2

De pie en su carro lanzado a toda velocidad, Ramsés el Grande parecía más un dios que un hombre. Alto, de frente ancha y despejada, tocado con una corona azul que se adaptaba a su cráneo, con los arcos superciliares abultados, espesas cejas, la mirada penetrante como la de un halcón, la nariz larga, delgada y curva, las orejas redondas y de fino dibujo, potente la mandíbula, carnosos los labios, era la encarnación de la potencia. Cuando se acercó, los beduinos ocultos en el encinar salieron de su escondrijo. Unos tendieron sus arcos, los otros blandieron las jabalinas.

Como en Kadesh, el rey fue más rápido que un fuerte viento, más vivo que un chacal recorriendo en un instante inmensas extensiones; como un toro de acerados cuernos que derriba a sus enemigos, aplastó a los primeros agresores que se pusieron a su alcance y disparó flecha tras flecha, atravesando el pecho de los rebeldes.

El jefe del comando beduino consiguió evitar la furiosa carga del monarca e, hincando la rodilla en tierra, se dispuso a lanzar un largo puñal que se clavaría en su espalda. El salto de Matador dejó petrificados a los sediciosos. Pese a su peso y su tamaño, el león pareció volar. Mostrando sus garras, cayó sobre el jefe de los beduinos, le clavó los colmillos en la cabeza y cerró las mandíbulas.

La escena fue tan horrible que numerosos guerreros soltaron las armas y huyeron para escapar de la fiera, que ya estaba destrozando los cuerpos de otros dos beduinos, que habían intentado, en vano, ayudar a su jefe. Los carros egipcios, seguidos por varios centenares de infantes, alcanzaron a Ramsés y terminaron, sin dificultad alguna, con el último islote de resistencia.

Cuando Matador se calmó, empezó a lamerse las ensangrentadas patas y miró a su dueño con dulzura. El agradecimiento que descubrió en los ojos de Ramsés provocó un gruñido de satisfacción. El león se tendió junto a la rueda derecha del carro, ojo avizor.

—Es una gran victoria, majestad —declaró el general del ejército de Ra.

—Acabamos de evitar un desastre; ¿cómo es posible que ningún explorador haya sido capaz de descubrir un destacamento enemigo en el encinar?

—No… No le dimos importancia a ese lugar.

—¿Acaso un león debe enseñar a mis generales el oficio de las armas?

—Sin duda, vuestra majestad deseará reunir el consejo de guerra para preparar el asalto a la fortaleza…

—Ataque inmediato.

Por el tono de voz del faraón, Matador supo que la tregua había terminado. Ramsés acarició la grupa de sus dos caballos, que se miraron el uno al otro, como para alentarse.

—Majestad, majestad… ¡Os lo ruego!

Jadeante, el escudero Menna tendió al rey el corpiño cubierto de pequeñas placas de metal. Ramsés aceptó ponerse la cota de mallas, que no deslucía demasiado su túnica de lino de anchas mangas. En las muñecas llevaba dos brazaletes de oro y lapislázuli, cuyo adorno central estaba formado por dos cabezas de patos silvestres, símbolo de la pareja real semejante a dos aves migratorias que emprendían el vuelo hacia las misteriosas regiones del cielo. ¿Volvería Ramsés a ver a Nefertari antes de emprender el gran viaje hacia el otro lado de la vida?

Victoria en Tebas y La diosa Mut está satisfecha piafaban de impaciencia, ansiosos por lanzarse hacia la fortaleza. En la cabeza llevaban un penacho de plumas rojas y punta azul, y el lomo lo tenían protegido por una gualdrapa azul y roja. Del pecho de los infantes brotaba un canto compuesto, instintivamente, tras la victoria de Kadesh y cuyas palabras tranquilizaban a los cobardes: «El brazo de Ramsés es poderoso, su corazón valiente, es un arquero sin igual, una muralla para sus soldados, una llama que abrasa a sus enemigos».

Nervioso, el escudero Menna llenó de flechas los dos carcajes del rey.

—¿Las has comprobado?

—Sí, majestad; son ligeras y robustas. Sólo vos podréis alcanzar a los arqueros enemigos.

—¿Ignoras que el halago es una falta grave?

—No, ¡pero tengo tanto miedo! ¿Acaso, sin vos, no nos habrían exterminado esos bárbaros?

—Prepara una buena ración para mis caballos; cuando volvamos tendrán hambre.

En cuanto los carros egipcios se acercaron a la fortaleza, los arqueros cananeos y sus aliados beduinos dispararon nubes de flechas que murieron a los pies de los tiros. Los caballos relincharon, y algunos incluso se encabritaron, pero la tranquilidad del rey impidió que sus tropas de élite cedieran al pánico.

—Tensad vuestros grandes arcos y aguardad mi señal —ordenó.

La manufactura de armas de Pi-Ramsés había fabricado varios arcos de madera de acacia, cuya cuerda de tensión era un tendón de buey. Estudiada con cuidado, la curva del arma permitía lanzar una flecha, con precisión, a más de doscientos metros en tiro parabólico. Esa técnica hacía inútil la protección de las almenas tras las que se refugiaban los soldados.

—¡Todos juntos! —aulló Ramsés con voz tan estentórea que liberó las energías.

