Los minutos transcurrían. El navío real y las embarcaciones del séquito habían echado el ancla a la altura de la Ciudad del Sol, en unas aguas de nuevo tranquilas. Tres o cuatro mercenarios habían conseguido huir, pero su suerte no preocupaba a Nefertari ni a Setaú. Como Matador, mantenían los ojos clavados en el lugar donde habían desaparecido Ramsés y Loto.
La reina había ofrecido incienso a Hator, señora de la navegación; con una tranquilidad y una dignidad que conquistaron el corazón de los marinos, Nefertari aguardaba el informe de los hombres enviados en busca de los desaparecidos. Unos recorrían el río, otros tomaban los caminos de sirga para explorar las altas hierbas de las riberas. Sin duda, la corriente había arrastrado al rey y a la nubia hacia el sur.
Setaú permanecía junto a la reina.
—El faraón volverá —murmuró ella.
—Majestad… El río es a veces implacable.
—Volverá, y ha salvado a Loto.
—Majestad…
—Ramsés no ha concluido su obra. Un faraón que no ha concluido su obra no puede morir.
Setaú comprendió que no podría resquebrajar la lacerante seguridad de la reina; ¿pero cómo reaccionaría cuando se viera obligada a aceptar lo ineluctable? El hechicero olvidaba su propio dolor para compartir el de Nefertari. Ya imaginaba el horrendo regreso a Pi-Ramsés para anunciar a la corte la desaparición de Ramsés.
Chenar y sus compañeros aguardaron hasta haber recorrido unos cuantos kilómetros hacia el norte, empujados por la fuerte corriente, antes de recuperar el aliento. Entonces hundieron su barca y se introdujeron en la verde campiña, donde trocaron amatistas por asnos.
—¿Adónde vamos? —preguntó un mercenario cretense.
—Tú volverás a Pi-Ramsés y avisarás a Ofir.
—No va a felicitarme.
—No tenemos nada que reprocharnos.
—A Ofir no le gustan los fracasos.
—Sabe que estamos jugando una importante partida y que no ahorro esfuerzos. Y le darás dos buenas noticias. La primera que he visto a Setaú a bordo del navío real, por lo que Kha ya no goza de su protección. La segunda que, como estaba previsto, voy a Nubia y mataré a Ramsés.
—Prefiero ir con vos —dijo el cretense—; mi compañero será un excelente correo. Yo sé combatir y perseguir la caza.
—De acuerdo.
Chenar no sentía desaliento alguno. La acción violenta le había convertido en jefe guerrero, su rabia, contenida durante largos años, se expresaba por fin libremente. ¿Acaso no había conseguido, con pocos hombres y una imaginativa estrategia, sorprender a Ramsés el Grande, no había estado al borde del éxito?
El destino acabaría respondiendo a su perseverancia de modo favorable.
En todas las embarcaciones de la flotilla real reinaba el silencio. Nadie se atrevía a iniciar una conversación, por miedo a turbar la dolorosa meditación de la reina. Al anochecer, seguía inmóvil en la proa del navío del faraón.
Setaú también permanecía callado, para preservar la última esperanza que le unía a la sombra de Ramsés. Pero, con la puesta de sol, Nefertari tendría que admitir la atroz realidad.
—Lo sabía —dijo con una voz dulce que pasmó a Setaú.
—Majestad…
—Ramsés está allí, en el tejado del palacio blanco.
—Majestad, cae la noche y…
—Mira bien.
Setaú clavó la mirada en el lugar que Nefertari indicaba.
—No, es sólo una ilusión.
—Pero mis ojos lo ven, acerquémonos.
Setaú no se atrevió a oponerse a las exigencias de la reina. El navío real levó el ancla y se dirigió hacia la Ciudad del Sol, que las tinieblas no tardarían en envolver.
El encantador de serpientes miró de nuevo al tejado del palacio blanco donde habían vivido Akenatón y Nefertiti. Por un instante creyó divisar a un hombre; se frotó los párpados y miró mejor. El espejismo no había desaparecido.
—Ramsés está vivo —repitió Nefertari.
—¡Acelerad el ritmo! —exigió Setaú.
Y la silueta de Ramsés iba haciéndose mayor, minuto a minuto, en los últimos rayos del sol.
Setaú no se calmaba.
—¿Por qué el señor de las Dos Tierras no ha intentado indicarnos su presencia y pedir socorro? ¡No hubiera sido una deshonra!
