.

—¿Quién eres?

La voz del anciano tembló.

—Soy uno de los lavanderos de palacio.

—¿Por qué no estás trabajando?

—Bueno… No tengo nada que hacer, todos se han marchado. En fin, casi todos… Quedan algunos sacerdotes, tan viejos como yo, junto al lago sagrado.

Pese a una vigorosa intervención de Ramsés, al comienzo de su reinado, el templo estaba todavía inconcluso. El rey y algunos soldados cruzaron el pilono, atravesaron el enclave administrativo, compuesto por despachos, talleres, una carnicería, una lavandería y una cervecería, absolutamente vacíos, y se dirigieron a paso rápido hacia las moradas de los sacerdotes permanentes.

Sentado en un banco de piedra, con las manos apoyadas en el pomo de su bastón de madera de acacia, un anciano con el cráneo afeitado intentó levantarse cuando se acercó el rey.

—No te tomes esa molestia, servidor del dios.

—Sois el faraón… ¡Me habían hablado tanto del Hijo de la Luz, cuyo poderío brilla como un sol! Mis ojos son débiles, pero no puedo equivocarme… Que feliz soy de veros antes de morir. A mis noventa y dos años, los dioses me ofrecen una inmensa alegría.

—¿Qué ocurre aquí?

—Es la quincena de requisa.

—Requisa… ¿Pero quién se lo ha permitido?

—El alcalde de la ciudad vecina… Consideró que el personal del templo era demasiado numeroso y que sería más útil reparar los canales que celebrar los ritos.

El alcalde era un comodón de hinchadas mejillas y labios gruesos; como su panza le molestaba para caminar, sólo se desplazaba en silla de manos. Pero un oficial le llevó al palacio de Abydos en carro y a toda velocidad.

A costa de un doloroso esfuerzo, el alcalde se prosternó ante el rey, sentado en un trono de madera dorada con patas en forma de zarpa de león.

—Perdonadme, majestad, no se me había comunicado vuestra llegada. De haberlo sabido, habrían organizado una recepción digna de vos y habrían…

—¿Eres el responsable de la requisa del personal de Abydos?

—Sí, pero…

—¿Has olvidado que está formalmente prohibida?

—No, majestad, pero pensé que toda esa gente estaba desocupada y que más valdría darles un trabajo útil para la provincia.

—Los has apartado de las tareas que mi padre les había asignado y que yo mismo había confirmado.

—De todos modos, pensé…

—Has cometido una grave falta, cuya sanción está prevista por decreto: cien bastonazos y la nariz y las orejas cortadas.

Pálido, el alcalde tartamudeó.

—No es posible, majestad, es inhumano.

—Eras consciente de tu falta y conocías el castigo; ni siquiera es necesario el juicio.

Seguro de que el tribunal sancionaría la pena, tal vez agravándola incluso más, el alcalde se deshizo en lamentos.

—He actuado mal, es cierto, pero no para beneficiarme personalmente. Gracias al personal de Abydos, los diques han sido reparados con rapidez y los canales dragados en profundidad.

—En ese caso, te permito elegir otra sanción: tú y tus funcionarios serviréis de peones en las obras del templo, hasta que concluyan.

Cada sacerdotisa y cada sacerdote cumplió su deber ritual, de modo que el templo de Osiris se asemejó al horizonte del cielo, iluminando todos los rostros. Ramsés había consagrado una estatua de oro con la efigie de su padre y celebrado, en compañía de Nefertari, el ceremonial de ofrenda a la Regla de Maat. Las puertas de cedro del Líbano, cubiertas de electro y el suelo, de plata, los dinteles de granito, los bajorrelieves multicolores convertían al templo en un vínculo con el otro mundo donde las potencias divinas se complacían en residir. En los altares, flores, jarros de perfume y alimentos destinados a lo invisible.

Se llenó el tesoro de oro, plata, lino real, aceites de fiesta, incienso, Vino, miel, mirra y ungüentos; en los establos cohabitaron bueyes cebados, vacas y vigorosos terneros, en los graneros se amontonaron granos de primera calidad. Como proclamo una inscripción jeroglífica: «El faraón multiplica para Dios todas las especies».

En un discurso pronunciado ante los notables de la provincia, reunidos en la sala de audiencias del palacio de Abydos, Ramsés decretó que las embarcaciones, los campos, los terrenos, el ganado, los asnos y todos los demás bienes del templo no podrían serle arrebatados con ningún pretexto. Por lo que se refería a los guardas de los campos, los pajareros, los pescadores, los campesinos, los apicultores, los jardineros, los vendimiadores, los cazadores y demás personal asignado al dominio de Osiris para hacerlo próspero, ninguno de ellos podría ser requisado para hacer cualquier tarea en otro lugar.

