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Concluida la entrega de collares de oro a los valientes, Ramsés visitó a Homero, el poeta griego que había decidido instalarse en Egipto para componer sus grandes obras y terminar allí sus días. Su confortable morada, cercana a palacio, estaba rodeada de un jardín cuyo más hermoso florón, un limonero, alegraba la debilitada vista del anciano de larga barba blanca. Cuando el rey de Egipto se acercó a él, Homero estaba fumando, como de costumbre, hojas de salvia metidas en una cazoleta de pipa hecha con una gran concha de caracol, y bebía una copa de vino perfumado con anís y conandro.

El poeta se levantó apoyándose en un nudoso bastón.

—Permaneced sentado, Homero.

—Cuando ya no se salude al faraón, como es debido, será el fin de la civilización.

Ambos hombres se acomodaron en sillas de jardín.

—¿He tenido, majestad, razón al escribir estas frases? «Se combata con ardor o se permanezca alejado, semejante es el provecho. El mismo honor se reserva al cobarde y al valeroso. ¿Habrá corrido mi corazón por nada tantos peligros, habré arriesgado por nada mi vida en tantos conflictos?».

—No, Homero.

—Volvéis, por lo tanto, vencedor.

—Los hititas han sido rechazados hacia sus posiciones tradicionales, Egipto no será invadido.

—Festejemos el acontecimiento, majestad; he hecho que me trajeran un vino excelente.

El cocinero de Homero sacó un ánfora cretense de estrecho gollete, que sólo dejaba pasar un hilillo de vino mezclado con agua de mar, recogida una noche de solsticio de verano y con viento del norte, y conservado durante tres años.

—El texto de la batalla de Kadesh está terminado —reveló Homero—; vuestro secretario particular, Ameni, lo ha tomado al dictado y se lo ha comunicado a los escultores.

—Será grabado en las paredes de los templos y proclamará la victoria del orden sobre el caos.

—¡Ay, majestad, ese combate debe librarse siempre! ¿Acaso no está en la naturaleza del caos querer devorar el orden?

—Por esa razón debe instaurarse la institución faraónica. Sólo ella puede consolidar el reinado de Maat.

—No la modifiquéis, sobre todo; tengo la intención de vivir mucho tiempo, feliz, en este país.

Héctor, el gato blanco y negro de Homero, saltó hacia el regazo del poeta y aguzó las zarpas en su túnica.

—Ochocientos kilómetros entre vuestra capital y la de los hititas… ¿Será suficiente distancia para mantener alejadas las tinieblas?

—Procuraré hacerlo mientras me anime el aliento vital.

—La guerra nunca termina. ¿Cuántas veces tendréis que volver a marcharos?

Cuando Ramsés salió de la morada de Homero, encontró a Ameni aguardándole. Con la tez más pálida que de costumbre, delgado, con algunos cabellos menos, el secretario particular del rey parecía frágil y a punto de quebrarse. Llevaba en la oreja un pincel que había olvidado.

—Me gustaría consultarte urgentemente, majestad.

—¿Te plantea algún problema uno de los expedientes?

—Un expediente, no…

—¿Me concedes unos instantes para ver a mi familia?

—Antes, el protocolo te impone cierto número de ceremonias y audiencias… Eso podría olvidarse, pero hay algo mucho más importante: «Él» ha vuelto.

—Te refieres a…

—Sí, a Moisés.

—¿Está en Pi-Ramsés?

—Deberás admitir que Serramanna no ha cometido falta alguna deteniéndole. Si le hubiera dejado en libertad, la justicia se habría resentido.

—¿Moisés ha sido encarcelado?

—Era preciso.

—Tráelo inmediatamente.

—Imposible, majestad; el faraón no puede intervenir en un asunto de justicia, ni siquiera cuando acusan a un amigo.

—¡Tenemos pruebas de su inocencia!

—Es indispensable pasar por el procedimiento normal, si el faraón no fuera el primer servidor de Maat y de la justicia, este país sería sólo desorden y confusión.

—Eres un verdadero amigo, Ameni.

El joven Kha copiaba un texto célebre que generaciones de escribas habían copiado y vuelto a copiar antes que él: «A guisa de herederos, los escribas que han llegado al conocimiento disponen de los libros de sabiduría. Su amado hijo es la paleta de escribir. Los libros son sus pirámides, el pincel es su hijo, la piedra cubierta de jeroglíficos su esposa. Los monumentos desaparecen, la arena cubre las estelas, las tumbas son olvidadas, pero el nombre de los escribas que vivieron la sabiduría perdura, por el fulgor de sus obras. Sé escriba y graba este pensamiento en tu corazón: un libro es más útil que el muro más sólido. Te servirá de templo, aun cuando hayas perecido; por el libro, tu nombre sobrevivirá en la boca de los hombres, será más sólido que una casa bien construida».

