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Durante un consejo que reunía a los principales representantes de la casta de los militares y la de los mercaderes, el emperador Muwattali recordó las palabras de uno de sus predecesores: «En nuestros días, el crimen se ha convertido en práctica habitual en la familia real; la reina ha sido asesinada, el hijo del rey ha sido asesinado también. Así pues, para evitar semejantes dramas es necesario imponer una ley: que nadie mate a un miembro de la familia real, que nadie desenvaine la espada o el puñal contra él, y pongámonos de acuerdo para encontrar un sucesor al soberano».

Afirmando con fuerza que todavía no había llegado el momento de su sucesión, el emperador se alegró de que el tiempo de los crímenes hubiera concluido y renovó su confianza en Hattusil, su hermano, y en Uri-Techup, su hijo. Confirmó a éste último su función de comandante en jefe del ejército; y a su hermano le encargó que estimulara la economía y mantuviera sólidos vínculos con los aliados extranjeros del Hatti. Dicho de otro modo, le arrebataba a Hattusil el poder militar y hacía intocable a Uri-Techup.

Viendo la sonrisa triunfante de Uri-Techup y el desilusionado rostro de Hattusil, no era difícil identificar al sucesor que Muwattali había elegido, sin pronunciar su nombre.

Cansado y encorvado, envuelto en su manto de lana roja y negra, el emperador no comentó sus decisiones y se retiró, rodeado de su guardia personal.

Loca de rabia, la hermosa sacerdotisa Putuhepa pisoteó los pendientes de plata que su marido, Hattusil, le había regalado la víspera.

—¡Es increíble! Tu hermano, el emperador, te echa por los suelos y ni siquiera lo sabías…

—Muwattali es un hombre reservado… Y mantengo importantes funciones.

—Sin el ejército, no eres más que un pelele sometido a la voluntad de Uri-Techup.

—Tengo buenas amistades entre los generales y los oficiales de las fortalezas que protegen nuestra frontera.

—¡Pero el hijo del emperador reina ya como dueño en la capital!

—Uri-Techup asusta a los espíritus razonables.

—¿Cuántas riquezas tendremos que ofrecerles para que no se pasen a su bando?

—Los mercaderes nos ayudarán.

—¿Por qué ha cambiado de opinión el emperador? Parecía hostil a su hijo y había aprobado mi proyecto de suprimirle.

—Muwattali nunca actúa por una cabezonada —recordó Hattusil—; sin duda habrá tenido en cuenta las amenazas de la casta militar. La ha apaciguado devolviendo a Uri-Techup sus antiguos privilegios.

—¡Es aberrante! Ese loco por la guerra los aprovechará para hacerse con el poder.

Hattusil reflexionó largo rato.

—Me pregunto si el emperador no habrá intentado transmitirnos un mensaje de un modo sutil. Uri-Techup se convierte en el hombre fuerte del Hatti, así pues, nosotros le pareceremos algo desdeñable. ¿No es este el mejor momento para acabar con él? Estoy convencido de que el emperador te está recomendando que te apresures. Tenemos que actuar, y hay que hacerlo enseguida.

—Esperaba que Uri-Techup viniera, algún día, a orar en el templo de la diosa Ishtar, para interrogar a los especialistas en adivinación. Con este nombramiento, se hace urgente consultar las entrañas de buitre. El nuevo jefe del ejército hitita debe de estar impaciente por conocer su porvenir. Yo me encargaré de todo. Cuando le haya matado, explicaré que ha sido víctima de la cólera del cielo.

Cargados de estaño, telas y productos alimenticios, los asnos entraban en la capital hitita con paso lento y regular. Los jefes de las caravanas los llevaban hacia una factoría donde un mercader comprobaba la lista y la cantidad de los productos, establecía reconocimientos de deuda, firmaba contratos y amenazaba a los morosos con procedimientos judiciales.

El principal representante de la casta de los mercaderes, un sesentón obeso, deambulaba por el barrio comercial. Su atenta mirada observaba las transacciones y no dejaba de intervenir en caso de litigio. Cuando Hattusil se interpuso en su camino, perdió su sonrisa comercial. Con los cabellos sujetos por una cinta, vestido con una tela multicolor, el hermano del emperador parecía más nervioso que de costumbre.

—Malas noticias —reconoció el mercader.

—¿Problemas con vuestros proveedores?

—No, mucho peor: con Uri-Techup.

—Pero… ¡El emperador me confió a mí la gestión de la economía!

—A Uri-Techup no parece importarle en absoluto.

—¿Qué malversaciones ha cometido?

—El hijo del emperador ha decidido cobrar un nuevo impuesto por cada transacción comercial, para poder pagar mejor a sus soldados.

—Presentaré una enérgica protesta.

—Será inútil, es demasiado tarde.

Hattusil era un náufrago perdido en la tormenta; por primera vez, el emperador no le había dicho nada al respecto y él, su propio hermano, se enteraba de algo importante no por boca de Muwattali sino en el exterior.

