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La Ciudad del Sol[5], edificada por orden del faraón herético, Akenatón, ya sólo era una ciudad abandonada. Vacíos los palacios, las moradas de los nobles, los talleres, las casas de los artesanos, silenciosos para siempre los templos, desierta la gran avenida por donde pasaba el carro de Akenatón y Nefertiti, las calles comerciales y las callejas de los barrios populares.

En aquel desolado paraje, en la vasta llanura a orillas del Nilo, al abrigo de un circo montañoso que formaba un semicírculo, Akenatón había ofrecido un dominio al dios único que se encarnaba en el disco solar, Atón.

Nadie frecuentaba ya la olvidada capital. Tras la muerte del rey, la población había regresado a Tebas, llevándose consigo objetos preciosos, muebles, utensilios de cocina, archivos… Aquí y allá quedaban restos de loza y, en el taller de un escultor, un busto inconcluso de Nefertiti.

Con el transcurso de los años, los edificios se deterioraban. La pintura blanca se resquebrajaba, el yeso se deshacía. Construida con excesiva rapidez, la Ciudad del Sol no resistía las lluvias tormentosas y las tempestades de arena. Las estelas, grabadas por Akenatón para proclamar los límites del territorio sagrado de Atón, se borraban; el tiempo haría que los jeroglíficos fueran ilegibles y arrojaría a la nada la loca aventura del místico.

En el acantilado se habían excavado las tumbas de los dignatarios del régimen, pero ninguna momia reposaba allí. Al abandono de la ciudad se había añadido el de las sepulturas, sin alma ni protección ahora. Nadie osaba aventurarse por allí, pues se afirmaba que los espectros se habían apoderado del lugar y quebraban la nuca a los visitantes en exceso curiosos.

Allí se ocultaban Chenar, el hermano mayor de Ramsés, y el mago Ofir. Habían fijado su domicilio en la tumba del sumo sacerdote de Atón, cuya sala hipóstila se reveló confortable; en los muros, algunas evocaciones de templos y palacios conservaban la imagen del esplendor perdido de la Ciudad del Sol. El escultor había inmortalizado a Akenatón y Nefertiti venerando el disco solar, del que brotaban largos rayos terminados en manos que daban vida a la pareja real.

Los ojillos marrones de Chenar miraban con frecuencia los bajorrelieves que representaban a Akenatón, encarnación del sol triunfante. De treinta y cinco años de edad, con el rostro redondo, casi lunar, las mejillas hinchadas, los labios gruesos, los huesos pesados, Chenar, sin embargo, detestaba ese sol, astro protector de su hermano Ramsés. Ramsés, aquel tirano al que había intentado derribar con la ayuda de los hititas, Ramsés, que le había condenado al exilio en la penitenciaría de los oasis, Ramsés, que quería hacerle comparecer ante un tribunal de justicia del que saldría hacia la muerte.

Durante su traslado de la gran cárcel de Menfis a la penitenciaría de los oasis, una tempestad de arena, en medio del desierto, le había proporcionado a Chenar la posibilidad de huir. El odio que sentía contra su hermano y su deseo de vengarse le habían permitido salir vivo de la prueba. Chenar se había dirigido hacia el único lugar donde estaría seguro, la ciudad abandonada del rey herético.

Allí lo había acogido Ofir, su cómplice, el jefe de la red de espionaje hitita. Ofir el libio, con el perfil de ave de presa, de salientes pómulos, nariz prominente, labios delgados y pronunciado mentón, el hombre que debía convertir a Chenar en el sucesor de Ramsés.

Rabioso, el hermano del faraón cogió una piedra y la lanzó contra una representación de Akenatón, dañando la corona del monarca.

—¡Malditos sean, y que desaparezcan para siempre, los faraones y su reino!

El sueño de Chenar se había quebrado. Él, que debería haber reinado sobre un inmenso imperio, de Anatolia a Nubia, se veía reducido al estado de paria en su propio país. Ramsés debería haber sido derrotado en Kadesh, los hititas deberían haber invadido Egipto, Chenar debería haber ocupado el trono de las Dos Tierras, colaborado con el ocupante y luego, haberse librado del emperador hitita para convertirse en el único dueño del Próximo Oriente. Ramsés el náufrago, Chenar el salvador: esa era la verdad que debería haber impuesto a los pueblos de la región.

Chenar se volvió hacia Ofir, que estaba sentado al fondo de la tumba.

—¿Por qué hemos fracasado?

—Un período de mala suerte. El destino cambiará.

—¡Mediocre respuesta, Ofir!

—Aunque la magia sea una ciencia exacta, no excluye lo imprevisible.

—Y ese imprevisible fue el propio Ramsés.

—Vuestro hermano tiene cualidades excepcionales y una facultad de resistencia rara y fascinante.

—Fascinante… ¿Estáis cayendo bajo el encanto de ese déspota?

