8

Benteshina, el príncipe de Amurru, tenía un delicioso sueño. Una joven noble, originaria de Pi-Ramsés, completamente desnuda y perfumada con mirra, trepaba por sus muslos como una liana de amor. De pronto, vaciló y comenzó a bambolearse, como un navío a punto de zozobrar. Benteshina se agarró a su cuello.

—¡Señor, señor! ¡Despertad!

Cuando el príncipe de Amurru abrió los ojos descubrió que estaba a punto de estrangular a su mayordomo. La luz del alba iluminaba la habitación.

—¿Por qué me molestas tan temprano?

—Levantaos, os lo ruego, y mirad por la ventana.

Vacilante, Benteshina siguió las recomendaciones de su sirviente. El peso de sus blandas carnes le molestaba al caminar. Ni el menor resto de bruma en el mar: el día se anunciaba espléndido.

—¿Qué debo mirar?

—¡La entrada del puerto, señor!

Benteshina se frotó los ojos. En la entrada del puerto de Beirut había tres navíos de guerra egipcios.

—¿Y las vías de acceso por tierra?

—Cerradas también; ¡se ha desplegado un enorme ejército egipcio! La ciudad está sitiada.

—¿Se halla en buen estado Acha? —preguntó Benteshina.

El mayordomo agachó la cabeza.

—Se le encerró en un calabozo, como vos ordenasteis.

—¡Tráemelo!

El propio Ramsés había alimentado a sus dos caballos, Victoria en Tebas y La diosa Mut está satisfecha. Los dos soberbios animales nunca se separaban, unidos tanto en el combate como en la paz. Ambos apreciaban las caricias del monarca y no dejaban de relinchar con orgullo cuando éste les felicitaba por su valor. La presencia de Matador, el león nubio, no les inspiraba el menor temor; ¿acaso no se habían enfrentado, en compañía de la fiera, a miles de soldados hititas?

El general del ejército de Ra se inclinó ante el rey.

—Majestad, el dispositivo se ha emplazado ya. Ni un habitante de Beirut puede escapar. Estamos listos para atacar.

—Interceptad todas las caravanas que pretendan entrar en la ciudad.

—¿Debemos preparar un asedio?

—Es posible. Si Acha sigue vivo, le liberaremos.

—Sería una suerte, majestad, pero la vida de un solo hombre…

—La vida de un solo hombre es, a veces, preciosa, general.

Ramsés pasó toda la mañana con los caballos y el león. Su tranquilidad le pareció de buen augurio; de hecho, antes de que el sol llegara a lo más alto de su carrera, el ayuda de campo del rey le llevó la noticia que esperaba.

—Benteshina, el príncipe de Amurru, solicita audiencia.

Vestido con una amplia túnica de seda multicolor que ocultaba su panza, perfumado con esencia de rosa, Benteshina parecía sonriente y relajado.

—Salud, oh, Hijo de la Luz, al…

—No me apetece escuchar los halagos de un traidor.

El príncipe de Amurru no perdió su aparente buen humor.

—Nuestra entrevista debe ser constructiva, majestad.

—Elegiste mal vendiéndote a los hititas.

—Tengo un argumento decisivo: vuestro amigo Acha.

—¿Crees que su presencia en un calabozo me impedirá arrasar la ciudad?

—Estoy seguro. ¿Acaso no alaban todos los pueblos el sentido de la amistad de Ramsés el Grande? Si un faraón traicionara a sus íntimos provocaría la cólera de los dioses.

—¿Sigue vivo Acha?

—Lo está.

—Exijo una prueba.

—Vuestra Majestad verá a su amigo y ministro de Asuntos Exteriores en lo alto de la torre principal de mi palacio. No niego que la estancia de Acha en prisión, por intento de fuga, haya podido causarle ciertas molestias físicas, pero nada grave.

—¿Qué exiges a cambio de su libertad?

—Vuestro perdón. Cuando os entregue a vuestro amigo, olvidareis que os he traicionado y haréis público un decreto afirmando que seguís confiando en mí. Es mucho, lo admito, pero necesito salvar mi trono y mis modestos bienes. Ah… Si se os ocurriera la lamentable idea de hacerme prisionero, vuestro amigo sería ejecutado, claro.

Ramsés permaneció largo rato silencioso.

—Necesito reflexionar —dijo con calma.

Benteshina sólo temía una cosa: que la razón de Estado prevaleciera frente a la amistad. La vacilación de Ramsés le hizo temblar.

