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Ramsés se recogió ante la estatua de Thot, a la entrada del Ministerio de Asuntos Exteriores, y depositó un ramo de lises en el altar de las ofrendas. Encarnado en un gran mono de piedra, el señor de los jeroglíficos, las «palabras de los dioses», mantenía la mirada levantada hacia el cielo.

La visita del faraón era un honor por el que se felicitaban los funcionarios del ministerio; Acha recibió al monarca y se inclinó ante él. Cuando Ramsés le dio un abrazo, los subordinados del joven ministro se sintieron orgullosos de trabajar a las órdenes de un dignatario a quien el rey concedía semejante prueba de confianza.

Los dos hombres se encerraron en el lujoso y refinado despacho de Acha: rosas importadas de Siria, composiciones florales con narcisos y caléndulas, cofres de acacia, sillas con respaldos decorados con lotos, coloreados almohadones, mesitas con pies de bronce. Los muros estaban adornados con escenas de caza de aves acuáticas en los pantanos.

—No has elegido la sobriedad —advirtió Ramsés—; solo faltan los exóticos jarrones de Chenar.

—¡Eran un mal recuerdo! Ordené que los vendieran en beneficio del ministerio.

Elegante, tocado con una peluca ligera y perfumada, con el fino bigote muy cuidado, Acha parecía dispuesto a asistir a un banquete mundano.

—Cuando tengo la suerte de vivir unas semanas apacibles en Egipto —confesó—, me embriago con los innumerables placeres que ofrece. Pero que el rey se tranquilice: no olvido la misión que me ha confiado.

Así era Acha: cínico, frívolo en apariencia, aficionado a la moda, seductor que iba de mujer en mujer, pero estadista hábil en las exigencias de la política internacional, perfecto conocedor del terreno y aventurero capaz de correr insensatos riesgos.

—¿Qué te parecen mis decisiones?

—Me abruman y me alegran, majestad.

—¿Las consideras… suficientes?

—Falta lo esencial, ¿verdad? Y esa es precisamente la razón de esta visita que nada tiene de protocolaria. Déjame adivinarlo: ¿no será… Kadesh?

—Elegí bien a mi ministro de Asuntos Exteriores y al jefe de mi servicio de espionaje.

—¿Piensas todavía en apoderarte de la plaza fuerte?

—Kadesh fue el marco de una victoria, pero la fortaleza hitita está intacta y siguen desafiándonos.

Contrariado, Acha escanció un admirable vino tinto, de brillante color, en dos copas de plata cuyas asas eran cuerpos de gacela.

—Sospechaba que volverías a Kadesh… Ramsés no puede tolerar la sombra del fracaso. Sí, esa fortaleza nos desafía; si, es tan poderosa como antaño.

—Por eso la considero una permanente amenaza para nuestro protectorado de Siria del Sur; los ataques partirán de Kadesh.

—A primera vista, el razonamiento parece impecable.

—Pero tú no compartes esa opinión.

—Un ministro panzudo y tranquilo, confortablemente sentado en sus privilegios y dignidades, se prosternaría ante ti y te haría, más o menos, este discurso: «Ramsés el Grande, rey de penetrante vista, de victorioso brazo, ¡partid a la conquista de Kadesh!». Y el cortesano sería un siniestro imbécil.

—¿Por qué debo renunciar a esta conquista?

—Gracias a ti, los hititas han descubierto que no eran invencibles. Ciertamente, su ejército sigue siendo poderoso, pero los espíritus se han turbado. Muwattali había prometido a su país una invasión fácil y una victoria aplastante, y ahora debe justificar, con gran esfuerzo, la retirada de sus tropas a sus posiciones habituales. Se inicia otro conflicto: la guerra de sucesión entre su hijo Uri-Techup y su hermano Hattusil.

—¿Quién tiene más posibilidades de vencer?

—Es imposible preverlo; ambos tienen armas eficaces.

—¿Es inminente la caída de Muwattali?

—Creo que sí; en la corte hitita se mata con facilidad. En una sociedad guerrera, el jefe incapaz de vencer debe ser eliminado.

—¿No es el momento ideal para atacar Kadesh y apoderarnos de ella?

—Cierto, si nuestro interés consistiera en socavar los fundamentos del Imperio hitita.

Ramsés apreciaba la agudeza de su amigo Acha y su carácter, pero esta vez se quedó pasmado.

—¿No es este el principal objetivo de nuestra política exterior?

—Ya no estoy muy seguro.

—¿Te burlas de mí?

—Cuando de una decisión depende la vida o la muerte de miles de seres humanos, no me gusta bromear.

—Entonces posees una información que debe modificar radicalmente mi juicio.

