Gracias a la hospitalidad de Aarón, Moisés pasó varias semanas de quietud en el barrio de los ladrilleros. Su mujer y su hijo salían libremente y descubrían, intrigados, la animada vida de la capital egipcia. Integrados enseguida en el clan hebreo, no tardaron en tratar con egipcios, asiáticos, palestinos, nubios y demás habitantes de Pi-Ramsés que se cruzaban, sin cesar, por las callejas de la ciudad.
Moisés, por su parte, vivía como un recluso. Varias veces había solicitado ser oído, una vez más, por el consejo de ancianos. Frente a los jefes de tribu, incrédulos y críticos, Moisés no había desmentido sus primeras declaraciones.
—¿Sigue tan atormentada tu alma? —preguntó Aarón.
—Desde que vi la zarza ardiendo, ya no lo está.
—Aquí nadie cree que viste a Dios.
—Cuando un hombre conoce la misión que debe realizar en esta tierra, la duda no le asalta ya. Mi camino ya está trazado, Aarón.
—¡Pero estás solo, Moisés!
—No es más que una apariencia. Mis convicciones acabarán conmoviendo a los espíritus.
—En Pi-Ramsés, los hebreos no carecen de nada; ¿dónde vas a encontrar alimento en el desierto?
—Dios proveerá.
—Tienes el aspecto de un jefe, pero eliges un mal camino. Cambia de nombre y de apariencia, olvida tus insensatos proyectos, recupera tu lugar entre los tuyos, envejecerás en paz, honrado y tranquilo, a la cabeza de una numerosa familia.
—Ése no es mi destino, Aarón.
—Modifica el que has imaginado.
—No soy responsable de él.
—¿Por qué destrozar así tu vida cuando la felicidad está a tu alcance?
Llamaron a la puerta de la morada de Aarón.
—¡Policía, abrid!
Moisés sonrió.
—Ya ves, Aarón, no me dejan alternativa.
—¡Tienes que huir!
—Esta puerta es la única salida.
—Te defenderé.
—No, Aarón.
Moisés abrió personalmente la puerta. Serramanna, el gigante sardo, miró al hebreo con asombro.
—De modo que no me habían mentido… ¡Has regresado!
—¿Deseas entrar y compartir nuestra comida?
—Te ha denunciado un hebreo, Moisés, un ladrillero que temía perder su empleo a causa de tu presencia en el barrio. Sígueme, debo llevarte a la cárcel.
Aarón se interpuso.
—Moisés debe ser juzgado.
—Lo será.
—A menos que te libres de él antes del proceso.
Serramanna agarró a Aarón por el cuello de la túnica.
—¿Me tratas de asesino?
—¡No tienes derecho a maltratarme!
El sardo soltó a Aarón.
—Tienes razón… ¿Pero tienes tú derecho a insultarme?
—Si Moisés es detenido, será ejecutado.
—La ley es igual para todos, incluso para los hebreos.
—¡Huye, Moisés, regresa al desierto! —imploró Aarón.
—Sabes muy bien que partiremos juntos.
—No saldrás jamás de esa cárcel.
—Dios me ayudará.
—Vamos, ven —exigió Serramanna—; no me obligues a atarte las manos.
Sentado en un rincón de la celda, Moisés contemplaba el rayo de luz que se deslizaba entre los barrotes. Hacía brillar los miles de motas de polvo en suspensión y hería el suelo de tierra batida que habían martilleado los pies de los prisioneros.
En Moisés ardería para siempre el fuego de la zarza, la energía de la montaña de Yahvé. Olvidaría su pasado, a su mujer y a su hijo: en adelante, para él sólo contaría el éxodo, la salida del pueblo hebreo hacia la Tierra Prometida.
Una enloquecida esperanza para un hombre encerrado en una celda de la gran cárcel de Pi-Ramsés, y a quien la justicia egipcia iba a condenar a muerte por crimen premeditado o, en el mejor de los casos, a trabajos forzados en el penal de los oasis. Pese a su confianza en Yahvé, Moisés, a veces, dudaba. ¿Cómo lo haría Dios para liberarle y permitirle cumplir su misión?
El hebreo se adormecía cuando unos lejanos clamores le arrancaron de su sopor. Aumentaban de minuto en minuto, hasta hacerse ensordecedores. La ciudad entera parecía conmovida.
Ramsés el Grande había regresado.
Nadie le aguardaba antes de varios meses, pero era él, soberbio en su carro tirado por Victoria en Tebas y La diosa Mut está satisfecha, sus dos caballos con penachos de plumas rojas y punta azul. A la derecha del carro marchaba Matador, el enorme león, contemplando a los ciudadanos que se apretujaban en el recorrido como bestias curiosas. Tocado con la corona azul, con la serpiente uraeus de oro en la frente, el torso cubierto por un vestido ritual en el que se habían pintado unas alas azul verdosas que colocaban al soberano bajo la protección de Isis, halcón hembra, Ramsés estaba resplandeciente.
