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El proceso de Moisés se celebró en la gran sala de justicia, bajo la presidencia del visir, servidor de Maat. Vestido con una pesada y rígida toga, llevaba como única joya un corazón, símbolo de la conciencia del ser humano que, durante la prueba de la muerte, sería juzgado en la balanza del más allá.

Antes de iniciar la audiencia, el visir había hablado con Ramsés en el templo de Ptah para renovar el juramento prestado en su investidura: respetaría a la diosa de la justicia y no concedería favores a nadie. Guardándose de darle consejo alguno, el rey se había limitado a levantar acta de su compromiso.

La gran sala estaba llena.

Ni un solo miembro de la corte quería perderse el acontecimiento.

Se advertía la presencia de algunos jefes de tribu hebreos. Las opiniones eran contrapuestas: unos seguían convencidos de la culpabilidad de Moisés, otros aguardaban revelaciones que justificarían el regreso del criminal. Todos conocían la fuerte personalidad de Moisés y nadie imaginaba que la causa de su comportamiento fuese la ingenuidad.

El visir abrió la audiencia celebrando a Maat, la Regla que sobreviviría a la especie humana. Hizo depositar en las losas cuarenta y dos tiras de cuero que recordaran que la sentencia sería aplicable en las cuarenta y dos provincias de Egipto.

Dos soldados condujeron a Moisés. Todas las miradas se dirigieron hacia el hebreo. Con el rostro marcado, barbudo, de impresionante estatura, el ex dignatario de Ramsés mostraba una sorprendente calma. Los soldados le señalaron su lugar frente al visir.

A ambos lados del ministro de Justicia, el jurado de catorce miembros estaba compuesto por un agrimensor, una sacerdotisa de la diosa Sekhmet, un médico, un carpintero, una madre de familia, un campesino, un escriba del tesoro, una dama de la corte, un maestro de obras, una tejedora, el general del ejército de Ra, un cantero, un escriba de los graneros y un marino.

—¿Moisés es vuestro nombre?

—En efecto.

—¿Recusáis a algún miembro del jurado? Miradles y tomaos tiempo para reflexionar.

—Confío en la justicia de este país.

—¿Acaso no es vuestro país?

—Nací en él, pero soy hebreo.

—Sois egipcio y como tal seréis juzgado.

—¿El procedimiento y el veredicto serían distintos si fuera extranjero?

—Claro que no.

—¿Qué importancia tiene, entonces?

—El tribunal lo decidirá. ¿Os avergonzáis de ser egipcio?

—El tribunal lo decidirá, como acabáis de decir.

—Se os acusa de haber matado a un contramaestre llamado Sary, y de haber huido luego. ¿Reconocéis los hechos?

—Los reconozco, pero necesitan explicaciones.

—Es el objeto de este proceso. ¿Consideráis inexactos los términos de la acusación?

—No.

—Comprenderéis entonces que, de acuerdo con la ley, deba yo requerir contra vos la pena de muerte.

Unos murmullos recorrieron la concurrencia; Moisés permanecía impasible, como si esas terribles palabras no le concernieran.

—Dada la gravedad de los hechos —precisó el visir—, no fijo límite de duración alguno para este proceso. El acusado tendrá todo el tiempo necesario para defenderse y explicar las razones de su gesto criminal. Exijo un silencio absoluto e interrumpiré los debates al menor desorden; los transgresores serán castigados con una fuerte multa.

El magistrado se dirigió a Moisés.

—¿Qué posición ocupabais en el momento del drama?

—Dignatario en la corte de Egipto y maestro de obras en Pi-Ramsés. Dirigí, especialmente, los equipos de ladrilleros hebreos.

—Según el expediente, con general satisfacción. Erais amigo del faraón, ¿no es cierto?

—Así es.

—Estudios en la Universidad de Menfis, primer puesto oficial en el harén de Mer-Ur, contramaestre en Karnak, maestro de obras en Pi-Ramsés… Una brillante carrera que no había hecho más que comenzar. La víctima, Sary, siguió el camino inverso. Había sido el ayo de Ramsés y esperaba convertirse en director de la Universidad de Menfis, pero fue destinado a una ocupación subalterna. ¿Conocíais vos las razones de esta degradación?

—Tenía mi opinión.

—¿Podemos conocerla?

—Sary era un ser innoble, ambicioso y ávido. El destino le hirió por mi mano.

Ameni pidió la palabra al visir.

—Puedo aportar ciertas precisiones: Sary conspiró contra Moisés. Siendo el marido de su hermana Dolente, el rey se mostró clemente.

Numerosos cortesanos parecieron sorprendidos.

