El consejo de los jefes de tribu escuchó a Moisés con atención. La absolución había aumentado su popularidad en tales proporciones que la voz de aquel a quien llamaban «el profeta» debía ser escuchada.
—Dios te ha protegido —afirmó Libni con voz ronca—; dirígele alabanzas y consagra a la oración el resto de tu existencia.
—Conoces mis verdaderas intenciones.
—No tientes tu suerte, Moisés.
—Dios me ordenó que sacara de Egipto al pueblo de Israel, y le obedeceré.
Aarón golpeó el suelo con su bastón.
—Moisés tiene razón: debemos obtener nuestra independencia. Cuando vivamos en nuestra tierra, conoceremos por fin la felicidad y la prosperidad. Salgamos todos juntos de Egipto; cumplamos la voluntad de Yahvé.
—¿Por qué arrastrar a nuestro pueblo por el camino de la desgracia? —se rebeló Libni—. El ejército terminará con los insurrectos, la policía detendrá a los insumisos.
—Alejemos el miedo —recomendó Moisés—; en nuestra fe encontraremos fuerzas para vencer al faraón y evitar su cólera.
—¿No nos basta con seguir a Yahvé aquí, en la tierra donde hemos nacido?
—Dios se manifestó y me habló —recordó Moisés—; Él ha trazado vuestro destino. Rechazarlo nos llevaría a la perdición.
Kha estaba fascinado. Setaú le hablaba de la energía concentrada en las estatuas de las divinidades, que circula por el universo y anima a todos los seres, desde el grano de arena a la estrella. El hijo mayor de Ramsés, en el interior de los templos a los que Setaú le permitía entrar, no podía apartarse de la contemplación de su cuerpo de piedra.
El niño estaba maravillado. Un sacerdote le había exigido que se purificara la boca con natrón, después le había purificado las manos y los pies y le había revestido con un paño blanco. En cuanto dio los primeros pasos por el interior del santuario, mundo perfumado y silencioso, Kha percibió la presencia de una fuerza extraña, aquella «magia» que vinculaba entre sí los elementos de la vida y con la que el faraón se alimentaba para alimentar a su vez a su pueblo.
Setaú le mostró a Kha el laboratorio del templo de Amón, cuyos muros estaban cubiertos de textos que revelaban los secretos de fabricación de los ungüentos rituales y los remedios utilizados por los dioses para cuidar el ojo de Horus, de modo que el mundo no se viera privado de luz.
Kha leía con avidez los textos y conservaba en la memoria un máximo de jeroglíficos; le hubiera gustado permanecer en los santuarios para estudiarlos con detalle. Gracias a aquellos signos portadores de vida se transmitía la sabiduría de los antiguos.
—Aquí se revela la verdadera magia —advirtió Setaú—; es el arma que Dios ha dado a los hombres para desviar la desgracia y no sufrir la fatalidad.
—¿Es posible escapar a tu destino?
—No, pero podemos vivirlo conscientemente; ¿no es eso rechazar los golpes de la suerte? Si sabes hacer que lo cotidiano sea mágico, dispondrás de una fuerza que te permitirá conocer los secretos del cielo y de la tierra, del día y de la noche, de las montañas y del río; comprenderás el lenguaje de los pájaros y los peces, renacerás al alba en compañía del sol y verás el poder divino planeando sobre las aguas.
—¿Me enseñarás las fórmulas de conocimiento?
—Tal vez, si eres perseverante y sales victorioso del combate contra la vanidad y la pereza.
—Lucharé con todas mis fuerzas.
—Tu padre y yo nos vamos al Gran Sur y estaremos ausentes varios meses.
Kha puso mala cara.
—Me gustaría que te quedaras y me enseñases la verdadera magia.
—Transforma esta prueba en conquista. Vendrás aquí cada día y te impregnarás de los signos sagrados que viven en la piedra; así estarás protegido contra cualquier agresión exterior. Para mayor seguridad, te proporcionaré un amuleto y un tejido protector.
Setaú levantó la tapa de un cofre de madera dorada y sacó un amuleto en forma de tallo de papiro, que simbolizaba el vigor y el florecimiento. Lo sujetó a un cordón y lo puso alrededor del cuello de Kha. Luego desenrolló una venda y, con tinta fresca, dibujó un ojo sano y completo; cuando la tinta estuvo seca, enrolló el tejido en la muñeca izquierda del muchacho.
—Procura no perder este amuleto ni este papiro; impedirán que las energías negativas penetren en tu sangre. Han sido cargados de fluido por los sacerdotes magnetizadores y actúan de modo preventivo.
—¿Las serpientes tienen esas fórmulas?
—Saben más que nosotros sobre la vida y la muerte, las dos vertientes de la realidad; percibir su mensaje es el inicio de toda ciencia.
—Quisiera ser tu aprendiz y preparar remedios.
—Tu destino no es curar, sino reinar.
—¡No quiero reinar! Lo que me gustan son los jeroglíficos y las fórmulas de conocimiento. Un faraón debe ver a mucha gente y resolver demasiados problemas. Yo prefiero el silencio.
