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Dirigiéndose dulcemente hacia los cincuenta, delgada, con la nariz fina y recta, grandes ojos almendrados, severos y penetrantes, la barbilla casi cuadrada, Tuya, la reina madre, seguía siendo la guardiana de la tradición y la conciencia del reino de Egipto. A la cabeza de un numeroso personal aconsejaba sin ordenar, pero velaba por el respeto de los valores que habían convertido a la monarquía egipcia en un régimen inconmovible, puente entre lo visible y lo invisible.

Ella, a quien las inscripciones oficiales denominaban «la madre del dios, que dio vida al toro poderoso, Ramsés», vivía en el recuerdo de su difunto marido, el faraón Seti. Juntos habían edificado un Egipto fuerte y sereno que su hijo tenía el deber de mantener en el camino de la prosperidad. Ramsés tenía la misma energía que su padre, la misma fe en su misión; y nada le importaba más que la felicidad de su pueblo.

Para salvar Egipto de la invasión, había tenido que guerrear contra los hititas. Tuya había aprobado la decisión de su hijo, pues pactar con el mal sólo conducía al desastre. Combatir era la única actitud aceptable. Pero el conflicto duraba demasiado y Ramsés no dejaba de correr riesgos. Tuya rezaba para que el alma de Seti, convertida en estrella, protegiera al faraón. En su mano derecha sostenía el mango de un espejo que tenía la forma de un tallo de papiro, jeroglífico que significaba «ser verdeante, floreciente, joven»; cuando el precioso objeto era depositado en una tumba, aseguraba al alma de su propietario una eterna juventud. Tuya orientó el disco de bronce hacia el cielo y preguntó al espejo el secreto del porvenir.

—¿Puedo molestaros?

La reina madre se volvió lentamente.

—Nefertari…

La gran esposa real, con su largo vestido blanco ceñido al talle por un cinturón rojo, estaba tan hermosa como las diosas pintadas en las paredes de las moradas de eternidad de los Valles de los Reyes y las Reinas.

—¿Nefertari, me traes buenas noticias?

—Ramsés ha liberado a Acha y recuperado la provincia de Amurru; Beirut está de nuevo bajo control egipcio.

Las dos mujeres se abrazaron.

—¿Cuándo regresa?

—Lo ignoro —repuso Nefertari.

Mientras las dos mujeres seguían hablando, Tuya se sentó a su mesa de maquillaje. Con la yema de los dedos se dio un masaje en el rostro utilizando una pomada cuyos principales componentes eran miel, natrón rojo, polvo de alabastro, leche de burra y semillas de fenogreco. El remedio hacía desaparecer las arrugas, afirmaba la epidermis y rejuvenecía la piel.

—Estás preocupada, Nefertari.

—Temo que Ramsés haya decidido seguir adelante.

—Hacia el norte, hacia Kadesh…

—Hacia una nueva trampa que le tenderá Muwattali, el emperador hitita. Permitiendo que Ramsés reconquiste, con mayor o menor facilidad, los territorios pertenecientes a nuestra zona de influencia, ¿no estará el anatolio atrayendo a nuestro ejército a una celada?

Los jefes de tribu se habían reunido en la vasta morada de ladrillos crudos de Aarón. Habían impuesto silencio a todos los hebreos; de ello dependía la seguridad de Moisés, cuyo regreso debía ignorar la policía egipcia.

Moisés seguía siendo popular; muchos confiaban en que sabría, como antaño, dar prestigio al pequeño pueblo de los ladrilleros. Pero no era esa la opinión de Libni, el superior nombrado por sus iguales para mantener una relativa cohesión entre los clanes.

—¿Por qué has vuelto, Moisés? —preguntó el anciano de voz rugosa.

—En la montaña vi una zarza ardiendo que no se consumía.

—Una ilusión.

—No, el signo de la presencia divina.

—¿Estás perdiendo la cabeza, Moisés?

—Dios me llamó a la zarza y me habló.

Los ancianos murmuraron.

—¿Qué te dijo?

—Dios ha oído las quejas y los gemidos de los hijos de Israel, sometidos a la servidumbre.

—Vamos, Moisés, somos trabajadores libres y no prisioneros de guerra.

—Los obreros no son libres en sus actos.

—¡Claro que sí! ¿Pero adónde quieres llegar?

—Dios me dijo: «Cuando hayas sacado de Egipto al pueblo de Israel, rendiréis culto a Dios en esta montaña».

Los jefes de las tribus se miraron consternados.

—¡Salir de Egipto! —exclamó uno de ellos—. ¿Qué significa eso?

—Dios ha visto la miseria de su pueblo en Egipto, quiere liberarlo y conducirlo hasta una región vasta y fértil.

Libni se indignó.

—Tu exilio te ha hecho perder la cabeza, Moisés. Nos instalamos aquí hace ya mucho tiempo, tú mismo naciste en Egipto, y este país se ha convertido en nuestra patria.

—He pasado varios años en Madian, trabajé allí como pastor, me casé y tuve un hijo. Estaba convencido de que mi existencia había dado un giro definitivo, pero Dios ha decidido otra cosa.