—Solicitaré al emperador que anule el impuesto.

—Fracasaréis —predijo el mercader—. Uri-Techup desea restaurar el poderío militar hitita aplastando a la casta de los mercaderes y despojándola de sus riquezas.

—Me opondré.

—Que los dioses os ayuden, Hattusil.

Desde hacía más de tres horas, Hattusil esperaba en una pequeña y fría sala del palacio del emperador. Por lo general, entraba sin ceremonias en los aposentos privados de su hermano; esta vez, dos miembros de la guardia personal de Muwattali le habían impedido el acceso, y un chambelán había escuchado su petición sin prometerle nada.

Pronto anochecería. Hattusil se dirigió a uno de los guardias.

—Avisad al chambelán, no aguardaré más.

El soldado vaciló, consultó con la mirada a su compañero y, luego, desapareció unos instantes. El otro parecía dispuesto a atravesar a Hattusil con su lanza si intentaba abrirse paso.

El chambelán reapareció, escoltado por seis guardias de rostros hostiles. El hermano del emperador pensó que iban a detenerle y a arrojarle a un calabozo del que no volvería a salir.

—¿Qué deseáis? —preguntó el chambelán.

—Ver al emperador.

—¿No os he dicho que hoy no recibía a nadie? Es inútil que sigáis esperando.

Hattusil se alejó, los guardias no se movieron.

Cuando salía de palacio, se cruzó con un Uri-Techup que parecía lleno de vigor. Con la ironía en los labios, el comandante en jefe del ejército hitita ni siquiera saludó a Hattusil.

Desde lo alto de la terraza del palacio, el emperador Muwattali contempló su capital, Hattusa. Enorme roquedal fortificado en el corazón de áridas estepas, había sido edificada para dar testimonio de la existencia de una fuerza invencible. Al verla, cualquier invasor daría media vuelta. Nadie se apoderaría de sus torres, nadie llegaría a la acrópolis imperial que dominaba los templos de las divinidades.

Nadie, salvo Ramsés.

Desde que aquel faraón había subido al trono de Egipto, hacía vacilar la gran fortaleza y daba severos golpes al imperio. La horrible hipótesis de la derrota atravesaba, a veces, el espíritu de Muwattali; en Kadesh, había evitado el desastre, ¿pero seguiría acompañándole la suerte? Ramsés era joven, conquistador, el cielo le amaba y no soltaría su presa antes de haber eliminado la amenaza hitita.

Él, Muwattali, el jefe de un pueblo guerrero, debía contemplar otra estrategia.

El chambelán anunció la visita de Uri-Techup.

—Que entre.

Los marciales pasos del militar hicieron vibrar las losas de la terraza.

—¡Qué el dios de la tormenta vele por vos, padre mío! El ejército pronto estará listo para reconquistar el territorio perdido.

—¿No acabas de decretar un nuevo impuesto que descontenta a los mercaderes?

—Son cobardes y aprovechados. Sus riquezas servirán para fortalecer nuestro ejército.

—Intervienes en un territorio que confié a Hattusil.

—¡Qué me importa Hattusil! ¿No os habéis negado a recibirle?

—No tengo por qué justificar mis decisiones.

—Me habéis elegido como sucesor, padre mío, y habéis hecho bien. El ejército está entusiasmado y el pueblo se ha tranquilizado. Contad conmigo para asegurar nuestro poder y terminar con los egipcios.

—Conozco tu valor, Uri-Techup, pero te queda mucho por aprender; la política exterior del Hatti no se reduce a un perpetuo conflicto con Egipto.

—Solo existen dos clases de hombres: los vencedores y los vencidos. Los hititas solo pueden pertenecer a la primera categoría. Gracias a mí, triunfaremos.

—Limítate a obedecer mis órdenes.

—¿Cuándo atacaremos?

—Tengo otros proyectos, hijo mío.

—¿Por qué demorar un conflicto que el imperio exige?

—Porque debemos negociar con Ramsés.

—Nosotros, los hititas, negociando con el enemigo… ¿Habéis perdido la cabeza, padre mío?

—Te prohíbo que me hables en ese tono —se encolerizó Muwattali—. Arrodíllate ante el emperador y preséntale tus excusas.

Uri-Techup permaneció inmóvil, con los brazos cruzados.

—Obedece o…

Jadeando, con los labios deformados por un rictus y mirando al vacío, Muwattali se llevó las manos al pecho y cayó sobre el enlosado.

Uri-Techup se limitó a observarle.

—Mi corazón… Mi corazón es como una piedra… Llama al médico de palacio…

—Exijo plenos poderes. En adelante, yo daré las órdenes al ejército.

—Un médico, pronto…

—Renunciad a reinar.

—Soy tu padre… ¿Vas a dejarme… morir?

—¡Renunciad a reinar!

—Re… renuncio. Tienes… mi palabra.