A Pi-Ramsés, la capital edificada por Ramsés en el Delta, se la llamaba «la ciudad de turquesa» por las tejas barnizadas de azul que adornaban la fachada de las casas. Los que paseaban por las calles de Pi-Ramsés se quedaban maravillados ante los templos, el palacio real, los lagos de recreo, el puerto; se extasiaban a la vista de los vergeles, los canales llenos de peces, las mansiones de los nobles y sus jardines, las avenidas bordeadas de flores; degustaban las manzanas, las granadas, las aceitunas y los higos, apreciaban el sabor afrutado de los grandes caldos y cantaban la canción popular: «Que alegría vivir en Pi-Ramsés, el pequeño es mirado como el grande, la acacia y el sicomoro conceden sus sombras, los edificios resplandecen de oro y turquesa, la brisa es suave, trinan los pájaros alrededor de los estanques». Pero Ameni, el secretario particular del rey, compañero de universidad e indefectible servidor del monarca, no compartía esa alegría de vivir. Sentía, como tantos otros habitantes de la ciudad, que el júbilo habitual no reinaba ya porque Ramsés estaba ausente.
Ausente y en peligro.
Sin escuchar consejo alguno de prudencia, sin aceptar ningún aplazamiento, Ramsés se había lanzado hacia el norte para reconquistar Canaán y Siria, arrastrando a sus tropas hacia una aventura de incierto final.
Portasandalias oficial del faraón, Ameni era bajo, enclenque, flaco y casi calvo, de huesos frágiles, tez pálida y manos largas y finas, capaces de trazar hermosos jeroglíficos, aquel hijo de yesero mantenía con Ramsés vínculos invisibles. Era, según la antigua expresión, «los ojos y los oídos del rey», y permanecía en la sombra, a la cabeza de un servicio de unos veinte funcionarios, devotos y competentes. Trabajador infatigable, dormía poco y comía en exceso aunque no conseguía engordarse, Ameni salía pocas veces de su despacho, presidido por un portapinceles de madera dorada que Ramsés le había regalado. En cuanto tocaba aquel objeto, en forma de columna coronada por una flor de lis, su energía renacía, y se lanzaba de nuevo al asalto de un montón de expedientes que habrían desalentado a cualquier escriba. En su despacho, que él mismo limpiaba, los papiros estaban cuidadosamente ordenados en cofres de madera y jarras, o encerrados en estuches de cuero depositados en estantes.
—Un correo del ejército —anunció uno de sus ayudantes.
—Que entre.
El soldado estaba cubierto de polvo y parecía agotado.
—Traigo un mensaje del faraón.
—Muéstramelo.
Ameni identificó el sello de Ramsés. A pesar de que le faltaba el aliento, corrió hasta palacio.
La reina Nefertari recibía al visir, al gran intendente de la Casa del rey, al escriba de cuentas, al escriba de mesa, al superior de los ritualistas, al jefe de los secretos, al superior de la Casa de Vida, al chambelán, al director del Tesoro, al de los graneros y otros muchos altos funcionarios, deseosos de recibir directrices concretas para no tomar ninguna iniciativa que careciese de la aprobación de la gran esposa real, encargada de gobernar el país en ausencia de Ramsés. Afortunadamente, Ameni la secundaba sin descanso y Tuya, la madre del rey, la ayudaba con sus valiosos consejos. Más hermosa que las más hermosas, con los cabellos negros y brillantes, los ojos verdeazulados, el rostro luminoso como el de una diosa, Nefertari se enfrentaba a la prueba del poder y de la soledad. Dedicada a la música en el templo, amante de los escritos de los sabios, había deseado una existencia meditativa; pero el amor de Ramsés había transformado a la tímida muchacha en la reina de Egipto, decidida a cumplir sus funciones sin debilidad.
La administración de la Casa de la reina exigía por sí sola un pesado trabajo: aquella institución milenaria incluía un pensionado donde se educaban egipcias y extranjeras, así como una escuela de tejido, talleres donde se fabricaban joyas, espejos, jarrones, abanicos, sandalias y objetos rituales. Nefertari reinaba sobre un numeroso personal, compuesto por sacerdotisas, escribas, administradores de las rentas rurales, obreros y campesinos, y había querido conocer personalmente a los principales responsables de cada sector de actividad. Evitar injusticias y errores era su obsesión.
En aquellas angustiadas jornadas, mientras Ramsés arriesgaba su vida para defender Egipto contra una invasión hitita, la gran esposa real tenía que multiplicar esfuerzos y gobernar el país, fuera cual fuese su fatiga.
—¡Ameni, por fin! ¿Tienes noticias?
—Sí, majestad: un papiro que ha traído un correo del ejército.
La reina no se había instalado en el despacho de Ramsés, que permanecería vacío hasta su regreso, sino en una vasta estancia decorada con loza de un azul claro y que daba al jardín donde Vigilante, el perro dorado del rey, dormía al pie de una acacia.
