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La corte estaba llena de contradictorios rumores sobre la partida de la pareja real hacia el sur; unos afirmaban que era inminente, otros que había sido retrasada sine die, debido a la incierta situación en los protectorados. Algunos pensaban incluso que el rey, a pesar de la presencia de los «hijos reales» a la cabeza de los regimientos, se vería obligado a volver a la guerra.

La luz penetraba a raudales en el despacho de Ramsés, que se recogía ante la estatua de su padre. En la gran mesa tenía varias misivas procedentes de Canaán y Siria del Sur. Vigilante, el perro amarillo dorado, dormía en el sillón de su dueño.

Ameni irrumpió en el despacho.

—¡Un mensaje de Acha!

—¿Lo has autentificado?

—Es su caligrafía y menciona mi nombre en criptografía.

—¿Cómo lo ha enviado?

—Uno de los miembros de su red lo ha traído desde el Hatti. Nadie más ha tenido el mensaje en sus manos.

Ramsés leyó el texto redactado por Acha y descubrió la magnitud de los trastornos que amenazaban con desgarrar el Imperio hitita. Ahora comprendía por qué los precedentes despachos le habían hecho poner en estado de alerta los fortines de la frontera noreste.

—Los hititas están incapacitados para atacarnos, Ameni; la reina y yo podemos partir.

Provisto de su amuleto y de su texto mágico, Kha copiaba un problema de matemáticas que consistía en calcular el ángulo ideal de una pendiente para izar piedras a lo alto de un edificio en construcción, rodeado de colinas de tierra. Su hermana, Meritamón, se perfeccionaba, día tras día, en el arpa y encantaba a su hermano menor, Merenptah, que ya comenzaba a caminar vigilado por Iset la bella y Matador.

El enorme león nubio, con los ojos entornados, se complacía viendo deambular al hombrecillo, vacilante y torpe.

La fiera levantó la cabeza cuando Serramanna se presentó en el umbral del jardín. Percibiendo las intenciones pacíficas del sardo, se limitó a soltar un gruñido y volvió a su posición de esfinge.

—Me gustaría hablar con Kha —le dijo a Iset la bella.

—¿Acaso ha cometido… una falta grave?

—No, claro que no; pero podría ayudarme en mi investigación.

—En cuanto haya encontrado la solución de su problema, os lo enviaré.

Serramanna había progresado.

Sabía que un mago libio, llamado Ofir, había asesinado a la infeliz Lita, muerta por haber creído en un espejismo.

Convertido en portavoz de la herejía de Akenatón, se había ocultado tras esa doctrina para engañar mejor a ciertos espíritus y enmascarar su papel de espía al servicio de los hititas. Ya no se trataba de hipótesis sino de certidumbres obtenidas gracias al interrogatorio de un mercader ambulante, caído en las redes de los hombres de Serramanna cuando se presentaba en el antiguo domicilio de Chenar, donde Ofir había estado oculto durante un largo período. El personaje sólo era, ciertamente, un modesto agente de la red hitita; como trabajaba de modo ocasional para el mercader sirio Raia, su superior directo que había regresado al Hatti, no había sido avisado del desmantelamiento de la organización oculta ni de la dispersión de sus miembros. Temiendo sevicias físicas, dijo todo lo que sabía cuando le preguntaron, permitiendo a Serramanna iluminar algunas zonas oscuras.

Pero seguían sin encontrar a Ofir, y Serramanna no estaba convencido de que Chenar hubiera muerto en el desierto. ¿Se habrían dirigido el mago hacia el Hatti, en compañía del hermano de Ramsés? La experiencia del sardo le había enseñado que los seres maléficos nunca acaban de causar daño y que su imaginación carecía de límites.

Kha se acercó al gigante y levantó los ojos hacia él.

—Eres muy grande y muy fuerte.

—¿Quieres contestar a mis preguntas?

—¿Conoces las matemáticas?

—Sé contar a mis hombres y las armas que les entrego.

—¿Sabes construir un templo o una pirámide?

—El faraón me confió otro papel: detener a los criminales.

—A mí me gusta escribir y leer los jeroglíficos.

—Precisamente deseaba hablarte del pincel que te robaron.

—Era mi preferido. Me hace mucha falta.

—Después del incidente, debiste de reflexionar. Estoy seguro de que tienes sospechas y me ayudarás a identificar al culpable.

—Sí, he reflexionado, pero no estoy seguro de nada. Acusar a alguien de robo es en exceso grave para hablar a la ligera.

La madurez del muchacho dejó pasmado al sardo; si realmente existía un indicio, Kha no lo habría desdeñado.

—¿Has advertido un comportamiento anormal en tu entorno? —insistió Serramanna.

—Durante unas semanas, tuve un nuevo amigo.

—¿Quién?

—El diplomático Meba. Se interesó mucho por mi trabajo y luego, de pronto desapareció.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro marcado del sardo.

—Gracias, príncipe Kha.