—La existencia no se doblega a nuestros deseos.
—¡Claro que sí, porque tenemos la magia!
Moisés almorzaba con Aarón y dos jefes de tribu, seducidos por la idea del éxodo.
Llamaron a la puerta. Aarón abrió e inmediatamente Serramanna cruzó el umbral.
—¿Está aquí Moisés?
Los dos jefes de tribu se colocaron ante el profeta.
—Sígueme, Moisés.
—¿Adónde le llevas? —preguntó Aarón.
—Eso no es cosa vuestra. No me obliguéis a utilizar la fuerza.
Moisés se adelantó.
—Iré contigo, Serramanna.
El sardo hizo subir al hebreo en su carro. Escoltado por otros dos vehículos de la guardia, salió a buen paso de Pi-Ramsés, atravesó los cultivos y se dirigió hacia el desierto.
Serramanna se detuvo al pie de un montículo que dominaba una extensión de arena y piedras.
—Trepa hasta la cima, Moisés.
La ascensión no presentaba dificultad alguna.
Ramsés aguardaba sentado en un bloque erosionado por los vientos.
—Me gusta el desierto tanto como a ti, Moisés. ¿No vivimos horas inolvidables en el Sinaí?
El profeta se sentó junto al faraón y ambos miraron en la misma dirección.
—¿Qué dios te posee, Moisés?
—El Dios único, el verdadero Dios.
—Instruyéndote en la sabiduría de Egipto, habías abierto tu espíritu a las múltiples facetas de lo divino.
—No pienses devolverme al pasado. Mi pueblo tiene un porvenir y debe cumplirse fuera de Egipto. Permite que los hebreos se dirijan al desierto, a tres días de camino, para hacer un sacrificio a Yahvé.
—Sabes muy bien que es imposible. Semejante estancia exigiría una importante protección del ejército. En las actuales circunstancias, no puede descartarse una expedición de beduinos que causaría numerosas víctimas entre una población sin armas.
—Yahvé nos protegerá.
—Los hebreos son mis súbditos, soy responsable de su seguridad.
—Somos tus prisioneros.
—Los hebreos son libres de ir y venir a su albedrío, de entrar y salir de Egipto, si respetan la ley. Lo que me pides, en tiempos de guerra, no es razonable. Además, muchos no te seguirían.
—Guiaré a mi pueblo hacia la Tierra que les ha sido prometida.
—¿Dónde se encuentra?
—Yahvé nos lo revelará.
—¿Tan desgraciados son los hebreos en Egipto?
—No importa. Solo cuenta la voluntad de Yahvé.
—¿Por qué tanta rigidez? En Pi-Ramsés existen santuarios donde son acogidos los dioses extranjeros. Los hebreos pueden vivir su creencia como deseen.
—Eso no nos basta; Yahvé no tolera la presencia de falsos dioses.
—¿No está extraviándote, Moisés? En nuestro país, desde siempre, los sabios han venerado la unidad de lo divino en su Principio y su multiplicidad en la manifestación. Akenatón cometió un error cuando intentó imponer a Atón en detrimento de las demás potencias creadoras.
—Su doctrina renace hoy, purificada de sus escorias.
—Promover un dios único y exclusivo impediría los intercambios de divinidades entre países y ajaría la esperanza de fraternidad entre los pueblos.
—Yahvé es el protector y el auxilio de los justos.
—¿Olvidas a Amón? Expulsa el mal, escucha la oración de quien le implora con un corazón amante, acude enseguida hacia quien le llama. Amón es el médico que devuelve la vista al ciego sin utilizar remedios, nadie escapa a su mirada, es a la vez uno y múltiple.
—Los hebreos no veneran a Amón sino a Yahvé; y Yahvé los conducirá hacia su destino.
—Una doctrina rígida conduce a la muerte, Moisés.
—Mi decisión está tomada y la mantendré. Ésa es la voluntad de Dios.
—¿No es vanidad creer que eres su único depositario?
—Tu opinión no me importa.
—Entonces, este es el final de nuestra amistad.
—Los hebreos me elegirán como su jefe; tú eres dueño del país que nos mantiene prisioneros. Sean cuales sean la amistad y la estima que sienta por ti, deben desaparecer ante mi misión.
—Obstinándote, transgredirás la Regla de Maat.
—¡Y qué importa!
—¿Te consideras superior a la norma eterna del universo, que ya existía antes de la humanidad y perdurará cuando se extinga?
—La única ley que respetan los hebreos es la de Yahvé. ¿Nos concedes la autorización para ir al desierto y celebrar sacrificios en su honor?
—No, Moisés; durante la guerra contra los hititas, me está prohibido correr semejante riesgo. Ningún trastorno debe desorganizar nuestro sistema defensivo.
—Si sigues negándote, Yahvé animará mi brazo y realizaré prodigios que sumirán tu país en la desesperación.
Ramsés se levantó.
—Amigo, añade a tus certidumbres la siguiente: jamás cederé al chantaje.