Moisés, su esposa y su hijo habían abandonado la región de Madian, que se hallaba al sur de Edom y al este del golfo de Aqaba. Allí se había ocultado el hebreo durante un largo período, antes de abandonar su retiro para regresar a Egipto, pese a la opinión de su suegro. ¿No cometía una locura entregándose a la policía del faraón cuando estaba acusado de un crimen? Sería encarcelado y condenado a muerte.
Pero ningún argumento había convencido a Moisés. Dios le había hablado, en el corazón de la montaña, y le había ordenado que sacara de Egipto a sus hermanos hebreos, para permitirles vivir la verdadera fe en una tierra que les perteneciera. La tarea parecía imposible, pero el profeta tendría la fuerza de llevarla a cabo.
Su esposa, Cippora, también había intentado, en vano, disuadirle. Y la pequeña familia se había lanzado a las pistas, en dirección al Delta. Cippora seguía a su marido, que, provisto de un gran bastón nudoso, caminaba con paso tranquilo, sin dudar nunca sobre el camino a seguir.
Cuando una nube de arena anunció que se acercaba un grupo de jinetes, Cippora estrechó a su hijo en sus brazos y se refugió detrás de Moisés. Grande, barbudo, ancho de pecho, éste tenía aspecto de atleta.
—Debemos ocultarnos —imploró.
—Es inútil.
—Si son beduinos, nos matarán; si son egipcios, te detendrán.
—No seas miedosa.
Moisés permaneció inmóvil, pensando en sus años de estudios en la Universidad de Menfis, durante los que había sido instruido en la sabiduría de los egipcios, mientras vivía una profunda amistad con el príncipe Ramsés, futuro faraón. Tras haber ocupado un no desdeñable puesto en el harén de Mer-Ur, el hebreo había hecho de maestro de obras en la construcción de Pi-Ramsés, la nueva capital de las Dos Tierras. Al confiarle esta misión, Ramsés había convertido a Moisés en uno de los primeros personajes del reino. Pero Moisés se sentía atormentado. Un fuego abrasaba su alma desde que era joven; y sólo cuando encontró la zarza en llamas, que ardía sin consumirse, desapareció el dolor. El hebreo había descubierto por fin su misión.
Los jinetes eran beduinos. A su cabeza iban, Amos, calvo y barbudo, y Baduch, alto y delgado, los dos jefes de tribu que habían mentido a Ramsés, en el paraje de Kadesh, para atraerle a una trampa. Los hombres se colocaron en círculo alrededor de Moisés.
—¿Quién eres?
—Mi nombre es Moisés. He aquí a mi mujer y mi hijo.
—Moisés… ¿Eres el amigo de Ramsés, el alto dignatario culpable de un crimen que huyó al desierto?
—Ése soy yo.
Amos descabalgó y se dirigió al hebreo.
—¡Entonces estamos en el mismo bando! Nosotros también combatimos contra Ramsés, el hombre que fue tu amigo y quiere hoy tu cabeza.
—El rey de Egipto sigue siendo mi hermano —afirmó Moisés.
—¡Divagas! Su odio no deja de perseguirte. Beduinos, hebreos y nómadas tienen que aliarse con los hititas para derribar al déspota. Su fuerza se ha hecho legendaria, Moisés; ven con nosotros y acosemos a las tropas egipcias que intentan invadir Siria.
—No voy al norte sino al sur.
—¿Al sur? —se extrañó Baduch, suspicaz—. ¿Adónde quieres dirigirte?
—A Egipto, a Pi-Ramsés.
Amos y Baduch se miraron estupefactos.
—¿Te estás burlando de nosotros? —preguntó Amos.
—Os digo la verdad.
—Pero… ¡Serás detenido y ejecutado!
—Yahvé me protegerá. Debo sacar a mi pueblo de Egipto.
—Los hebreos fuera de Egipto… ¿Te has vuelto loco?
—Ésa es la misión que Yahvé me ha confiado, esa es la misión que llevaré a cabo.
Baduch descabalgó a su vez.
—No te muevas, Moisés.
Los dos jefes de tribu se alejaron para dialogar sin que el hebreo los oyera.
—Es un insensato —estimó Baduch—; su larga estancia en el desierto ha arrojado su espíritu en la demencia.
—Te equivocas.
—¿Equivocarme yo? Ese Moisés es un loco, está claro.
—No, es un hombre astuto y decidido.
—Ese infeliz, perdido en una pista del desierto con una mujer y un niño… ¡Magnífica astucia!
—Sí, Baduch, magnífica. ¿Quién va a desconfiar de un miserable como éste? Pero Moisés sigue siendo muy popular en Egipto y piensa fomentar una rebelión de los hebreos.
—¡No tiene posibilidad alguna de conseguirlo! La policía del faraón no se lo permitirá.
—Si le ayudamos, podría sernos útil.
—Ayudarle… ¿De qué modo?
—Haciéndole atravesar la frontera y procurando armas a los hebreos. Probablemente serán exterminados, pero habrán sembrado el desconcierto en Pi-Ramsés.