—Necesito tiempo para convencer a mis generales —explicó el rey—; ¿crees que es fácil renunciar a una victoria y perdonar a un criminal?

Benteshina se tranquilizó.

—¿No es «criminal» un término excesivo, majestad? La política de alianzas es un arte difícil; puesto que pido perdón, ¿por qué no olvidamos el pasado? Egipto representa mi futuro y daré pruebas de mi fidelidad, no lo dudéis. Si me atreviera, majestad…

—¿Qué pasa?

—La población y yo mismo veríamos con malos ojos un bloqueo de la ciudad. Estamos acostumbrados a vivir bien y la entrega de vituallas forma parte de nuestro pacto. A la espera de que redactéis vuestro decreto y que él pueda ser liberado, el propio Acha se sentiría feliz de ser bien alimentado.

Ramsés se levantó. La entrevista había terminado.

—Ah, majestad… Si pudiera saber cuánto durará vuestra reflexión…

—Unos días.

—Estoy convencido de que llegaremos a un acuerdo tan beneficioso para Egipto como para la provincia de Amurru.

Ramsés meditaba frente al mar con el león tendido a sus pies. Las olas iban a morir junto al rey, unos delfines jugaban en mar abierto. El viento del sur soplaba con fuerza. Setaú se sentó a la diestra del monarca.

—No me gusta el mar, no tiene serpientes. Y ni siquiera se ve la otra orilla.

—Benteshina me somete a una extorsión.

—Y vacilas entre Egipto y Acha.

—¿Me lo reprochas?

—Te reprocharía lo contrario, pero conozco la solución que debes adoptar, y no me gusta.

—¿Tienes algún proyecto?

—¿Por qué turbar, si no, la meditación del señor de las Dos Tierras?

—Acha no debe correr riesgo alguno.

—Me pides demasiado.

—¿Hay alguna posibilidad real de que tengas éxito?

—Una, tal vez.

El mayordomo de Benteshina procuraba satisfacer los incesantes deseos de su dueño. El príncipe de Amurru bebía mucho y sólo soportaba los mejores caldos; aunque la bodega de palacio se aprovisionaba sin cesar, los numerosos banquetes la vaciaban rápidamente. De modo que el mayordomo aguardaba con impaciencia cada entrega.

Cuando las tropas egipcias sitiaron Beirut, estaba esperando la llegada de una caravana que debía entregar en palacio un centenar de ánforas de vino tinto del Delta. Benteshina exigía ese vino y no aceptaba otro. ¡Cuál no sería la satisfacción del mayordomo al ver entrar en el gran patio una hilera de carros cargados con ánforas de vino! Así pues, habían levantado el sitio. Gracias a su extorsión, Benteshina había vencido a Ramsés.

El mayordomo corrió al encuentro del conductor del primer carro y le dio instrucciones: parte de las jarras a la bodega, otra a la despensa cercana a la cocina y una tercera a la alacena contigua a la sala de banquetes. Comenzó la descarga, acompasada por canciones y chanzas.

—¿Tal vez podríamos… probarlo? —sugirió el mayordomo al jefe del convoy.

—Buena idea.

Ambos hombres entraron en la bodega. El mayordomo se inclinó hacia una jarra, imaginando el sabor afrutado de aquel caldo. Mientras acariciaba el panzudo vientre de la vasija, un violento golpe en la nuca le derribó.

El jefe de la expedición, un oficial del ejército de Ramsés hizo salir de las jarras a Setaú y los demás miembros del comando. Provistos de ligeras hachas de dorso vacío, fabricadas con tres espigas sobresalientes hundidas en el mango y sólidamente fijadas, suprimieron a los guardias libaneses, que no aguardaban un ataque desde el interior.

Mientras algunos miembros del comando abrían la puerta principal de la ciudad, dando entrada a los infantes del ejército de Ra, Setaú corrió hacia los aposentos de Benteshina. Cuando dos libaneses intentaron cerrarle el paso, soltó unas víboras furiosas por haber permanecido mucho tiempo metidas en un saco. En cuanto Benteshina vio el reptil que blandía Setaú, empezó a babear de miedo.

—Libera a Acha o morirás.

Benteshina no se hizo de rogar. Tembloroso, jadeando como un buey fatigado, abrió personalmente la puerta de la habitación donde estaba encerrado Acha. Cuando comprobó que su amigo estaba a salvo, Setaú se sintió tan conmovido que hizo un gesto involuntario: su puño se abrió y, libre, la víbora saltó hacia Benteshina.