Kha, el hijo de Ramsés y de Iset la bella, copiaba en un papiro virgen las máximas del viejo sabio Ptah-hotep que, a la edad de ciento diez años, había considerado oportuno dejar por escrito algunos consejos destinados a las generaciones futuras. Kha tenía sólo diez años, pero detestaba los juegos infantiles y se pasaba el tiempo estudiando, a pesar de las dulces reprimendas de Nedjem, el ministro de Agricultura, preocupado por la educación del muchacho. A Nedjem le habrían gustado que se distrajera más, pero las aptitudes intelectuales de Kha le fascinaban. Aprendía deprisa, lo recordaba todo y escribía ya como un escriba experimentado.
Cerca, la hermosa Meritamón, hija de Ramsés y Nefertari, tocaba el arpa. A los seis años, daba pruebas de estar muy bien dotada para la música, y mostraba una coquetería de buena ley. Mientras trazaba los jeroglíficos, a Kha le gustaba escuchar a su hermana desgranando melodías y cantando tiernas canciones. El perro del rey, Vigilante, suspiraba de satisfacción con la cabeza apoyada en los pies de la niña, cuyo parecido con Nefertari era deslumbrador.
Cuando la reina entró en el jardín, Kha dejó de escribir y Meritamón de tocar el arpa. Inquietos e impacientes, ambos niños corrieron hacia ella. Nefertari los besó.
—Todo ha ido bien, Iset ha tenido un muchacho.
—Seguro que mi padre y tú ya habréis elegido su nombre.
La reina sonrió.
—¿Crees que podemos preverlo todo?
—Sí, porque sois la pareja real.
—Tu hermano menor se llama Merenptah, «El amado del dios Ptah», patrón de los artesanos y señor del Verbo creador.
Dolente, la hermana mayor de Ramsés, era una mujer alta y morena, perpetuamente fatigada; su piel grasa la obligaba a utilizar muchos ungüentos. Ociosa durante mucho tiempo, presa del tedio de una joven noble y rica, había encontrado un ideal cuando el mago libio Ofir le había hablado de las creencias del rey hereje, Akhenatón, partidario del dios único. Ciertamente, el mago se había visto obligado a matar para salvaguardar su libertad, pero Dolente aprobó su gesto y aceptó ayudarle, sucediera lo que sucediese.
Aconsejada por el mago, que había encontrado refugio en el propio Egipto, Dolente había vuelto al palacio y había mentido a Ramsés para que la perdonase. ¿No la había raptado el mago, no la había utilizado para salir del país? Dolente había proclamado su alegría por haber escapado de lo peor y haber recuperado a su familia. ¿Había creído Ramsés en esa versión de los hechos? Por orden suya, Dolente debía permanecer en la corte de Pi-Ramsés. Eso era lo que ella esperaba, para poder informar a Ofir en cuanto se presentara la ocasión. Puesto que el rey había partido a guerrear en las provincias del norte, ella no había tenido posibilidad de volver a verle para intentar ganarse su confianza.
Dolente no ahorraba esfuerzo alguno para seducir a Nefertari, consciente de la influencia que ésta ejercía sobre su esposo. En cuanto la reina salió de la sala del consejo, donde acababa de entrevistarse con los responsables de los canales, Dolente se inclinó ante la soberana.
—Majestad, permitidme que me ocupe de Iset.
—¿Qué deseas exactamente, Dolente?
—Velar por su servidumbre, purificar cada día su habitación, utilizar un jabón extraído de la corteza y la madera del balanites[4] para lavar a la madre y al hijo, limpiar cada objeto con una mezcla de cenizas y sosa… Y he preparado para ella un cofre de aseo con botes de maquillaje, pocillos llenos de delicadas esencias, khol y estiletes aplicadores. ¿No debe Iset seguir siendo hermosa?
—Será sensible a tu afecto.
—Si acepta, yo misma la maquillaré.
Nefertari y Dolente caminaron juntas por un pasillo decorado con pinturas que representaban lises, acianos y mandrágoras.
—Parece que el bebé es espléndido.
—Merenptah será un hombre muy robusto.
—Ayer quise jugar con Kha y Meritamón, pero me lo prohibieron. Sentí una profunda pesadumbre, majestad.
—Son órdenes de Ramsés y también mías, Dolente.
—¿Durante cuánto tiempo, aún, se desconfiará de mí?
—¿Acaso te extraña? Tu escapada con el mago, tu apoyo a Chenar…
—¿No he tenido ya mi cupo de desgracia, majestad? Mi marido fue asesinado por Moisés, ese maldito mago ha estado a punto de apoderarse de mi espíritu, Chenar me ha detestado y humillado siempre, ¡y yo soy la acusada! Ahora sólo aspiro al reposo y me gustaría tanto recuperar el afecto y la confianza de los míos… He cometido graves faltas, lo admito, ¿pero siempre se me considerará una criminal?
—¿No conspiraste contra el faraón?
Dolente se arrodilló ante la reina.
—Fui esclava de hombres malvados y sufrí su influencia. Pero, todo ha terminado. Deseo vivir sola, en palacio, como Ramsés exige, y olvidar el pasado… ¿Seré perdonada?
Nefertari se sintió conmovida.
—Ocúpate de Iset, Dolente; ayúdala a preservar su belleza.