—Tenía otra cosa que hacer —respondió el rey—. Loto y yo hemos nadado por debajo del agua, pero ella ha perdido el conocimiento y he creído que se había ahogado. Hemos llegado a la orilla en el extremo meridional de la ciudad abandonada, y he magnetizado mucho tiempo a Loto, hasta que ha vuelto a la vida. Luego hemos caminado hacia el centro de la ciudad y he buscado el punto más elevado para manifestar nuestra presencia. Sabía que el espíritu de Nefertari nos seguía y que la reina miraría en la dirección correcta.
Con luminosa tranquilidad, la reina manifestaba discretamente su emoción estrechando contra su pecho el brazo diestro de Ramsés, que acariciaba al león.
—He llegado a creer que el huevo del mundo había sido incapaz de salvarte —murmuró Setaú—; si hubieras desaparecido, mi reputación habría quedado empañada.
—¿Cómo está Loto? —preguntó la reina.
—Le he administrado una poción sedante; tras una buena noche de sueño, olvidará su desventura.
Un copero escanció vino blanco fresco.
—Ya era hora —dijo Setaú—; estaba preguntándome si todavía vivíamos en un país civilizado.
—¿Durante el combate —preguntó Ramsés—, has visto al jefe de los agresores?
—Me han parecido tan huraños los unos como los otros; ni siquiera he advertido que tuvieran jefe.
—Era un barbudo, muy excitado, con los ojos llenos de cólera… Por un momento me ha parecido reconocer a Chenar.
—Chenar murió en el desierto, camino del penal. Incluso los escorpiones acaban muriendo.
—¿Y si hubiera sobrevivido?
—Si fuera así, sólo pensaría en ocultarse y no habría lanzado contra ti a un grupo de mercenarios.
—No era una trampa improvisada, y ha estado a punto de tener éxito.
—¿Acaso el odio puede corroer a un ser hasta el punto de transformarle en un notable guerrero, dispuesto a todo para matar a su hermano y atacar la sagrada persona del faraón?
—Si se trata de Chenar, acaba de darte la respuesta.
El rostro de Setaú se ensombreció.
—Si ese monstruo está vivo aún, no podemos permanecer pasivos. La locura que le anima es la de los demonios del desierto.
—El atentado no ha sido perpetrado al azar —dijo Ramsés—. Convoca enseguida a los canteros de las ciudades más próximas.
Unos acudieron desde Hermópolis, la ciudad de Thot, los otros de Asiut, la de Anubis; varias decenas de canteros se instalaron en un campamento de tiendas y, pocas horas después de su llegada, comenzaron a trabajar a las órdenes de dos maestros de obras, tras haber escuchado un breve y firme discurso de Ramsés.
El faraón había formulado sus exigencias ante el palacio de la ciudad abandonada: la Ciudad del Sol, consagrada al dios Atón, tenía que desaparecer. Uno de los predecesores de Ramsés, Horemheb, había desmantelado algunos templos y había utilizado sus piedras para llenar sus pilonos, en Karnak. Una vez que hubiera hecho desaparecer los palacios, casas, talleres, muelles y demás construcciones de la ciudad muerta, Ramsés habría concluido su obra. Las piedras y los ladrillos serían utilizados en otras aglomeraciones. Las tumbas, que no albergaban momia alguna, quedarían intactas.
El navío real permaneció anclado hasta que sólo subsistieron los cimientos de los edificios; muy pronto, las tempestades de arena los cubrirían, sumiendo en la nada la capital extraviada, convertida en un foco de fuerzas negativas.
Unos peones llevaron los materiales a las embarcaciones de carga; serían distribuidos en función de las necesidades de las ciudades vecinas. Un suplemento de carne, aceite, cerveza y ropa alentó a los obreros a realizar con diligencia su tarea.
Ramsés y Nefertari visitaron por última vez el palacio de la Ciudad del Sol antes de su demolición; el pavimento decorado se utilizaría de nuevo en el palacio real de Hermópolis.
—Akenatón se equivocó —consideró Ramsés—; la religión que defendía desembocaba en la doctrina y la intolerancia. Estaba traicionando el propio espíritu de Egipto. Por desgracia, Moisés ha tomado el mismo camino.
—Akenatón y Nefertiti fueron una pareja real —recordó Nefertari—; respetaron nuestras leyes y tuvieron la prudencia de limitar su experiencia en el tiempo y en el espacio. Con la implantación de mojones fronterizos, encerraron el culto a Atón en su ciudad.
—Pero el veneno se extendió… Y no estoy seguro de que la desaparición de esta ciudad, donde las tinieblas habían reemplazado a la luz, disipe sus efectos. Este paraje, al menos, vuelve a la montaña y al desierto, y ya ningún rebelde lo utilizará como base de partida.
Cuando el último cantero abandonó la ciudad arrasada, sumida ahora en el silencio y el olvido, Ramsés dio orden de navegar hacia Abydos.