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En la proa de la nave real, Ramsés estrechaba tiernamente a Nefertari contra su pecho. La pareja real disfrutaba de unos momentos de intensa felicidad, comunicándose con el espíritu del río, el padre nutricio que nacía en los confines del universo y bajaba a tierra para transmitirle el flujo creador.

El nivel del agua era alto y la navegación rápida, gracias a un buen viento del norte. El capitán permanecía siempre ojo avizor, pues la corriente producía peligrosos remolinos; una mala maniobra podía provocar un naufragio.

La belleza de Nefertari maravillaba cada día más a Ramsés. En ella se unían la gracia y la autoridad soberana. Por ella se realizaba la milagrosa unión de un espíritu luminoso y un cuerpo perfecto. Aquel largo viaje hacia el sur sería el del amor que el rey sentía por una mujer sublime, cuya mera presencia encarnaba la serenidad, tanto para el faraón como para su pueblo. Desde que vivía con Nefertari, Ramsés comprendía por qué los sabios habían exigido que Egipto fuese dirigido por una pareja real, cuya mirada era una sola.

Tras nueve años de reinado, Ramsés y Nefertari se habían enriquecido por las pruebas, enamorados el uno del otro como cuando habían advertido que recorrían juntos los caminos de la vida y de la muerte.

Con el cabello al viento, vestida con una simple túnica blanca, Nefertari saboreaba los paisajes del Egipto Medio con admiración; palmerales, cultivos a orillas del agua, aldeas de casas blancas en las colinas encarnaban la suavidad de un paraíso que los justos descubrirían más allá del fallecimiento y que la pareja real debía procurar construir en la tierra.

—¿No temes que nuestra ausencia…?

—He consagrado la mayor parte de mi reinado al norte, ha llegado la hora de preocuparme por el sur; sin la unión de las Dos Tierras, Egipto no sobreviviría. Y esta guerra contra el Hatti me ha mantenido mucho tiempo lejos de ti.

—No ha terminado.

—Asia conocerá profundos trastornos; si existe una posibilidad de paz, ¿no hay que aprovecharla?

—Es la razón de la misión secreta de Acha, ¿no es cierto?

—Los riesgos que corre son inmensos. ¿Pero quién, si no, podría llevar a cabo una misión tan delicada?

—Estamos juntos, en la alegría y en la pesadumbre, en la esperanza y en el temor; que la magia de este viaje proteja a Acha.

Los pasos de Setaú resonaron en cubierta.

—¿Puedo importunaros?

—Acércate, Setaú.

—Me hubiera gustado quedarme junto a Kha; el muchacho se convertirá en un estupendo mago. Por lo que se refiere a su protección, no temáis: nadie podrá cruzar las defensas que he levantado.

—¿No os sentís impacientes, Loto y tú, por ver vuestra querida Nubia? —preguntó Nefertari.

—Alberga las más hermosas serpientes de la creación… ¿Sabéis que al capitán le preocupan los movimientos del agua? Piensa que estamos acercándonos a una zona peligrosa y desea dirigirse hacia la ribera cuando hayamos dejado atrás aquel islote herboso, en mitad del río.

El Nilo, tras una serie de meandros, pasó ante un acantilado donde anidaban los buitres, luego se alejó de la pared. Pronto apareció un semicírculo montañoso, que se extendía a lo largo de unos veinte kilómetros.

Nefertari se llevó la mano a la garganta.

—¿Qué pasa? —se preocupó Ramsés.

—Cierta dificultad para respirar… No es nada.

La embarcación dio una violenta sacudida a consecuencia de un remolino y empezó a bambolearse.

En la ribera se distinguían los degradados edificios de la capital abandonada de Akenatón.

—Acompaña a la reina hasta nuestra cabina y vela por ella —ordenó Ramsés a Setaú.

Aterrorizados, algunos marineros perdieron la cabeza. Uno cayó del palo mayor, cuando intentaba arriar una vela, y golpeó al capitán. Atontado, con los ojos extraviados, fue incapaz de dar consignas claras y de sus labios sólo brotaban órdenes contradictorias.

—¡Silencio! —ordenó Ramsés—. Todos a sus puestos, dirigiré la maniobra.

En unos minutos había aparecido el peligro. Los barcos de escolta, presas de la corriente contraria y sin comprender las razones de los bruscos movimientos del navío real, se encontraron de pronto alejados de él e incapaces de socorrerle.

Mientras la embarcación enderezaba su curso, el rey distinguió el doble obstáculo, sin duda infranqueable.

En medio del río había un ancho remolino; del lado del embarcadero de la Ciudad del Sol, donde el paso hubiera sido navegable, una barrera de balsas en las que se habían colocado unos braseros. El rey podía elegir entre el naufragio y el incendio, que no dejaría de destruir su navío si chocaba con las balsas a toda velocidad.

¿Quién habría tendido esa trampa junto a la ciudad abandonada? Ramsés se explicaba el malestar de Nefertari; con sus dones de vidente, había presentido el peligro.

El rey tenía sólo unos segundos para reflexionar. Esta vez, su león no podría ayudarle.

—¡Ahí está! —aulló el vigía.

