3

Cada vez más irritado, contra sí mismo sobre todo, Acha pasaba los días contemplando el mar por la ventana del primer piso del palacio donde estaba prisionero. ¿Cómo había podido, él, jefe de la red de espionaje egipcio y ministro de Asuntos Exteriores de Ramsés el Grande, caer en la trampa que le habían tendido los libaneses de la provincia de Amurru?

Hijo único de una familia noble y rica, Acha, que había seguido brillantemente los mismos estudios que Ramsés, en la universidad de Menfis, era un hombre elegante y refinado, tan aficionado a las mujeres como ellas se aficionaban a él. De rostro alargado, con las extremidades delgadas y finas, los ojos brillantes de inteligencia, la voz hechicera, le gustaba crear nuevas modas. Pero tras el árbitro de la elegancia se ocultaba un hombre de acción y un diplomático de altos vuelos, que hablaba varias lenguas extranjeras, especialista en los protectorados egipcios y el Imperio hitita.

Tras la victoria de Kadesh, que parecía haber frenado definitivamente la expansión hitita, Acha consideró oportuno dirigirse enseguida a la provincia de Amurru, aquel lánguido Líbano que se extendía a lo largo del Mediterráneo, al este del monte Hermon y de la mercantil ciudad de Damasco. El diplomático deseaba convertir la provincia en una base fortificada de la que partieran los comandos de élite para contrarrestar cualquier intento de avance hitita hacia Palestina y las marcas del Delta. Al penetrar en el puerto de Beirut, a bordo de un bajel cargado de regalos para el príncipe de Amurru, el venal Benteshina, el ministro egipcio de Asuntos Exteriores no sospechaba que sería recibido por Hattusil, el hermano del emperador hitita, que acababa de apoderarse de la región.

Acha había evaluado a su adversario. Bajo, de enclenque apariencia, pero inteligente y astuto, Hattusil era un enemigo temible. Había obligado a su prisionero a redactar una carta oficial para Ramsés, con el fin de atraer el ejército del faraón a una emboscada; pero Acha había utilizado un código con la esperanza de despertar la desconfianza del faraón. ¿Cómo reaccionaría Ramsés? La razón de Estado le exigía abandonar a su amigo en manos del adversario y lanzarse hacia el norte. Conociendo al faraón, Acha estaba convencido de que no vacilaría en golpear a los hititas con la mayor violencia posible, fueran cuales fuesen los riesgos que corriera. ¿Pero no significaba una excelente moneda de cambio el jefe de la diplomacia egipcia? Benteshina pensaba que Egipto pagaría por Acha una buena cantidad del precioso metal.

Escasa esperanza de vida, en verdad, pero Acha no tenía otra alternativa. Aquella forzada inacción le hacía irritable desde su adolescencia, nunca había dejado de tomar la iniciativa y le resultaba insoportable tener que sufrir así los acontecimientos. Tenía que actuar, de un modo u otro. Tal vez Ramsés creyera que Acha había muerto, tal vez había intentado lanzar una ofensiva de gran envergadura tras haber equipado a sus tropas con armas recientes. Cuanto más reflexionaba Acha, más convencido estaba de que no tenía otra solución que liberarse a sí mismo.

Un criado le sirvió un copioso almuerzo, como cada día; el egipcio no podía quejarse de la intendencia de palacio, que le trataba como a un huésped de calidad. Acha saboreaba un trozo de buey asado cuando resonaron los pesados pasos del dueño del lugar.

—¿Cómo se encuentra nuestro gran amigo egipcio? —preguntó Benteshina, príncipe de Amurru, un gordo cincuentón de espesos bigotes negros.

—Tu visita me honra.

—Me apetecía beber vino con el jefe de la diplomacia de Ramsés.

—¿Por qué no te acompaña Hattusil?

—Nuestro gran amigo hitita está atareado.

—Que bueno resulta tener sólo grandes amigos… ¿Cuándo podré verlo?

—Lo ignoro.

—¿De modo que el Líbano se ha convertido en una base hitita?

—Los tiempos cambian, querido Acha.

—¿No temes la cólera de Ramsés?

—Entre el faraón y mi principado se yerguen, ahora, infranqueables murallas.

—¿Acaso todo Canaán ha caído bajo el control hitita?

—No me preguntes demasiado… Has de saber que tengo intención de cambiar tu preciosa existencia por ciertas riquezas. Espero que nada enojoso te suceda durante ese cambio, pero…

Con una fea sonrisa, Benteshina anunciaba a Acha que sería eliminado antes de poder contar lo que había visto y oído en Amurru.

—¿Estás seguro de haber elegido el bando adecuado?

—¡Seguro, amigo Acha! A decir verdad, los hititas han impuesto la ley del más fuerte. Y, además, se habla de las numerosas preocupaciones que impiden a Ramsés gobernar con serenidad… Un complot o una derrota militar, o las dos cosas juntas, acabarán con él o será sustituido por un monarca más conciliador.

