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Para festejar la absolución de Moisés, los ladrilleros hebreos habían organizado un enorme banquete en el barrio popular donde residían. Panes triangulares, estofado de pichón, perdices rellenas, compota de higos, vino fuerte y cerveza fresca fueron ofrecidos a los comensales, que cantaron durante toda la noche, gritando varias veces el nombre de Moisés, convertido en el más popular de los hebreos.

Fatigado por el estruendo, éste se alejó del lugar de la fiesta cuando sus partidarios estuvieron demasiado ebrios para advertir su ausencia. Moisés sentía la necesidad de estar solo para pensar en las luchas que se anunciaban; convencer a Ramsés de que permitiera salir de Egipto a todo el pueblo hebreo no sería fácil. Sin embargo, tenía que llevar a cabo, a toda costa, la misión que Yahvé le había confiado; para lograrlo, movería montañas.

Moisés se sentó en el borde de la muela del barrio; dos hombres se dirigieron hacia él. Eran los dos beduinos, el calvo y barbudo Amos y el flaco Baduch.

—¿Qué estáis haciendo aquí?

—Nos asociamos al festejo —declaró Amos—; ¿no es un momento de excepción?

—No sois hebreos.

—Podemos ser vuestros aliados.

—No os necesito.

—¿No sobrestima sus fuerzas tu clan? Sin armas, no conseguirás realizar tus sueños.

—Utilizaré ciertas armas, pero no las vuestras.

—Si los hebreos se alían con los beduinos —afirmó Baduch—, formarán un verdadero ejército.

—¿Para qué serviría?

—Para combatir a los egipcios y vencerlos.

—Peligroso sueño.

—¿Te atreves tú, Moisés, a criticar ese sueño? Sacar a tu pueblo de Egipto, desafiar a Ramsés, colocarte por encima de las leyes de este país… ¿No es ese un sueño igualmente condenable y peligroso?

—¿Quién te ha hablado de mis proyectos?

—Ni un solo ladrillero los ignora. Te atribuyen incluso la intención de enarbolar el estandarte de Yahvé, el dios guerrero, y apoderarte de las Dos Tierras.

—Los hombres deliran enseguida cuando un gran proyecto trastorna sus costumbres.

La astuta mirada de Baduch brilló con un fulgor malsano.

—No deja de ser cierto que piensas levantar a los hebreos contra la Administración egipcia.

—Apartaos ambos de mi camino.

—Te equivocas al rechazarnos, Moisés —insistió Amos—; tu pueblo se verá obligado a combatir y no tiene experiencia alguna en ese terreno. Podríamos servirle de instructores.

—Marchaos y dejadme meditar.

—Como quieras… Volveremos a vernos.

Viajando como simples campesinos y provistos de un salvoconducto expedido por Meba, los dos beduinos se detuvieron en un campamento, al sur de Pi-Ramsés. Comenzaban a degustar cebollas dulces, pan tierno y pescado seco cuando dos hombres se sentaron a su lado.

—¿Cómo ha terminado la entrevista? —preguntó Ofir.

—Ese Moisés es muy tozudo —confesó Amos.

—Amenazadle —exigió Chenar.

—De nada serviría. Debemos dejar que se suma en sus insensatos proyectos. En un momento u otro va a necesitarnos.

—¿Le han aceptado los hebreos?

—La absolución le ha convertido en héroe y los ladrilleros están convencidos de que va a defender, como antaño, sus derechos.

—¿Cómo juzgan su proyecto?

—Es muy discutido, pero calienta la sangre de algunos jóvenes que sueñan con la independencia.

—Alentémosles —dijo Chenar—; los disturbios debilitarán el poder de Ramsés. Si inicia una represión, le hará impopular.

Amos y Baduch eran los dos supervivientes de la red de espionaje que había actuado, en Egipto, durante varios años; al margen del circuito mercantil, no habían sido detectados por Serramanna. En el Delta disponían de un apoyo nada desdeñable.

La reunión entre Ofir, Chenar, Amos y Baduch era un verdadero consejo de guerra que señalaba la reanudación de la ofensiva contra Ramsés.

—¿Dónde están las tropas hititas? —preguntó Ofir.

—Según los confidentes beduinos —respondió Baduch—, acampan en sus posiciones, en el alto de Kadesh. La guarnición ha sido reforzada, en previsión de un ataque del ejército egipcio.

—Conozco a mi hermano —dijo Chenar con ironía—; no resistirá la tentación de seguir adelante.