—Una simple intuición, basada en algunas informaciones obtenidas por nuestros agentes. ¿Has oído hablar de Asiria?

—Un pueblo guerrero, como los hititas.

—Hasta ahora era un Estado bajo la influencia hitita. Pero cuando Hattusil formó su coalición entregó mucho metal precioso a los asirios para que mantuvieran una benevolente neutralidad. Y esas inesperadas riquezas se transformaron en armas. Hoy, en Asiria, los militares prevalecen sobre los diplomáticos. Es posible que la próxima gran potencia asiática sea Asiria, más conquistadora y más devastadora que el Hatti.

Ramsés meditó.

—Asiria… ¿Estará dispuesta a atacar el Hatti?

—Todavía no pero, al final, el conflicto me parece inevitable.

—¿Por qué no extirpa Muwattali el mal de raíz?

—A causa de las disensiones internas que amenazan su trono y porque teme el avance de nuestro ejército hacia Kadesh. Para él, seguimos siendo el adversario principal.

—¿Y para quienes ambicionan el poder?

—Su hijo, Uri-Techup, está ciego; solo piensa en apoderarse de las Dos Tierras terminando con el mayor número de egipcios posible. Hattusil es más tolerante y debe tomar más conciencia del peligro que va creciendo a las mismas puertas del Imperio hitita.

—Así pues, me desaconsejas que lance una gran ofensiva contra Kadesh.

—Perderíamos muchos hombres, los hititas también; el auténtico vencedor podría ser Asiria.

—Lógicamente no te has limitado a reflexionar; ¿cuál es tu plan?

—Temo que no te guste demasiado, en la medida en que contradice la política que consideras justa.

—Corre ese riesgo.

—Hagamos creer a los hititas que preparamos el ataque a Kadesh. Rumores, desinformación clásica, falsos documentos confidenciales, maniobras en Siria del Sur… Yo me encargaré.

—Hasta aquí, no me escandalizas.

—Lo que viene a continuación puede resultar más delicado. Cuando el dispositivo haya resultado eficaz, yo partiría hacia el Hatti.

—¿Para qué?

—Misión secreta, con plenos poderes para negociar.

—Pero… ¿Qué quieres negociar?

—La paz, majestad.

—La paz… ¡con los hititas!

—Es la mejor solución para impedir que Asiria se convierta en un monstruo mucho más peligroso que el Hatti.

—Los hititas no la aceptarán nunca.

—Si dispongo de tu ayuda, estoy seguro de que los convenceré.

—Si alguien más me hubiera hecho esta proposición, le habría acusado de alta traición.

Acha sonrió.

—Lo sospechaba… ¿Pero quién si no Ramsés puede ver más allá, mucho más allá del momento presente?

—¿No enseñan los sabios que halagar al amigo es una falta imperdonable?

—Yo no me dirijo al amigo sino al faraón. Mantener la vista baja, fija en el acontecimiento, sería aprovechar nuestras actuales fuerzas para enfrentarnos a los hititas, con una real posibilidad de vencerles; pero la irrupción de Asiria en la escena internacional debe modificar nuestra estrategia.

—Una simple intuición, Acha; tú mismo lo reconocías.

—En mi puesto, es esencial prever el porvenir y presentirlo antes que los demás. ¿No es intuición lo que nos lleva a una decisión justa?

—No tengo derecho a hacerte correr semejante riesgo.

—¿Mi estancia entre los hititas? No será la primera.

—¿Deseas visitar de nuevo sus prisiones?

—Existen lugares más agradables, pero debemos saber forzar el destino.

—No podría encontrar mejor ministro de Asuntos Exteriores.

—Tengo la intención de volver, Ramsés. Y además, a la larga, la existencia fácil y mundana debilitaría mi espíritu. Ha llegado el momento de tener algunas amantes, vestirlas, pasear y cansarme de ellas. También necesitaré una nueva aventura para que mi ingenio siga vivo y conquistador. La experiencia no me asusta… Saber utilizar las debilidades de los hititas y convencerlos de que abandonen las hostilidades es cosa mía.

—¿Eres consciente, Acha, de que el proyecto es por completo insensato?

—Tiene la frescura de la novedad y el atractivo de lo desconocido: ¿no lo adornan, acaso, todas las seducciones?

—No creerías, a fin de cuentas, que yo estaría de acuerdo.

—Lo estarás, porque no eres un viejo monarca miedoso, incapaz de cambiar el mundo. Dame la orden de negociar con los bárbaros que quieren destruirnos para transformarlos en vasallos.

—Voy a emprender un largo viaje hacia el sur, y tú estarás aislado en el norte.

—Puesto que te ocupas del más allá, déjame a mí los hititas.