12

Iset la bella había soñado, toda la noche, con la choza de cañas donde, por primera vez, había hecho el amor con Ramsés. Habían ocultado allí su pasión, sin pensar en el porvenir, disfrutando el instante con el ansia de su deseo.

Iset jamás había deseado ser reina de Egipto; la función la superaba, sólo Nefertari era capaz de ocuparla. ¿Pero cómo olvidar a Ramsés, cómo olvidar el amor que seguía inflamando su corazón? Mientras él combatía, ella moría de angustia. Su espíritu huía, ya no tenía ganas de maquillarse, se ponía cualquier vestido, no se calzaba.

Apenas hubo regresado, el trastorno desapareció. Y la recuperada belleza de Iset habría seducido al hombre más ahíto si la hubiera percibido, temblorosa e inquieta, en el corredor de palacio que llevaba del despacho de Ramsés a sus aposentos privados. Cuando hiciera ese camino, se atrevería a abordarle… No, tenía ganas de huir.

Si importunaba a Ramsés, la mandaría a provincias y estaría condenada a no volver a verle. ¿Había un castigo más insoportable?

Cuando el rey apareció, las piernas de Iset vacilaron. No tuvo fuerzas para desaparecer y no consiguió separar su mirada de Ramsés, cuyo poderío y prestancia eran los de un dios.

—¿Qué haces aquí, Iset?

—Quería decirte… Te he dado otro hijo.

—Su nodriza me lo ha presentado: Merenptah es soberbio.

—Sentiré tanto afecto por él como por Kha.

—No lo dudo.

—Para ti, seguiré siendo el terruño que cultives, el estanque donde te bañes… ¿Deseas otros hijos, Ramsés?

—La institución de los hijos reales proveerá.

—Pídeme lo que quieras… Mi alma y mi cuerpo te pertenecen.

—Te equivocas, Iset; ningún ser humano puede ser propietario de otro ser humano.

—Y, sin embargo, soy tuya, puedes tomarme en tus manos como un pájaro caído del nido. Privada de tu calor, me apagaría.

—Amo a Nefertari, Iset.

—Nefertari es una reina, yo sólo soy una mujer; ¿no podrías amarme con otro amor?

—Con ella, construyo el mundo. Sólo la gran esposa real comparte este secreto.

—¿Permitirás… que me quede en palacio?

La voz de Iset la bella casi se había apagado; de la respuesta de Ramsés dependía su porvenir.

—Educarás aquí a Kha, a Merenptah y a mi hija Meritamón.

El cretense perteneciente al cuerpo de mercenarios que dirigía Serramanna investigaba en las aldeas del Medio Egipto, próximas a la ciudad abandonada de Akenatón, el faraón hereje. Antiguo pirata, como su patrón, se acostumbraba a la vida egipcia y a las ventajas materiales que procuraba. Aunque añorara el mar, se consolaba recorriendo el Nilo en pequeñas embarcaciones rápidas y se divertía descubriendo las trampas del río de súbitas e imprevisibles reacciones. Incluso un experto marino debía mostrarse humilde ante aquella corriente, con bancos de arena ocultos bajo una delgada capa de agua y coléricos rebaños de hipopótamos.

El cretense había mostrado el retrato de la joven rubia asesinada a centenares de aldeanos sin éxito alguno. A decir verdad, cumplía su misión sin entusiasmo, convencido de que la víctima era originaria de Pi-Ramsés o de Menfis; Serramanna había enviado emisarios a todas las provincias, con la esperanza de que uno de ellos encontrara un indicio esencial, pero la suerte no sonreía al cretense. Sólo le había tocado una apacible campiña, que vivía al compás de las estaciones; no sería él quien cobrara la prima prometida por el gigante sardo, pero, sin embargo, llevaba a cabo minuciosamente su tarea, encantado de pasar numerosas horas en los calurosos albergues. Dos o tres días más de investigación y regresaría a Pi-Ramsés, con las manos vacías pero encantado de su estancia.

Instalado ante una buena mesa, el cretense observó a la muchacha que servía cerveza. Risueña y despierta, le gustaba provocar a los clientes. El ex pirata decidió probar suerte: La asió por la manga de su túnica.

—Me gustas, pequeña.

—¿Quién eres tú?

—Un hombre.

Ella soltó una carcajada.

—¡Todos tan vanidosos!

—Yo puedo probarlo.

—Ah, sí… ¿Y cómo?

—A mi modo.

—Todos decís lo mismo.

—Yo actúo.

La sirvienta pasó un dedo por sus labios.

—Desconfía, no me gustan los fanfarrones y soy golosa…

—Eso está muy bien: es mi principal defecto.

—Casi me haces soñar, hombre.