—Que la princesa Dolente comparezca ante este tribunal —ordenó el visir.

La mujer morena avanzó titubeante.

—¿Aprobáis las palabras de Moisés y de Ameni?

Dolente agachó la cabeza.

—Son mesuradas, en exceso mesuradas… Mi marido se había convertido en un monstruo. Cuando comprendió que su carrera estaba definitivamente rota, alimentó un odio cada vez más fuerte contra sus subordinados, hasta el punto de mostrar con ellos una intolerable crueldad. Durante los últimos meses de su existencia, perseguía al equipo de ladrilleros hebreo, del que él era responsable. Si Moisés no le hubiera matado, alguien lo habría hecho.

El visir pareció intrigado.

—¿No son excesivas vuestras palabras?

—Os juro que no. Por culpa de mi marido, mi existencia era un suplicio.

—¿Os alegró su desaparición?

Dolente agachó más aún la cabeza.

—Me… me sentí aliviada y avergonzada de mí misma… ¿Pero cómo añorar a semejante tirano?

—¿Podéis aportar otras precisiones, princesa?

—No… Realmente, no.

Dolente volvió a sentarse entre los cortesanos.

—¿Alguien desea defender la memoria de Sary y contradecir la versión de su esposa?

Ninguna voz se levantó. El escriba encargado de transcribir las declaraciones lo hacía con escritura rápida y fina.

—¿Cuál es vuestra versión del drama? —preguntó el visir a Moisés.

—Fue una especie de accidente. Aunque mis relaciones con Sary fueran muy tensas, no tenía intención de matarle.

—¿Por qué esa animosidad?

—Porque había descubierto que Sary extorsionaba y perseguía a los ladrilleros hebreos. Intentando defender a uno de ellos maté a Sary, sin quererlo, para salvar mi propia existencia.

—¿Afirmáis pues haber actuado en legítima defensa?

—Ésa es la verdad.

—¿Por qué huisteis?

—Me dominó el pánico.

—Es extraño en un inocente.

—Matar a un hombre provoca una profunda impresión. De momento se pierde la cabeza y se actúa como si se estuviera ebrio. Luego, cuando uno es consciente de que ha cometido un acto horrible, solo siente un deseo: huir de uno mismo, desaparecer, olvidar y ser olvidado. Por eso me oculté en el desierto.

—Pasada la emoción, deberíais haber regresado a Egipto y haberos presentado ante un tribunal.

—Tomé mujer y tuvimos un hijo. Egipto me parecía lejano, muy lejano.

—¿Por qué habéis regresado?

—Tengo una misión que cumplir.

—¿Cuál?

—Hoy es todavía un secreto, sin relación con este proceso; mañana todos lo sabrán.

Las respuestas de Moisés irritaron al visir.

—Vuestra versión de los hechos no es muy convincente, vuestro comportamiento no habla en favor vuestro y vuestras explicaciones son bastante embrolladas. Creo que asesinasteis a Sary con premeditación, porque se comportaba de un modo inicuo con los hebreos. Vuestros motivos son comprensibles, pero se trata efectivamente de un crimen. ¡Al regresar a Pi-Ramsés, habéis seguido ocultándoos! ¿No es eso una prueba de vuestra culpabilidad? Un hombre que tiene la conciencia tranquila no actúa de ese modo.

Ameni consideró que había llegado el momento de dar el golpe decisivo.

—Tengo la prueba de la inocencia de Moisés.

El tono del magistrado se hizo severo.

—Si no aportáis elementos serios, os acusaré de ultraje a la justicia.

—El ladrillero hebreo a quien Moisés defendió se llamaba Abner; Sary le extorsionaba. Abner se quejó a Moisés, Sary quiso vengarse de Abner molestándole, Moisés llegó a tiempo e impidió que Sary maltratara a su víctima. Pero la riña acabó mal y Moisés mató a Sary sin premeditación alguna y en legítima defensa. Abner fue testigo de los hechos y su testimonio fue recogido según las reglas. Está a vuestra disposición.

Ameni entregó el documento al visir.

Éste se aseguró de que el papiro tuviera el sello de un juez. Lo rompió, miró la fecha y leyó el texto. Moisés no se atrevió a manifestar su alegría, pero lanzó una mirada de complicidad a Ameni.

—El documento es auténtico y pertinente —concluyó el visir.

El proceso había terminado, Moisés quedaba absuelto de la acusación. El jurado pronunciaría una absolución.

—Sin embargo —dijo el alto magistrado—, antes de deliberar me gustaría proceder a una última comprobación.

Ameni frunció el entrecejo.

—Que el tal Abner comparezca ante nosotros y confirme oralmente su declaración —exigió el visir.