17

Ramsés y Ameni habían escuchado con atención el largo relato de Serramanna. Contrastando con la tensión que reinaba en la estancia, una suave luz iluminaba el despacho de Ramsés. Al finalizar el periodo cálido, Egipto se adornaba con colores dorados y apaciguadores.

—Ofir, un mago libio —repitió Ameni—, y Lita, una pobre loca a la que manipuló… ¿Realmente debemos preocuparnos? El siniestro personaje ha huido, no dispone de apoyo alguno en el país y, sin duda, ya habrá cruzado la frontera.

—Minimizas la gravedad de la situación —estimó Ramsés—; ¿olvidas el lugar donde se ocultaba: la Ciudad del Sol, la capital de Akenatón?

—Está abandonada desde hace mucho tiempo…

—Pero las perniciosas ideas de su fundador siguen turbando algunos espíritus. El tal Ofir pensó en utilizarlos para constituir una red de simpatizantes.

—Una red… ¿sería el tal Ofir un espía hitita?

—Estoy convencido de ello.

—Pero a los hititas les importan un pimiento Atón y el dios único.

—A los hebreos no —intervino Serramanna.

Ameni temía oír esta precisión. Pero el sardo no había hecho progreso alguno en el campo de la diplomacia y seguía expresando sus opiniones de un modo abrupto.

—Sabemos que Moisés fue abordado por un falso arquitecto —recordó el jefe de la guardia de Ramsés—, y la descripción del impostor corresponde, precisamente, a la del mago. ¿No es un argumento decisivo?

—Cálmate —recomendó Ameni.

—Continúa —ordenó Ramsés.

—No entiendo nada en materia de religión —prosiguió el sardo—, pero sé que los hebreos hablan del dios único. ¿Debo recordaros, majestad, que sospeché que Moisés os traicionaba?

—¡Moisés es nuestro amigo! —protestó Ameni—. Aunque hubiera hablado con Ofir, ¿por qué iba a conspirar contra Ramsés? El mago debió de ponerse en contacto con muchos notables.

—¿Por qué cerrar los ojos? —interrogó el sardo.

El faraón se levantó y miró a la lejanía por la ventana central de su despacho. Los verdes paisajes del Delta eran la expresión misma del placer de vivir.

—Serramanna tiene razón —decidió Ramsés—. Los hititas han lanzado una doble ofensiva, atacándonos al mismo tiempo desde el interior y desde el exterior. Vencimos en la batalla de Kadesh, rechazamos sus tropas más allá de nuestros protectorados y desmantelamos una red de espionaje. ¿Pero no son irrisorias estas victorias? El ejército hitita no ha sido destruido y el tal Ofir sigue vivo. Un hombre como éste, que no retrocede ante el crimen, no renunciará a hacernos daño. Pero Moisés no puede ser cómplice… Es un ser leal, incapaz de actuar en la sombra. En lo que a él concierne, te equivocas, Serramanna.

—Realmente lo deseo, majestad.

—Tengo una nueva misión que confiarte, Serramanna.

—Detendré a Ofir.

—Antes, encuentra al ladrillero hebreo que se llama Abner.

Nefertari había deseado celebrar su aniversario en un gran dominio del Delta, próximo a la capital, cuya gestión había sido confiada al ministro de Agricultura, Nedjem. De carácter agradable, disfrutando siempre del espectáculo de la naturaleza, presentó a la pareja real un nuevo modelo de arado, más apto para los suelos ricos y crasos del Delta. Entusiasta, manejó personalmente la herramienta que excavaba la tierra, sin herirla, a la profundidad adecuada.

Los empleados del dominio no disimulaban su júbilo; ver tan de cerca al rey y la reina era un verdadero regalo del cielo, que colmaría el próximo año con mil y una felicidades. La cosecha sería abundante, espléndidos frutos crecerían en los vergeles, los rebaños conocerían numerosos nacimientos.

Nefertari advirtió que Ramsés permanecía ajeno a las diversiones de aquella hermosa jornada. Al final de una copiosa comida, aprovechó un momento de respiro.

—La ansiedad te oprime el corazón… ¿Es Moisés responsable de ello?

—Su suerte me preocupa, es cierto.

—¿Ha sido hallado Abner?

—Todavía no. Si no se presenta ante el tribunal, el visir no pronunciará la absolución.

—Serramanna no te decepcionará. Siento que otro tormento te atenaza.

—La regla de los faraones me impone proteger a Egipto de los enemigos del interior y de los del exterior, y temo haber fallado.

—Puesto que los hititas se mantienen a distancia, el adversario que temes está en nuestro suelo.

—Tendremos que librar una batalla contra los hijos de las tinieblas que avanzan enmascarados, en una falsa luz.

—Extrañas palabras que, sin embargo, no me sorprenden. Ayer, durante la celebración de los ritos vespertinos en el templo de Sekhmet, los ojos de la estatua de granito brillaron con inquietante fulgor. Conocemos bien esa mirada: anuncia desgracia. Pronuncié enseguida las fórmulas del conjuro, ¿pero se extenderá la paz recuperada por el santuario al mundo exterior?

—Los fantasmas de Amarna vuelven a poblar las conciencias, Nefertari.