—¿Y si pasáramos a los actos?

—¿Por quién me tomas?

—Por lo que eres: una muchacha hermosa que desea hacer el amor con un hombre emprendedor.

—¿Dónde naciste?

—En la isla de Creta.

—¿Eres honesto?

—En el amor, doy tanto como tomo.

Se encontraron en un granero, en plena noche. Ni a él ni a ella les gustaban los preliminares, por lo que se lanzaron el uno sobre el otro con un ardor que sólo se apaciguó tras varios asaltos. Satisfechos por fin, permanecieron tendidos.

—Tu rostro me recuerda al de alguien a quien me gustaría ver —dijo él.

—¿Quién?

El cretense enseñó a la sirvienta el retrato de la joven rubia.

—La conozco —dijo ella.

—¿Vive por aquí?

—Vivía en una pequeña aldea, junto a la ciudad abandonada, cerca del desierto. La vi en el mercado hace ya muchos meses.

—¿Cómo se llama?

—Lo ignoro. No hablé con ella.

—¿Vivía sola?

—No, siempre iba con un tipo viejo, una especie de brujo que aún creía en las mentiras del faraón maldito. Nadie se le acercaba.

Contrariamente a los otros pueblos de la región, aquel no tenía muy buen aspecto. Casas piojosas, fachadas agrietadas, pintura desconchada, huertos abandonados… ¿A quién podía apetecerle vivir allí? El cretense tomó por la calle principal, llena de inmundicias que mordisqueaban unas cabras.

Chasqueó una contraventana.

Una niña corrió con una muñeca de trapo en los brazos. Tropezó y el cretense la ayudó a levantarse.

—¿Dónde vive el brujo?

La niña se debatía.

—Si no respondes, me quedaré con tu juguete.

Ella señaló entonces una casa baja, con las ventanas provistas de barrotes de madera y la puerta cerrada. El cretense soltó a la niña, corrió hacia la pobre morada y derribó la puerta con el hombro.

Entró en una estancia cuadrada, con el suelo de tierra batida, sumida en la penumbra. Un anciano agonizaba en un lecho de palmas.

—Policía —dijo el cretense—; no tenéis nada que temer.

—¿Qué… qué queréis?

—Decidme quien es esta joven.

El hombre de Serramanna enseñó el retrato al anciano.

—Lita… Es mi pequeña Lita… Creía que pertenecía a la familia del hereje… Y él se la llevó.

—¿De quién estáis hablando?

—De un extranjero… De un mago extranjero que robó el alma de Lita.

—¿Cómo se llama?

—Ha vuelto… Se oculta en las tumbas… En las tumbas, estoy seguro.

La cabeza del anciano cayó hacia un lado. Seguía respirando, pero era incapaz de hablar.

El cretense tuvo miedo.

Las oscuras bocas de las tumbas abandonadas parecían las fauces del infierno. ¿No había que tener la naturaleza de los demonios para adoptarlas como refugio? Tal vez el anciano le hubiera mentido, pero debía explorar aquella pista. Con un poco de suerte, echaría mano al asesino de Lita, le arrastraría a Pi-Ramsés y cobraría la prima.

Pese a las agradables perspectivas, el cretense se sentía incómodo. Hubiera preferido combatir al aire libre, enfrentarse con varios piratas en alta mar, distribuir golpes a cielo abierto… Penetrar en aquellas sepulturas le disgustaba, pero no retrocedió.

Tras haber trepado una pendiente ladera, se aventuró por la primera tumba, bastante alta de techo y cuyos muros estaban decorados con personajes que rendían homenaje a Akenatón y Nefertiti. Cautelosamente, el policía avanzó hasta el fondo de la sepultura, pero no descubrió momia ni rastro de presencia humana. Ningún demonio le agredió.

Más tranquilo, el cretense exploró una segunda tumba, tan decepcionante como la primera. La roca, de mala calidad, se deshacía; las escenas esculpidas no atravesarían, sin duda, los siglos. Unos murciélagos se diseminaron inquietos.

Sin duda el anciano que le había informado deliraba. Sin embargo, el enviado de Serramanna decidió visitar dos o tres grandes sepulturas más, antes de marcharse de aquel paraje abandonado.

Todo estaba muerto y bien muerto, aquí.

Tras haber flanqueado el acantilado que dominaba la llanura donde se había edificado la Ciudad del Sol, penetró en la tumba de Meriré, sumo sacerdote de Atón. Los relieves eran cuidados; el cretense admiró la representación de la pareja real iluminada por los rayos del sol. A su espalda oyó un leve ruido de pasos.

Antes de que el policía tuviera tiempo de volverse, el mago Ofir le degolló.