—No conoces Egipto, Benteshina, y todavía conoces menos al propio Ramsés.

—Sé juzgar a los hombres. Pese a la derrota de Kadesh, Muwattali, el emperador hitita, triunfará.

—Arriesgada apuesta.

—Me gustan el vino, las mujeres y el oro, pero no soy jugador. Los hititas llevan la guerra en la sangre, los egipcios no.

Benteshina se frotó las manos suavemente.

—Si deseas evitar un lamentable accidente cuando se produzca el cambio, mi querido Acha, deberías pensar seriamente en cambiar de bando. Imagina que le das a Ramsés falsas informaciones… Después de nuestra victoria, serías recompensado.

—¿Me pides a mí, el jefe de la diplomacia egipcia, que traicione a Ramsés?

—¿No depende todo de las circunstancias? Yo también juré fidelidad al faraón…

—La soledad impide mi reflexión.

—¿Deseas acaso… una mujer?

—Una mujer fina y cultivada, muy comprensiva…

Benteshina vació su copa de vino y se pasó el dorso de la mano diestra por los húmedos labios.

—¿Qué sacrificio no haría yo para mejorar tu reflexión?

La noche había caído, dos candiles de aceite iluminaban débilmente la alcoba de Acha, que estaba tendido en el lecho vestido sólo con un taparrabos.

Un pensamiento le obsesionaba: Hattusil había salido de Amurru. Aquella partida no coincidía con una expansión hitita por los protectorados de Palestina y Fenicia. Si el empuje de los guerreros anatolios había sido espectacular, ¿por qué abandonaba Hattusil su base libanesa, desde la que podía controlar la situación? El hermano de Muwattali no podía arriesgarse a ir más al sur; probablemente habrían regresado a su país, ¿pero por qué razón?

—Señor…

La vocecita temblorosa turbó a Acha. Se incorporó y, en la penumbra, vio a una muchacha que vestía una corta túnica, con los cabellos sueltos y los pies desnudos.

—Me envía el príncipe Benteshina… Me ha ordenado… Exige…

—Siéntate a mi lado.

Ella obedeció, vacilante. Tenía unos veinte años, era rubia y rolliza, muy apetitosa. Acha le acarició el hombro.

—¿Estás casada?

—Sí, señor; pero el príncipe me ha prometido que mi marido no sabría nada.

—¿Cuál es su oficio?

—Aduanero.

—¿Tienes alguna ocupación?

—Clasifico los despachos, en el centro de correos.

Acha hizo resbalar los tirantes de la túnica, besó a la rubia en el cuello y, luego, la tumbó en la cama.

—¿Recibes noticias de la capital de Canaán?

—Algunas… Pero no puedo hablar de ello.

—¿Son numerosos, aquí, los guerreros hititas?

—Tampoco puedo hablar de eso.

—¿Amas a tu marido?

—Sí, señor, sí…

—¿Te disgusta hacer el amor conmigo?

Ella volvió la cabeza hacia un lado.

—Responde a mis preguntas y no te tocaré.

La muchacha contempló al egipcio con los ojos llenos de esperanza.

—¿Tengo vuestra palabra?

—Por todos los dioses de la provincia de Amurru, la tienes.

—Los hititas no son numerosos todavía; unas decenas de instructores que entrenan a nuestros soldados.

—¿Se ha marchado Hattusil?

—Sí, señor.

—¿Hacia dónde?

—Lo ignoro.

—¿Y la situación en Canaán?

—Incierta.

—¿No está la provincia bajo control hitita?

—Circulan rumores contradictorios. Algunos afirman que el faraón se ha apoderado de Gaza, la capital de Canaán, y que el gobernador de la provincia murió durante el asalto.

Acha sintió que un nuevo aliento llenaba su pecho, como si renaciera a la vida. Ramsés no sólo había descifrado su mensaje sino que también había contraatacado, impidiendo a los hititas que se desplegaran. Por ello Hattusil había ido a avisar al emperador.

—Lo siento, preciosa.

—¿No… No cumpliréis vuestra promesa?

—Sí, pero debo tomar ciertas precauciones.

Acha la ató y la amordazó; necesitaba unas horas antes de que diera la alarma. El diplomático descubrió el manto que ella había dejado en el umbral de la habitación y entrevió un modo de salir de palacio: se puso la prenda, se cubrió con el capuchón y se lanzó hacia la escalera. En la planta baja estaban celebrando un banquete. Algunos invitados, ebrios, dormitaban; otros se libraban a febriles retozos. Acha saltó sobre dos cuerpos desnudos.

—¿Adónde vas?

Acha no podía correr. Varios hombres armados custodiaban la puerta de palacio.

—¿Has terminado ya con el egipcio? Ven aquí, hija mía…

A pocos pasos, la libertad. La pegajosa mano de Benteshina le quitó la capucha.

—Mala suerte, mi querido Acha.