—Te ocultabas después de haber cometido un crimen.

—Maté a un egipcio, es cierto, porque amenazaba con matar a un hebreo.

—Nada puede reprocharse a Moisés —intervino un jefe de tribu—; ahora nos toca protegerle.

Los demás miembros del consejo lo aprobaron.

—Si deseas vivir aquí —declaró Libni—, te ocultaremos; pero debes abandonar tus insensatos proyectos.

—Sabré convenceros, uno a uno si es necesario, pues esta es la voluntad de Dios.

—No tenemos la intención de abandonar Egipto —afirmó el jefe más joven—; poseemos aquí casas y huertos, los mejores ladrilleros acaban de recibir un aumento, todo el mundo puede comer. ¿Por qué abandonar esa comodidad?

—Porque debo llevaros a la Tierra Prometida.

—No eres nuestro jefe y no nos dictarás nuestra conducta —objetó Libni.

—Obedecerás porque Dios lo exige.

—¿Sabes con quién estás hablando?

—No tenía la intención de ofenderte, Libni, pero no tengo derecho a disimular mis intenciones. ¿Hay algún hombre lo bastante vanidoso como para creer que su voluntad es más fuerte que la de Dios?

—Si eres realmente su enviado, tendrás que probarlo.

—Abundarán las pruebas, no lo dudes.

Tendido en una cómoda cama, Acha se dejaba dar un masaje por Loto, cuyas acariciadoras manos disipaban dolores y contracturas. La hermosa nubia, pese a una aparente fragilidad, daba pruebas de sorprendente energía.

—¿Cómo os encontráis?

—Mejor… Pero en la parte baja de los riñones, el sufrimiento sigue siendo intolerable.

—¡Pues tendrás que tolerarlo! —gruñó la voz de Setaú, que acababa de entrar en la tienda de Acha.

—Tu mujer es divina.

—Tal vez, pero es mi mujer.

—¡Setaú! No estarás imaginando que…

—Los diplomáticos son astutos y mentirosos, y tú más que ninguno de ellos. Levántate, Ramsés nos aguarda.

Acha se volvió hacia Loto.

—¿Podéis ayudarme?

Setaú agarró violentamente a Acha del brazo y le obligó a ponerse en pie.

—Ya estás recuperado. ¡No necesitas masaje!

El encantador de serpientes tendió al diplomático un taparrabos y una camisa.

—Apresúrate, al rey le horroriza esperar.

Tras haber nombrado un nuevo príncipe de Amurru, un libanés educado en Egipto cuya fidelidad no sería, tal vez, tan fluctuante como la de Benteshina, Ramsés había procedido a una serie de nombramientos en Fenicia y Palestina. Quería que los príncipes, los alcaldes y los jefes de aldea fueran autóctonos que se comprometieran, por juramento, a respetar su alianza con Egipto. Si no cumplían su palabra, la intervención del ejército egipcio sería inmediata. A estos efectos, Acha había puesto a punto un sistema de observación e información del que esperaba mucho: presencia militar escasa, pero red de corresponsales bien remunerados. El jefe de la diplomacia egipcia creía en las virtudes del espionaje.

Ramsés había desplegado un mapa de Oriente Medio en una mesa baja. Los esfuerzos de sus tropas se veían recompensados: Canaán, Amurru y Siria del Sur formaban, de nuevo, una vasta zona interpuesta entre Egipto y el Hatti. Era la segunda victoria que Ramsés obtenía sobre los hititas. Ahora debía tomar una decisión vital para el porvenir de las Dos Tierras.

Setaú y Acha, menos elegante que de costumbre, hicieron por fin su entrada en la tienda del consejo donde se habían acomodado generales y oficiales superiores.

—¿Han sido desmanteladas todas las plazas fuertes enemigas?

—Sí, majestad —dijo el general del ejército de Ra—; la última, la de Shalom, cayó ayer.

—Shalom significa «paz» —precisó Acha—. Ahora, la paz reina en estas regiones.

—¿Debemos proseguir hacia el norte, apoderarnos de Kadesh y dar un golpe definitivo a los hititas? —preguntó el rey.

—Ése es el deseo de los oficiales superiores —declaró el general—; debemos completar nuestra victoria exterminando a los bárbaros.

—No tenemos posibilidad alguna de lograrlo —estimó Acha—; una vez más los hititas se han replegado a medida que íbamos avanzando, sus tropas están intactas y están preparando trampas de las que saldríamos muy debilitados.

—Con Ramsés a la cabeza, ¡venceremos! —se entusiasmó el general.

—Ignoráis por completo el terreno. En las altiplanicies de Anatolia, en las gargantas, en las selvas, los hititas nos aplastarán. En el propio Kadesh morirán miles de infantes, y ni siquiera estamos seguros de poder apoderarnos de la ciudadela.

—Fútiles temores de diplomático… ¡Esta vez estamos dispuestos!

—Retiraos —ordenó Ramsés—; conoceréis mi decisión al alba.