Nefertari hizo saltar el sello del papiro y leyó el texto redactado en escritura cursiva y firmado por el propio Ramsés. El grave rostro de la reina no se iluminó con una sonrisa.
—Intenta darme ánimos —confesó.
—¿Ha progresado el rey?
—Canaán ha sido sometido, el gobernador felón ha muerto.
—¡Hermosa victoria! —se inflamó Ameni.
—El rey prosigue hacia el norte.
—¿Por qué estáis tan triste?
—Porque proseguirá hasta Kadesh, sean cuales sean los riesgos. Antes intentará liberar a Acha y no vacilará en poner en peligro su existencia. ¿Y si le abandona la suerte?
—Su magia no le fallará.
—¿Cómo sobreviviría Egipto sin él?
—En primer lugar, majestad, sois la gran esposa real y gobernáis de maravilla; luego, Ramsés volverá, estoy seguro de ello.
Un ruido de pasos precipitados se oyeron en el pasillo. Llamaron a la puerta, Ameni abrió. Apareció una comadrona, presa de gran excitación.
—Majestad… Iset está a punto de parir, y os llama.
Iset la bella tenía los ojos de un verde chispeante, la nariz pequeña y los labios finos; por lo común, su rostro poseía una infinita seducción. En aquellas horas de sufrimiento, conservaba el encanto de la juventud, que le había permitido seducir a Ramsés y ser su primer amor. Pensaba a menudo en la choza de cañas, en el lindero de un trigal, donde el príncipe Ramsés y ella se habían entregado el uno al otro.
Pero Ramsés se había enamorado de Nefertari, y Nefertari era reina en el alma. Iset la bella se había apartado, porque ignoraba la ambición y los celos; ni ella ni cualquier otra podían rivalizar con Nefertari. El poder asustaba a Iset, y el único sentimiento que perduraba en su corazón era el amor que sentía por Ramsés. En un momento de locura, había estado a punto de conspirar contra él, por despecho; pero, incapaz de perjudicarle, se había apartado enseguida de las fuerzas del mal. ¿Acaso su más hermoso título de gloria no era haber dado vida a Kha, un muchacho de excepcional inteligencia?
Tras haber dado a luz una muchacha, Meritamón, Nefertari ya no podía tener más hijos. La reina había exigido que Iset la bella diese al monarca un segundo hijo y otros descendientes. Pero el rey había creado la institución de los «hijos reales», que le permitiría elegir, en las distintas capas de la sociedad, jovencitas o muchachos para ser educados en palacio. Su número sería una prueba de la inagotable fecundidad de la pareja real e impediría cualquier dificultad sucesoria.
Pero Iset la bella viviría su pasión por Ramsés ofreciéndole un nuevo hijo; gracias a las pruebas tradicionales[3], ya sabía que iba a tener un niño.
Paría de pie, ayudada por cuatro parteras a las que denominaban las «suaves» y «las de los pulgares firmes». Se habían pronunciado las fórmulas rituales, para apartar los genios de las tinieblas que intentaban impedir el nacimiento. Gracias a fumigaciones y pociones, el dolor se había atenuado.
Iset la bella sintió que el pequeño ser salía del lago bienhechor donde había crecido durante nueve meses. El contacto de una mano tierna y un perfume de lis y jazmín hicieron creer a Iset la bella que acababa de entrar en un jardín paradisíaco donde el sufrimiento ya no existía. Volvió la cabeza hacia un lado y advirtió que Nefertari acababa de ocupar el lugar de una de las parteras. La reina secó la frente de la parturienta, con una tela húmeda.
—Majestad… No creía que vinierais.
—Me has llamado, y aquí estoy.
—¿Tenéis noticias del rey?
—Son excelentes. Ramsés ha reconquistado Canaán y no tardará en someter a los demás insurrectos. Se está adelantando a los hititas.
—¿Cuándo volverá?
—¿No va a estar impaciente por ver a su hijo?
—¿Amareis vos… a ese hijo?
—Le amaré como a mi propia hija, como a tu hijo Kha.
—Temía que…
Nefertari estrechó con fuerza las manos de Iset la bella.
—No somos enemigas, Iset; debes vencer en el combate que libras.
De pronto, el dolor se hizo más fuerte; la parturienta lanzó un grito. La partera principal se atareó. Iset quería olvidar el fuego que desgarraba sus entrañas, sumirse en un profundo sueno, dejar de luchar soñando con Ramsés… Pero Nefertari tenía razón; era preciso concluir la obra misteriosa que se había iniciado en su seno.
Nefertari recibió en sus manos al niño, mientras una partera cortaba el cordón umbilical. Iset cerró los ojos.
—¿Es un muchacho?
—Sí, Iset. Un muchacho hermoso y fuerte.