Durante la batalla de Kadesh, Amos y Baduch, haciéndose pasar por prisioneros aterrorizados, habían mentido a Ramsés para llevarle hacia una trampa de la que no debería haber podido escapar. Guardaban de su fracaso un doloroso recuerdo que estaban impacientes por borrar.

—¿Cuáles son las consignas del Hatti? —preguntó el mago a Baduch.

—Desestabilizar a Ramsés por todos los medios.

Ofir sabía muy bien lo que significaba esa vaga orden. Por una parte, Egipto había reconquistado sus protectorados y los hititas no se sentían en condiciones de recuperarlos; por la otra, el hijo y el hermano del emperador debían librar una encarnizada batalla para adueñarse del poder que detentaba todavía el emperador Muwattali, ¿pero por cuánto tiempo?

La derrota de Kadesh, el fracaso de la contraofensiva en Canaán y en Siria, y la ausencia de reacción cuando Egipto recuperó esos territorios parecían demostrar que el Imperio hitita se debilitaba, a causa de sus desgarrones. Pero la triste realidad no impediría a Ofir proseguir su misión. Cuando Ramsés fuera herido de muerte, un nuevo ardor inflamaría el Hatti.

—Vosotros dos seguid infiltrando a los hebreos —ordenó Ofir a Baduch y Amos—. Que vuestros hombres se declaren adeptos de Yahvé e inciten a los ladrilleros a seguir a Moisés. Dolente, la hermana del rey, nos informará de la evolución de la corte durante la ausencia de la pareja real. Yo me encargaré de Kha, sean cuales sean las protecciones que le rodean.

—Yo me reservo a Acha —murmuró Chenar.

—Tenéis mejores cosas que hacer —estimó Ofir.

—¡Quiero matarle con mis propias manos antes de eliminar a mi hermano!

—¿Y si comenzarais por éste último?

La proposición del mago despertó en Chenar una nueva llamarada de odio hacia el tirano que le había robado el trono.

—Regreso a Pi-Ramsés para coordinar nuestros esfuerzos; vos, Chenar, dirigíos hacia el sur.

Chenar se rascó la barba.

—Retrasar a Ramsés… ¿Es esa vuestra intención?

—Espero más de vos.

—¿Con qué medios?

Ofir se veía obligado a revelar la estrategia de Muwattali.

—Los hititas invadirán el Delta, los nubios cruzarán la frontera y atacarán Elefantina. Ramsés no conseguirá apagar los incendios que encenderemos en varios lugares al mismo tiempo.

—¿Quién va a apoyarme?

—Una escuadra de guerreros bien entrenados que os esperan ya, cerca de la Ciudad del Sol, y unos jefes de tribu nubios, a los que cubrimos de regalos desde hace varios meses. Dirigiéndose a esa región, Ramsés ignora que se arroja de cabeza a una emboscada. Haced que no regrese vivo de ella.

Una amplia sonrisa iluminó el rostro de Chenar.

—No creo en Dios ni en los dioses, pero comienzo a creer de nuevo en mi suerte. ¿Por qué no me habéis hablado antes de tan preciosos aliados?

—Tenía órdenes —dijo Ofir.

—¿Y hoy las transgredís?

—Confío en vos, Chenar. Ahora estáis al corriente de los objetivos que me han fijado.

Rabioso, el hermano de Ramsés arrancó briznas de hierba, las lanzó al viento, se levantó y dio algunos pasos. Por fin se le presentaba la posibilidad de actuar a su guisa, sin la presencia del mago. Ofir utilizaba en exceso la magia, la astucia y las fuerzas subterráneas; él, Chenar, adoptaría una estrategia menos complicada y más brutal.

Las ideas se amontonaban ya en su cabeza. Interrumpir el viaje de Ramsés de modo definitivo… No tenía otro objetivo.

Ramsés… Ramsés, el Grande, cuyo insolente éxito le roía el corazón. Chenar no se engañaba sobre sus propias insuficiencias, pero tenía una cualidad que ninguna desilusión había mellado: la obstinación. Su rencor, cada vez mayor, se adecuaba a la talla del adversario y le daba fuerzas para enfrentarse al dueño de las Dos Tierras.

Transido unos instantes por la paz de la campiña, Chenar vaciló.

¿Qué le reprochaba a Ramsés? Desde el comienzo de su reinado, el sucesor de Seti no había cometido falta alguna, ni contra su país ni contra su pueblo. Les había puesto a cubierto de la adversidad, se había comportado como un guerrero valeroso, había garantizado la prosperidad y la justicia.

¿Qué podía reprocharle, salvo que fuera Ramsés el Grande?