Con una sola voz, los infantes entonaban el canto que se había hecho tradicional: «El brazo de Ramsés es poderoso, su corazón valiente, es un arquero sin igual, una muralla para sus soldados, una llama que abrasa a sus enemigos». Aparecía como el elegido por la luz divina y el halcón de las grandiosas victorias.
Generales, oficiales de carros y de infantería, escribas del ejército, hombres de la tropa se habían puesto su uniforme de gala para desfilar tras los portaestandartes. Aclamados por la muchedumbre, los soldados pensaban en los permisos y las primas que les harían olvidar el rigor de los combates. En la vida militar, no había mejor momento que el regreso al redil, sobre todo cuando era triunfal.
Desprevenidos, los jardineros no habían tenido tiempo de decorar con flores la gran avenida de Pi-Ramsés que llevaba a los templos de Ptah, el dios de la creación por el Verbo, y de Sekhmet, la diosa terrorífica, detentadora del poder de destruir y curar. Pero los cocineros se atareaban, asando ocas, cuartos de buey, pedazos de cerdo, y llenando los cestos de pescado seco, legumbres y frutas. De las bodegas salían jarras de cerveza y vino. Apresuradamente, los reposteros preparaban pasteles. Los elegantes se habían puesto sus ropas de fiesta y las siervas acababan de perfumar la cabellera de sus dueños.
A la cola del cortejo marchaban varios centenares de prisioneros, asiáticos, cananeos, palestinos y sirios; unos tenían las manos atadas a la espalda, otros caminaban libremente, con sus mujeres e hijos al lado. A lomos de asnos llevaban los bultos que contenían sus escasos bienes. Los prisioneros serían conducidos a la oficina de colocación de la capital, que los distribuiría por las tierras y las obras de los templos. Purgarían su pena de cautiverio como obreros o trabajadores agrícolas y al terminar, podrían elegir entre integrarse en la sociedad egipcia o regresar a su país.
¿Era la paz o una simple tregua? ¿Había aplastado, por fin, el faraón a los hititas o regresaba para recuperar fuerzas y volver al combate? Quienes no sabían nada eran los más prolijos, y se hablaba de la muerte del emperador Muwattali, de la caída de la ciudadela de Kadesh, de la destrucción de la capital hitita. Todos esperaban la ceremonia de las recompensas durante la que Ramsés y Nefertari aparecerían en la ventana del palacio real y ofrecerían collares de oro a los soldados más valerosos.
Ante la sorpresa generalizada, Ramsés desdeñó el palacio y se dirigió hacia el templo de Sekhmet. Sólo él había advertido, en el cielo, el nacimiento de una nube que, rápidamente, crecía y se ennegrecía. Los caballos se pusieron nerviosos, el león gruñó. Se preparaba una tormenta.
El temor sucedió a la alegría. Si la diosa terrorífica hacía estallar la cólera de las nubes, ¿no sería señal de que la guerra amenazaba al reino de Egipto y Ramsés tenía que partir, otra vez, enseguida, hacia el campo de batalla? Los soldados dejaron de cantar. Todos fueron conscientes de que el faraón iniciaba un nuevo combate, durante el cual debería apaciguar a Sekhmet e impedir que hiciera caer sobre el país su horda de desgracias y sufrimiento.
Ramsés descabalgó, acarició la cabeza de sus caballos y su león, y luego meditó en el atrio del templo. La nube se había desgarrado y multiplicado, haciéndose incontable. El cielo había oscurecido y comenzaba a ocultar la luz del sol.
Ramsés olvidó la fatiga del viaje, rechazó las fiestas que Pi-Ramsés se disponía a celebrar y se dispuso para encontrarse con la Terrorífica. Sólo él podía disipar su cólera. Ramsés empujó la gran puerta de cedro recubierta de oro y penetró en la sala pura, donde depositó la corona azul. Luego avanzó lentamente por entre las columnas de la primera sala, cruzó el umbral de la sala misteriosa y avanzó hacia el naos.
Entonces la vio, luminosa en la penumbra. Su largo vestido blanco brillaba como un sol, el perfume de su peluca ritual arrobaba el alma, la nobleza de su actitud igualaba la de las piedras del templo. La voz de Nefertari se elevó, suave como la miel. Pronunció las palabras de veneración y apaciguamiento que, desde el origen de la civilización egipcia, transformaban a la Terrorífica en suavidad de amor. Ramsés levantó las manos, con las palmas abiertas, hacia las palmas de la mujer con cabeza de leona, y leyó las fórmulas grabadas en los muros.
Concluida la letanía, la reina, ser mágico en quien se había operado la transmutación, ofreció al rey la corona roja del Bajo Egipto, la corona blanda del Alto Egipto y el cetro denominado «poder». Tocado con la doble corona y con el cetro en la mano derecha, Ramsés se inclinó ante la energía benéfica presente en la estatua.
Cuando la pareja real salió del templo, un gran sol inundaba el cielo de la ciudad de turquesa. La tempestad se había disipado.