Meba, el adjunto al ministro de Asuntos Exteriores, entró en el despacho de Ameni. Diplomático de carrera, heredero de una rica familia de embajadores, Meba era naturalmente altivo y condescendiente. ¿No pertenecía, acaso, a una casta superior que poseía poder y riqueza y le impedía mezclarse con la gente del vulgo? Sin embargo, Meba había sufrido una dura prueba cuando Chenar, el hermano mayor del rey, le había quitado su puesto de jefe de la diplomacia egipcia. Humillado, marginado, había creído que nunca volvería a estar en primer plano, hasta el día en que una red de espionaje hitita, implantada en Egipto, se había puesto en contacto con él.
Traicionar… Meba no había tenido tiempo de pensar en ello. Recuperando la afición a la intriga, conociendo bien los meandros, se había ganado la confianza de las autoridades y obtenido nuevas funciones. Antiguo superior de Acha, se había convertido, aparentemente, en su fiel subordinado. Pese a su agudo espíritu, el joven ministro se había dejado engañar por la fingida humildad de Meba. Tener un hombre experimentado, y antigua víctima de Chenar por añadidura, como colaborador, había incitado a Acha a bajar la guardia.
Desde la desaparición del mago Ofir, jefe de la red de espionaje hitita, Meba aguardaba consignas que no llegaban. Aquel silencio le alegraba y lo aprovechaba para consolidar su red de amistades en el ministerio y en la alta sociedad, sin olvidar seguir vertiendo su hiel. ¿Acaso no había sido víctima de injusticias? ¿No era Acha un intelectual brillante, pero peligroso e ineficaz? Meba acababa olvidando a los hititas y su traición.
Mientras mordisqueaba un higo seco, Ameni redactaba una carta de reprimenda para los directores de los graneros y leía la queja de un jefe de provincia sobre la carestía de leña.
—¿Qué ocurre, Meba?
El diplomático detestaba al pequeño escriba rugoso y maleducado.
—¿Estáis demasiado ocupado para oírme?
—Os escucho, pero sed breve.
—¿No sois vos quien regís el imperio en ausencia de Ramsés?
—Si tenéis algún motivo de descontento, solicitad audiencia a la reina: su majestad en persona aprueba todas mis decisiones.
—No juguemos al más astuto: la reina me remitirá a vos.
—¿De qué os quejáis?
—De la inexistencia de directrices claras. Mi ministro está en el extranjero, el rey combate, mi administración es presa de la duda y la incertidumbre.
—Aguardad el regreso de Ramsés y de Acha.
—Y si…
—¿Si no regresan?
—¿No debemos contemplar esa horrenda hipótesis?
—No lo creo.
—Sois categórico…
—Lo soy.
—Así pues, esperaré.
—Es la mejor iniciativa que podéis tomar.
Haber nacido en Cerdeña, haber sido jefe de una famosa pandilla de piratas, haberse enfrentado a Ramsés, deberle la vida y convertirse en jefe de su guardia personal era el extraordinario destino de Serramanna. Ameni había considerado sospechoso de traición al gigante de conquistadores bigotes, pero reconoció que se había equivocado y se había ganado de nuevo su amistad.
Al sardo le hubiera gustado combatir contra los hititas, destrozar cráneos y atravesar pechos. Pero el faraón le había ordenado que se encargara de proteger a la familia real, y Serramanna se consagraba a esta tarea con el mismo ardor que ponía, antaño, en lanzarse al abordaje de los ricos navíos mercantes.
Para el sardo, Ramsés era el más formidable jefe guerrero que nunca había conocido, y Nefertari la mujer más hermosa y más inaccesible. La pareja real era un tan gran milagro cotidiano que el ex pirata no podía evitar servirles. Estaba bien pagado, gozaba de abundantes alimentos de primera calidad, aprovechaba la compañía de mujeres soberbias, y estaba dispuesto a dar su vida por la continuidad del reino.
Sin embargo, había una sombra en aquel cuadro: su instinto de cazador le torturaba. El regreso de Dolente a la corte le parecía una maniobra que podía perjudicar a Ramsés y Nefertari; consideraba a la hermana del rey una desequilibrada y una mentirosa. A su entender, el mago que la manipulaba seguía utilizándola, aunque no tuviera pruebas de ello.
Serramanna continuaba investigando sobre la mujer rubia cuyo cadáver había sido hallado en una mansión perteneciente a Chenar, el hermano felón de Ramsés, que había desaparecido en una tempestad de arena cuando era transferido al penal de Khargeh.
Las explicaciones de Dolente habían sido bastante ambiguas; el sardo aceptaba que la víctima hubiera servido de médium, pero le parecía inverosímil que Dolente fuera incapaz de decir nada más sobre aquella infeliz. ¿Se debía su silencio al deseo de ocultar la verdad? Dolente fingía que la perseguían para ocultar mejor hechos importantes. Pero como se había congraciado con Nefertari, Serramanna no podía acusarla a partir de simples presunciones.
La obstinación formaba parte de las cualidades de un pirata. El mar permanecía vacío durante días enteros y, de pronto, aparecía la presa. Y era preciso, además, navegar en la dirección correcta y recorrer los sectores abundantes en caza; por ello había lanzado a sus sabuesos, tanto en Menfis como en Pi-Ramsés, provistos de fieles retratos de la joven rubia asesinada.
Alguien acabaría hablando.