El adolescente no estaba muy de acuerdo con el autor de esas máximas; ciertamente, lo escrito atravesaba las épocas, ¿pero no ocurría lo mismo con las moradas de eternidad y los santuarios de piedra que habían edificado los maestros de obras? El escriba autor de esas líneas había alabado la excelencia de su oficio hasta mostrarse excesivo. De modo que Kha se había jurado ser, a la vez, escriba y maestro de obras, para no limitar su espíritu.

Desde que su padre le había hecho enfrentarse a la muerte en forma de una cobra, el hijo mayor de Ramsés había madurado mucho y abandonado definitivamente los juegos de la infancia. ¿Qué encanto podía tener un caballo de madera, montado sobre ruedas, frente a un problema matemático, planteado por el escriba Ahmes en un apasionante papiro, que le había ofrecido Nefertari? Ahmes asimilaba el círculo a un cuadrado cuyo lado representaba 8/9 de su diámetro, lo que permitía obtener una relación de armonía basada en el valor 3,16.[6] En cuanto tuviera ocasión, Kha estudiaría la geometría de los monumentos para descubrir los secretos de los constructores.

—¿Puedo interrumpir las reflexiones del príncipe Kha? —preguntó el diplomático Meba.

El adolescente no levantó la cabeza.

—Si lo consideráis oportuno…

Desde hacía algún tiempo, el adjunto del ministro de Asuntos Exteriores acudía con frecuencia a hablar con Kha. El hijo del faraón detestaba su altanería de aristócrata y su aspecto mundano, pero apreciaba su cultura y sus conocimientos literarios.

—¿Trabajando aún, príncipe?

—¿Hay mejor modo de enriquecer el corazón?

—¡Grave pregunta para tan jóvenes labios! En el fondo, no andáis errado. Como escriba e hijo de rey, daréis ordenes a decenas de servidores, no manejareis el arado ni el azadón, vuestras manos seguirán siendo suaves, escapareis de esas tareas, no llevareis ninguna penosa carga, viviréis en una soberbia mansión, vuestros establos estarán llenos de espléndidos caballos, cambiareis cada día de lujosas ropas, vuestra silla de manos será confortable y tendréis la confianza del faraón.

—Muchos escribas perezosos y acomodados viven así, en efecto; yo espero ser capaz de leer textos difíciles, participar en la redacción de rituales y ser admitido como portador de ofrendas en las procesiones.

—Son modestas ambiciones, príncipe Kha.

—¡Al contrario, Meba! Exigen muchos esfuerzos.

—¿Acaso el hijo mayor de Ramsés no está asignado a un destino mayor?

—Los jeroglíficos son mis guías; ¿han mentido alguna vez?

Meba se sentía turbado por las palabras de aquel muchacho de doce años; tenía la impresión de dialogar con un escriba experimentado, dueño de sí mismo e indiferente al halago.

—La existencia no es sólo trabajo y rigor.

—No concibo la mía de otro modo, Meba; ¿es eso condenable?

—No, claro que no.

—Vos, que ocupáis un puesto importante, ¿gozáis de tanto tiempo para distraeros?

El diplomático evitó la mirada de Kha.

—Estoy muy ocupado, pues la política internacional de Egipto exige una gran competencia.

—¿No es mi padre quien toma las decisiones?

—Cierto, pero mis colegas y yo mismo trabajamos encarnizadamente para facilitarle la tarea.

—Me gustaría conocer detalladamente vuestro trabajo.

—Es muy complejo, e ignoro si…

—Me esforzaré por comprenderlo.

La llegada de la hermana menor de Kha, Meritamón, fresca y revoltosa, alivió al diplomático.

—¿Estás jugando con mi hermano? —preguntó la niña.

—No, he venido a traerle un regalo.

Kha levantó la cabeza interesado.

—¿De qué se trata?

—De ese portapinceles, príncipe.

Meba mostró una hermosa columna en miniatura, de madera dorada; era hueca y contenía doce pinceles de distintos tamaños.

—¡Es… Es muy bonito! —dijo el príncipe dejando sobre un taburete el pincel usado que estaba utilizando.

—¿Puedo verlo? —preguntó Meritamón.

—Debes tener cuidado —dijo Kha con seriedad—; esos objetos son frágiles.

—¿Me dejarás escribir?

—Siempre que estés atenta y procures evitar los errores.

Kha tendió a su hermana un pedazo de papiro usado y un nuevo pincel, cuyo extremo mojó ella en la tinta. El príncipe contempló como la niña trazaba con sumo cuidado los jeroglíficos.

Sumidos en su tarea, los dos niños olvidaron la presencia de Meba. Era el momento que el diplomático esperaba.

Tomó el pincel usado de Kha y desapareció.