—Me limito a estudiarlo para destruirlo mejor. ¿No acudió en su ayuda el dios Amón durante la batalla de Kadesh?

—¿Acaso dais crédito a tales monsergas?

—El mundo no está hecho sólo con lo visible. Secretas fuerzas circulan por él y son las que forman la trama de lo real.

Chenar dio un puñetazo a la pared en la que figuraba el disco solar, Atón.

—¿Adónde nos han llevado vuestros discursos? Aquí, a esta tumba, ¡lejos del poder! Estamos solos y condenados a perecer como miserables.

—Eso no es del todo cierto, puesto que los partidarios de Atón nos alimentan y garantizan nuestra seguridad.

—Los partidarios de Atón… Una pandilla de locos y místicos, prisioneros de sus ilusiones.

—No andáis errado, pero nos son de utilidad.

—¿Pensáis convertirlos en un ejército capaz de vencer al de Ramsés?

Ofir dibujó extrañas figuras geométricas en el polvo.

—Ramsés ha vencido a los hititas —insistió Chenar—, vuestra red ha sido desmantelada, ya no tengo partidarios. ¿Qué otro destino nos queda salvo pudrirnos aquí?

—La magia nos ayudará a modificarlo.

Chenar se encogió de hombros.

—No habéis conseguido eliminar a Nefertari, habéis sido incapaz de debilitar a Ramsés.

—Sois injusto —dijo el mago—. La reina salió dañada de la prueba que le infligí.

—Iset la bella le dará otro hijo a Ramsés, y el rey adoptará tantos herederos como desee. Ninguna preocupación familiar impedirá reinar a mi hermano.

—Acabará acusando los golpes.

—¿Ignoráis que un faraón de Egipto se regenera al cabo de su trigésimo año de reinado?

—Falta mucho todavía, Chenar; los hititas no han renunciado al combate.

—¿No quedó destruida en Kadesh la coalición que habían formado?

—El emperador Muwattali es un hombre astuto y prudente; supo batirse en retirada cuando llegó el momento y organizará una contraofensiva que sorprenderá a Ramsés.

—Ya no me apetece soñar, Ofir.

A lo lejos se oyó el ruido de un galope. Chenar tomó una espada.

—No es la hora en que los atonianos nos traen alimento.

El hermano de Ramsés corrió hacia la entrada de la tumba que dominaba la llanura y la ciudad muerta.

—Dos hombres.

—¿Vienen hacia nosotros?

—Salen de la ciudad y se dirigen al acantilado… ¡Hacia nosotros! Será mejor que salgamos de la tumba y nos ocultemos en otra parte.

—No nos precipitemos, sólo son dos. —Ofir se levantó—. Tal vez sea el signo que aguardaba, Chenar. Mira bien.

Chenar identificó a un partidario de Atón; la presencia de su compañero le dejó estupefacto.

—¿Meba… Meba aquí?

—Es mi subordinado y nuestro aliado.

Chenar dejó la espada.

—En la corte de Ramsés, nadie sospecha de Meba; hoy es preciso olvidar nuestras diferencias.

Chenar no respondió. Sólo sentía desprecio por Meba, cuya única ambición era preservar su fortuna y su comodidad. Cuando el diplomático se le había presentado como el nuevo agente hitita, Chenar no había creído en la sinceridad de su compromiso.

Los dos jinetes descabalgaron a la entrada del camino que llevaba a la tumba del sumo sacerdote de Atón. El partidario del dios solar se quedó con los caballos, Meba se dirigió hacia la guarida de sus cómplices.

Chenar tenía un nudo en la garganta. ¿Y si el alto funcionario los había traicionado y se había adelantado un poco a la policía del faraón? Pero el horizonte siguió vacío. Meba estaba tan crispado que no utilizó las habituales formas de cortesía.

—Me arriesgo mucho viniendo aquí… ¿Por qué me habéis enviado un mensaje ordenándome que viniera a veros?

La respuesta de Ofir chasqueó.

—Estáis bajo mis órdenes, Meba; iréis donde os diga que vayáis. ¿Qué noticias traéis?

Chenar se quedó sorprendido. Así pues, desde el fondo de su guarida, el mago seguía dirigiendo la red.

—No muy buenas. El contraataque hitita no es precisamente un éxito; Ramsés ha reaccionado vigorosamente y ya ha reconquistado Canaán.

—¿Se dirige hacia Kadesh?

—Lo ignoro.

—Es preciso que seáis eficaz, Meba, mucho más eficaz, y que me proporcionéis más información. ¿Han respetado los beduinos su compromiso?

—La revuelta parece general… Pero debo mostrarme muy prudente para no despertar la desconfianza de Ameni.

—¿No trabajáis en el Ministerio de Asuntos Exteriores?

—La prudencia…

—¿Tenéis posibilidades de acercaros al pequeño Kha?

—¿El hijo mayor de Ramsés? Sí, pero por qué…

—Necesito un objeto que le sea especialmente querido, Meba, y lo necesito enseguida.