—¿No fijó el propio Akenatón los límites de su experiencia en el espacio y en el tiempo?

—Es cierto, pero desencadenó fuerzas que ya no dominaba. Y Ofir, un mago libio al servicio de los hititas, ha despertado a los demonios que dormitaban en la ciudad abandonada.

Nefertari permaneció largo rato silenciosa, con los ojos cerrados. Liberándose de sus vínculos con lo efímero, su pensamiento se lanzó hacia lo invisible, en busca de una verdad oculta en los meandros del porvenir. La práctica de los ritos había desarrollado en la reina una capacidad de videncia, un contacto directo con los poderes que, a cada instante, creaban la vida. A veces, la intuición conseguía levantar el velo.

Ramsés aguardó impaciente el veredicto de la gran esposa real.

—El enfrentamiento será terrible —dijo abriendo los ojos—. Los ejércitos que Ofir ha preparado no serán menos violentos que los hititas.

—Puesto que confirmas mis temores, debemos actuar enseguida. Despleguemos la energía de los principales templos del reino, cubrámoslo con una red protectora cuyas mallas hayan sido tejidas por los dioses y las diosas. Tu ayuda me será indispensable.

Nefertari abrazó a Ramsés, en un gesto de infinita ternura.

—¿Es necesario que me la pidas?

—Vamos a emprender un largo viaje y nos enfrentaremos a numerosos peligros.

—¿Nuestro amor tendría sentido si no lo ofreciéramos a Egipto? Él nos da la vida, démosle la nuestra.

Las jóvenes campesinas de desnudos pechos, con la cabeza adornada por un tocado de cañas y el talle ceñido por un paño vegetal, bailaron en honor de la fecundidad de la tierra y se lanzaron pequeñas bolas de tejido para conjurar el mal de ojo. Gracias a su habilidad, los genios malos, pesados, torpes y deformes, no podrían penetrar en los cultivos.

—Si pudiéramos tener su habilidad —deseó Nefertari.

—En ti también habita un tormento oculto.

—Me preocupa Kha.

—¿Ha cometido una falta grave?

—No, es por el pincel que le han robado. ¿Recuerdas la desaparición de mi chal preferido? Sin duda ese mago, Ofir, lo utilizó para practicar un hechizo, arruinar mi salud y debilitar nuestra pareja. Gracias a la intervención de Setaú, pude dar a luz a Meritamón y escapar de la muerte, pero temo un nuevo ataque y, esta vez, contra un niño, contra tu hijo mayor.

—¿Se encuentra mal?

—El doctor Pariamakhu acaba de examinarle y no ha visto nada anormal.

—Su diagnóstico no me basta; recurre a Setaú y pídele que disponga una muralla mágica en torno a Kha. A partir de hoy, que nos avise del menor incidente. ¿Has avisado a Iset?

—Naturalmente.

—Debemos encontrar al ladrón o la ladrona y saber si nos están traicionando desde dentro de palacio. Serramanna interrogará al personal.

—Tengo miedo, Ramsés, tengo miedo por Kha.

—Dominemos este miedo, podría perjudicarle. El manipulador de las tinieblas utilizará la menor rendija.

Provisto de una paleta de escriba y de unos pinceles, Kha entró en el laboratorio de Setaú y de Loto. La hermosa nubia hacía que una cobra escupiera su veneno mientras su marido preparaba una poción destinada a curar los trastornos digestivos.

—¿Tú eres mi profesor de magia?

—Tu único profesor será la propia magia. ¿Todavía te dan miedo las serpientes?

—¡Oh, sí!

—Solo los imbéciles no temen a los reptiles. Nacieron antes que nosotros y conocen los secretos que necesitamos. ¿Te has fijado que se deslizan a través de los mundos?

—Desde que mi padre hizo que me enfrentara a la gran cobra, sé que evitaré la mala suerte.

—De todos modos, parece que es preciso protegerte.

—Me robaron un pincel y un mago quiere utilizarlo contra mí; la reina me ha dicho la verdad.

La seriedad y la madurez del muchacho dejaron pasmado a Setaú.

—Como las serpientes nos hechizan —explicó—, nos enseñan el modo de luchar contra el hechizo. Por ello te haré tomar cada día una mixtura a base de cebolla picada, sangre de serpiente y plantas urticáceas: dentro de quince días, añadiré limaduras de cobre, ocre rojo, alumbre y óxido de plomo; y luego Loto te ofrecerá un remedio que ha inventado.

Kha hizo una mueca.

—No debe de ser muy bueno.

—Un poco de vino hace desaparecer el mal sabor.

—Nunca lo he bebido.

—Colmaremos esta laguna.

—El vino turba el espíritu de los escribas y les impide tener el pulso seguro.

—Un exceso de agua impide que el corazón se dilate; no cedas a este inconveniente. Para distinguir bien los grandes caldos hay que comenzar a probarlos pronto.

—¿Me protegerán de la magia maligna?

Setaú manipuló un bote de ungüento verdoso.

—Un sujeto pasivo no tiene posibilidad alguna de resistirla; solo un trabajo intensivo te permitirá evitar los asaltos de lo invisible.

—Estoy dispuesto —afirmó Kha.