Chenar tiró el muslo de pato asado que estaba mordisqueando y saltó hacia su arco y su espada. Él, el gran dignatario enamorado de su comodidad, se había forjado un alma de guerrero.

—¿Está aislado el barco del faraón?

—Exactamente como habíais previsto… El séquito se halla a una gran distancia.

Al mercenario se le hacía la boca agua. Chenar le había prometido, a él y a sus compañeros que formaban el grupo de combate reunido por Ofir, un hermoso botín. El hermano del rey había demostrado una rara elocuencia y había vertido en su discurso el fuego del odio que le devoraba el corazón.

Ningún mercenario se atrevería a herir a Ramsés, por miedo a que le fulminara la energía divina que habitaba en el faraón. Desde su victoria en Kadesh, todos temían los poderes sobrenaturales del señor de las Dos Tierras. Chenar se había encogido de hombros y prometido matar personalmente al tirano.

—La mitad de los hombres a las balsas, los demás que me sigan.

Ramsés iba a perecer, así, junto a la Ciudad del Sol, como si la herejía de Akenatón terminara finalmente con Amón y las demás divinidades que veneraba el rey de Egipto. Si tomaba a Nefertari como rehén, Chenar estaba convencido de que la escolta del monarca acabaría reconociéndole como rey. La muerte de Ramsés provocaría una enorme brecha por la que su hermano se arrojaría sin perder un instante.

Varios mercenarios saltaron del embarcadero a las balsas y se dispusieron a arrojar flechas inflamadas contra el navío real mientras que sus compañeros, al mando de Chenar, atacaban por detrás.

La victoria no podía escapárseles.

—¡Todos los remeros a estribor! —ordenó Ramsés.

La primera flecha inflamada se clavó en la madera de la cabina central; la hermosa Loto, ágil y rápida, apagó el pequeño incendio con un retazo de vasta tela.

Ramsés trepó al techo de la cabina, tensó su arco, apuntó a uno de sus adversarios, dejó de respirar y disparó. La flecha atravesó la garganta del mercenario, sus camaradas se agacharon detrás de los braseros para protegerse de los mortíferos disparos del monarca; sus propias flechas, sin precisión, se perdieron en las atorbellinadas aguas que rozaban el navío.

La brutal maniobra exigida por Ramsés había modificado la trayectoria; la proa se había encabritado como un caballo furioso y la embarcación se había puesto de través, asaltada a babor por la furiosa corriente. Tenía una oportunidad de derivar hacia la ribera, siempre que no fuera aspirada por el remolino y alcanzada por las rápidas barcas de los hombres de Chenar, que habían derribado ya a dos marineros que estaban en la popa; los infelices habían caído al río con el pecho atravesado por las flechas.

Setaú corrió hacia proa, llevando consigo un huevo de arcilla que manejaba con precaución. Cubierto de jeroglíficos, el talismán era la reproducción del huevo del mundo que se conservaba en el naos del gran templo de Thot, en Hermópolis; sólo los magos de Estado, como Setaú, estaban autorizados a utilizar un símbolo cargado de ondas de temible eficacia.

Setaú estaba de mal humor. Había previsto utilizar el talismán en Nubia, en el caso de que un peligro imprevisto amenazara a la pareja real; privarse de semejante arma le ponía rabioso, pero era preciso vencer al maldito remolino.

Con un amplio gesto, el encantador de serpientes arrojó el huevo del mundo al corazón de las aguas. Éstas burbujearon, como si estuvieran en ebullición; se abrió una espiral, una oleada cayó sobre las balsas, cubriendo varios braseros y ahogando a dos mercenarios. El navío real ya no corría el riesgo de zozobrar ni de ser incendiado pero, en la popa, la situación se degradaba por momentos. Los hombres de Chenar habían arrojado garfios y comenzaban a trepar por los cabos; desenfrenado, su jefe disparaba flecha tras flecha, impidiendo que los marineros egipcios intervinieran.

Dos saetas inflamadas se clavaron en la vela, produciendo de nuevo un incendio que Loto volvió a apagar. Aunque se expusiera al tiro enemigo, Ramsés no cambiaba de posición y seguía eliminando mercenarios. Alertado por los gritos procedentes de la popa del barco, se volvió y vio a un pirata levantando el hacha sobre la cabeza de un marinero desarmado.

La flecha del soberano atravesó la muñeca del asaltante, que retrocedió gritando de dolor; Matador clavó sus colmillos en el cráneo de otro mercenario que había conseguido llegar a cubierta.

Por un instante, la mirada del faraón se clavó en la del jefe de la banda, un hombre barbudo y excitado que le apuntaba. Con un movimiento casi imperceptible, el monarca se desplazó hacia la izquierda; la flecha del exaltado rozó su mejilla. Despechado, el agresor dio a los supervivientes orden de retirarse.

Una llama reavivada empezó a prender el vestido de Loto. En esta ocasión el fuego había pillado desprevenida a la nubia, que tuvo que lanzarse al río para no quemarse, pero tuvo la desgracia de ser aspirada por la moribunda espiral del remolino. Incapaz de nadar, levantó el brazo para pedir ayuda.

Ramsés se zambulló a su vez.

Nefertari salía de la cabina central justo cuando el rey desaparecía en el río.