En Pi-Ramsés, como en las demás ciudades de Egipto, la fiesta de las flores era un día de regocijo popular. Superiora de todas las sacerdotisas, Nefertari no olvidaba que, desde la primera dinastía, el gobierno del país había descansado en un calendario de fiestas que celebraba el matrimonio del cielo y de la tierra. Gracias a los ritos que la pareja real llevaba a cabo, todo el pueblo participaba en la vida de los dioses.

En los altares de los templos, al igual que delante de todas las casas, el arte floral desplegaba su boato. Aquí, grandes ramos, ramas de palmera, adornos de cañas; allí, lotos, acianos, mandrágoras con sus largos tallos.

Bailando al son de tamboriles, redondos o cuadrados, manejando ramas de acacia, llevando guirnaldas de aciano y adormidera, las siervas de la diosa Hator recorrían las grandes arterias de la capital donde sus pies hollaban miles de pétalos.

La hermana de Ramsés, Dolente, había querido que la vieran junto a la reina, cuya belleza deslumbraba a quienes tenían la suerte de divisarla. Nefertari pensaba en sus deseos, cuando era muchacha, de recluirse al servicio de una diosa, lejos del mundo. ¿Cómo habrían podido imaginar los deberes de una gran esposa real, cuyo peso era cada vez más abrumador?

La procesión se dirigía hacia el templo de Amón, saludada por alegres cánticos.

—¿Ha sido fijada ya la fecha de vuestra partida, majestad? —preguntó Dolente.

—Nuestro barco zarpará mañana mismo —respondió Nefertari.

—La corte está inquieta; se murmura que vuestra ausencia durará varios meses.

—Es posible.

—¿Iréis realmente… hasta Nubia?

—Ésa es la decisión del faraón.

—¡Pero Egipto os necesita tanto!

—Nubia forma parte de nuestro país, Dolente.

—Una región peligrosa, a veces…

—No se trata de un viaje de placer.

—¿Cuál es la urgente tarea que os reclama lejos de la capital?

Nefertari sonrió soñadora.

—El amor, Dolente. Sólo el amor.

—No comprendo, majestad.

—Reflexionaba en voz alta —dijo la reina, lejana.

—Me gustaría tanto ayudaros… ¿Qué tarea puedo realizar durante vuestra ausencia?

—Ayudad a Iset, si lo desea; sólo siento no haber tenido bastante tiempo para ocuparme de la educación de Kha y de Meritamón.

—Que las divinidades os protejan tanto como les protegen a ellos.

En cuanto la fiesta hubiera terminado, Dolente ofrecería a Ofir las informaciones que había recogido. Abandonando la capital por un largo período, Ramsés y Nefertari cometían un error que sus enemigos sabrían explotar.

Acompañado por su portador de sandalias, Meba pensaba dar un largo paseo en barca por el lago de recreo de Pi-Ramsés. El diplomático necesitaba reflexionar contemplando las apacibles aguas.

Atrapado en un torbellino, Meba ya no era el mismo. ¿A qué aspiraba, sino a una existencia lujosa y tranquila, a un lugar preeminente en la alta función pública, donde dirigiría algunas hábiles intrigas para fortalecer su posición? Sin embargo, era miembro de una red de espionaje hitita, trabajaba para destruir Egipto… No, eso no lo había deseado.

Pero Meba tenía miedo. Miedo de Ofir, de su mirada gélida, de su apenas contenida violencia. No, ya no podía escapar de la trampa. Su porvenir pasaba por la caída de Ramsés.

El portador de sandalias llamó a un barquero que dormía en la ribera. Serramanna se interpuso.

—¿Puedo ayudaros, señor Meba?

El diplomático dio un respingo.

—No, no lo creo.

—¡Pues yo sí! Me gustaría mucho dar un paseo por ese maravilloso lago. ¿Me permitís que sea vuestro remero?

El poderío físico del sardo aterrorizaba a Meba.

—Como queráis.

Impulsada por Serramanna, la barca se alejó pronto de la orilla.

—¡Qué delicioso lugar! Lamentablemente, vos y yo estamos sobrecargados de trabajo y no tenemos mucho tiempo para apreciarlo.

—¿Cuál es la razón de esta entrevista?

—Tranquilizaos, no tengo la menor intención de interrogaros.

—¡Interrogarme, a mí!

—Sólo necesito vuestra ilustrada opinión sobre un punto delicado.

—No estoy seguro de poder ayudaros.

—¿Os han informado de un extraño robo? Alguien ha hecho desaparecer uno de los pinceles de Kha.

Meba evitó la mirada del sardo.

—Desaparecer… ¿Estáis seguro?

—El testimonio del hijo mayor del rey es formal.

—Kha es sólo un niño.

—Me pregunto si no tendréis alguna idea, aunque sea vaga, sobre la identidad del ladrón.

—Es una pregunta insultante. Devolvedme inmediatamente a la orilla.

La sonrisa de Serramanna estaba llena de malicia.

—Ha sido un instructivo paseo, señor Meba.