Moisés respiraba a pleno pulmón el aire del Delta; aunque ahora se había convertido en su enemiga, esa tierra le hechizaba todavía. Debería odiarla, pero la ternura de los cultivos y la suavidad de las palmeras le maravillaban, recordándole el sueño de un muchacho, amigo y confidente de un faraón de Egipto, un sueño que consistía en permanecer toda una vida junto a Ramsés, en servirle, ayudarle a transmitir el ideal de verdad y de justicia que había alimentado a las dinastías. Pero aquel ideal pertenecía al pasado; en adelante, sería Yahvé quien guiara los pasos de Moisés.
Gracias a Baduch y Amos, el hebreo, su mujer y su hijo habían penetrado en territorio egipcio durante la noche, evitando las patrullas que circulaban entre dos fortines. Pese a su miedo, Cippora no se había opuesto; Moisés era su marido, le debía obediencia y le seguiría a donde fuera.
Con la salida del sol y la resurrección de la naturaleza, Moisés sintió que su esperanza se fortalecía. Aquí libraría su combate, fueran cuales fuesen las fuerzas que se le opusieran. Ramsés tendría que comprender que los hebreos exigían su libertad y manifestaban el deseo de formar una nación, de acuerdo con la voluntad divina.
La pequeña familia se detuvo en aldeas donde, como de costumbre, se recibía con benevolencia a los viajeros. El modo en que se expresaba Moisés demostraba que era egipcio de nacimiento, y los contactos con los aldeanos se veían así facilitados. De etapa en etapa, el hebreo, su mujer y su hijo llegaron a los arrabales de la capital.
—Yo construí buena parte de esta ciudad —le dijo a su esposa.
—¡Qué grande y hermosa es! ¿Viviremos aquí?
—Por algún tiempo.
—¿Dónde nos alojaremos?
—Yahvé proveerá.
Moisés y los suyos penetraron en el barrio de los talleres, donde reinaba una intensa actividad. El dédalo de callejas sorprendió a Cippora, que añoraba ya la apacible existencia de su oasis. Se voceaba, se gritaba por todos lados; carpinteros, sastres y fabricantes de sandalias trabajaban con ardor. Asnos cargados con jarras llenas de carne, pescado seco o quesos avanzaban sin prisa.
Más allá se encontraban las casas de los ladrilleros hebreos. Nada había cambiado. Moisés reconocía cada morada, oía los cantos familiares y dejaba que en él nacieran recuerdos donde la revuelta se mezclaba con el entusiasmo de la juventud. Se había detenido en una plazuela en cuyo centro había un pozo cuando un viejo ladrillero le miró cara a cara.
—Te conozco, tú… Pero… ¡No es posible! ¿No serás el famoso Moisés?
—Lo soy.
—¡Te creíamos muerto!
—Os equivocabais —dijo Moisés sonriendo.
—Cuando tú estabas aquí, los ladrilleros éramos mejor tratados… Los que trabajan mal se ven obligados a procurarse personalmente la paja. ¡Tú habrías protestado! ¿Te das cuenta? ¡Obligados a procurarse paja! Y cuantas discusiones para obtener un aumento de sueldo.
—¿Tienes al menos una vivienda?
—Querría una mayor, pero la Administración retrasa mi demanda. Antaño, me habríais ayudado.
—Te ayudaré.
La mirada del ladrillero se hizo suspicaz.
—¿No te acusaron de un crimen?
—En efecto.
—Según dicen mataste al marido de la hermana de Ramsés.
—Un chantajista y un torturador —recordó Moisés—. No pensaba suprimirle, pero el altercado fue por mal camino.
—De modo que le mataste… ¡Te comprendo, sabes!
—¿Aceptarías alojarnos, a mi familia y a mí, por esta noche?
—Sed bienvenidos.
Cuando Moisés, su esposa y su hijo se hubieron dormido, el viejo ladrillero abandonó la yacija y, en la oscuridad, caminó hacia la puerta que daba a la calle. Al abrirla, emitió un chirrido. Inquieto, el ladrillero permaneció inmóvil un rato. Seguro de que Moisés no se había despertado, se deslizó hacia el exterior. Si denunciaba al criminal a la policía, obtendría una buena recompensa. Apenas había dado algunos pasos por la calleja cuando una poderosa mano le pegó a la pared.
—¿Adónde ibas, canalla?
—Me… Me ahogaba, necesitaba aire.
—¿Pensabas vender a Moisés, no es cierto?
—No, claro que no.
—Merecerías que te estrangulara.
—Déjale —ordenó Moisés apareciendo en el umbral de la casa—; es un hebreo, como nosotros. ¿Quién eres tú, que así me ayudas?
—Mi nombre es Aarón.
Era un hombre de edad, pero vigoroso; tenía una voz grave y sonora.
—¿Cómo has sabido que me encontraba aquí?
—¿Existe alguien, en el barrio, que no te haya reconocido? El consejo de ancianos desea verte hoy.