Quien transgrediera las directrices del decreto real sufriría un castigo corporal, sería privado de todas sus funciones y condenado a varios años de trabajos forzados.

Gracias al impulso de Ramsés, los trabajos progresaron rápidamente; los ritos iluminaron los cuerpos de los dioses instalados en sus capillas, el mal fue expulsado y el templo se alimentó de Maat.

Nefertari vivía días felices. Aquella estancia en Abydos le daba la inesperada ocasión de realizar su sueño de adolescente, vivir en la intimidad de las divinidades, meditar ante su belleza y percibir sus secretos practicando los ritos.

Cuando se acercaba el momento de cerrar las puertas del naos para pasar la noche, Ramsés no se hallaba a su lado. La reina fue a buscarlo y lo descubrió en el corredor de los antepasados, donde contemplaba la lista de los faraones que le habían precedido, desde la primera dinastía. Gracias al poder de los jeroglíficos, su nombre estaría siempre presente en la memoria de los humanos; el de Ramsés el Grande seguiría al de su padre.

—¿Cómo mostrarse digno de esos seres excepcionales? —se preguntó el rey en voz alta—. Prevaricación, cobardía, mentiras… ¿Qué faraón conseguirá alguna vez extirpar esos males del corazón de los hombres?

—Ninguno —respondió Nefertari—. Pero todos libraron ese combate perdido de antemano y, a veces, obtuvieron la victoria.

—Si ni siquiera el sagrado territorio de Abydos se respeta, ¿es útil dictar decretos?

—Este momento de desaliento no va contigo.

—Por eso he venido a consultar a mis antepasados.

—Sólo han podido darte un consejo: proseguir, aprovechar las pruebas para acrecentar tu poderío.

—Estamos tan bien en este templo; aquí reina la paz que no consigo imponer en el mundo profano.

—Tengo el deber de arrancarte a esa tentación, aun hablando contra mi más caro deseo.

Ramsés tomó a la reina en sus brazos.

—Sin ti, mis acciones serían sólo gestos irrisorios. Dentro de quince días se celebrarán los misterios de Osiris. Participaremos en ellos y tengo que hacerte una propuesta: la decisión es cosa tuya.

Armada con bastones y vociferando, una pandilla de granujas atacó la cabeza de la procesión. Cubierto con la máscara del dios chacal, «el que abre caminos», el sacerdote de Abydos rechazó a los asaltantes pronunciando fórmulas de maldición, para apartar a los seres tenebrosos de la barca de Osiris.

Los iniciados en los misterios ayudaron al que abre caminos y dispersaron a quienes se habían rebelado contra la luz.

La procesión prosiguió entonces hacia la isla de la primera mañana donde Ramsés, identificado con Osiris asesinado por su hermano Set, reposaba en un lecho con cabeza de león. Las aguas del Nilo rodeaban aquel promontorio primordial al que las dos hermanas divinas, Isis y Nephtys, llegaron utilizando una pasarela.

La isla se hallaba en el centro de un colosal edificio, formado por dos pilares monolíticos que aguantaban un techo digno de los constructores del tiempo de las pirámides. El santuario secreto de Osiris terminaba en una cámara transversal, de veinte metros por seis; allí se conservaba el sarcófago del dios.

Nefertari desempeñaba el papel de Isis, la esposa de Osiris, e Iset la bella el de Nephtys, cuyo nombre significaba «la soberana del templo». Como hermana de Isis, la ayudaba en los ritos que hacían salir a Osiris de los dominios de la muerte.

Nefertari había aceptado la proposición de Ramsés y le había parecido muy bien que Iset participara en el ritual.

Ambas mujeres se arrodillaron, Nefertari a la cabecera del lecho, Iset la bella a sus pies; con una jofaina de agua fresca en la mano derecha, un pan redondo en la izquierda, recitaron largas y conmovedoras letanías, necesarias para hacer circular una nueva energía por las venas del ser inerte.

Sus voces se unieron en la misma melodía, bajo la protección de la diosa del cielo, cuyo cuerpo inmenso, poblado de estrellas y decanatos, se desplegaba en el techo, por encima del lecho de resurrección.

Tras una larga noche, el Osiris Ramsés despertó. Y pronunció las palabras que habían pronunciado sus predecesores al vivir los mismos misterios: «Que me sean dadas la luz en el cielo, la potencia creadora en la tierra, la voz justa en el reino del otro mundo y la capacidad de viajar a la cabeza de las estrellas; que pueda tomar el cabo de proa en la barca de la noche y el cabo de popa en la barca del día».