La mayoría de los proyectiles alcanzaron el blanco. Heridos en la cabeza, con los ojos reventados, la garganta atravesada de parte a parte, numerosos arqueros enemigos cayeron, muertos o gravemente heridos. Los que tomaron el relevo sufrieron la misma suerte.

Seguro de que sus infantes no perecerían bajo las flechas de los rebeldes, Ramsés les ordenó que se lanzaran hacia la puerta de madera de la fortaleza y la derribaran a hachazos. Los carros egipcios se aproximaron, los arqueros del faraón afinaron más aún el tiro, impidiendo cualquier resistencia. Los cortantes trozos de alfarería que llenaban los fosos fueron inútiles; contrariamente a lo habitual, Ramsés no haría que se colocaran escalas sino que iba a pasar por el acceso principal.

Los cananeos se amontonaron detrás de la puerta, pero no consiguieron contener el empuje de los egipcios. El enfrentamiento fue de espantosa violencia; los infantes del faraón pisoteaban montones de cadáveres y, como una devastadora oleada, se lanzaron al interior de la fortaleza. Los sitiados cedían terreno poco a poco; con sus grandes acharpes y sus túnicas a franjas, manchadas de sangre, caían unos sobre otros. Las espadas egipcias atravesaron cascos, quebraron huesos, cortaron flancos, hombros y tendones, hurgaron en entrañas.

Luego, un silencio brutal cayó sobre la plaza fuerte. Algunas mujeres suplicaban a los vencedores que respetaran a los supervivientes, agrupados a un lado del patio central.

El carro de Ramsés hizo su entrada en la reconquistada ciudadela.

—¿Quién manda aquí? —preguntó el rey.

Un hombre de unos cincuenta años, con el brazo izquierdo amputado, salió del miserable grupo de vencidos.

—Soy el soldado de más edad… Todos mis jefes han muerto. Imploro la clemencia del dueño de las Dos Tierras.

—¿Qué perdón se le puede conceder a quien no respeta su palabra?

—Que el faraón nos ofrezca, al menos, una muerte rápida.

—He aquí mis decisiones, cananeo: los árboles de tu provincia serán talados y la madera llevada a Egipto; los prisioneros, hombres, mujeres y niños, serán trasladados al Delta y empleados en trabajos de utilidad pública; los rebaños y los caballos de Canaán son ahora de nuestra propiedad. Por lo que a los soldados supervivientes se refiere, serán alistados en mi ejército y, en adelante, combatirán a mis órdenes.

Los vencidos se prosternaron, satisfechos de haber salvado la vida.

Setaú no estaba descontento. El número de heridos graves era poco importante y el curandero disponía de bastante carne fresca y apósitos de miel para detener las hemorragias. Con sus manos rápidas y precisas, Loto unía los labios de las heridas con tiras adhesivas colocadas en cruz. La sonrisa de la hermosa nubia atenuaba los dolores. Los camilleros llevaban a los pacientes hasta la enfermería de campaña, donde se les trataba con ungüentos, pomadas y lociones antes de ser repatriados a Egipto.

Ramsés se dirigió a los hombres que habían arriesgado su vida para defender su país, luego convocó a los oficiales superiores, a quienes reveló su intención de proseguir hacia el norte para recuperar, una a una, las fortalezas de Canaán que habían caído bajo control hitita, con la ayuda de los beduinos. El entusiasmo del faraón fue comunicativo. El miedo desapareció de los corazones y se alegraron ante la noche y el día de descanso que se les concedía. Ramsés, por su parte, cenó con Setaú y Loto.

—¿Hasta dónde piensas llegar? —preguntó el curandero.

—Al menos hasta Siria del Norte.

—¿Hasta… Kadesh?

—Ya veremos.

—Si la expedición dura demasiado, nos faltarán remedios —advirtió Loto.

—La reacción de los hititas fue rápida, la nuestra debe serlo más aún.

—¿Concluirá algún día esta guerra?

—Sí, Loto, cuando el enemigo haya sido derrotado por completo.

—Me horroriza hablar de política —comentó Setaú gruñón—. Ven, querida; vayamos a hacer el amor antes de salir en busca de algunas serpientes. Siento que la noche será propicia para la cosecha.

Ramsés celebró los ritos del amanecer en la pequeña capilla que habían levantado junto a su tienda, en el centro del campamento. Un santuario muy modesto comparado con los templos de Pi-Ramsés; pero el fervor del Hijo de la Luz era idéntico. Su padre Amón nunca revelaría a los humanos su verdadera naturaleza, nunca se encerraría en una forma cualquiera; sin embargo, la presencia de lo invisible era sensible para todo.

Cuando el soberano salió de la capilla divisó a un soldado que sujetaba un orix con una correa y dominaba al cuadrúpedo con dificultad.

Extraño soldado, realmente, con sus largos cabellos, su túnica coloreada, su perilla y su mirada huidiza. ¿Por qué habían introducido aquella bestia salvaje en el campamento, tan cerca de la tienda real? El rey no pudo hacerse más preguntas. El beduino soltó el orix, que se lanzó hacia Ramsés, con los puntiagudos cuernos dirigidos hacia el vientre del desarmado soberano.

Matador golpeó al antílope en el costado izquierdo y le clavó las zarpas en la nuca; muerto en el acto, el orix cayó bajo el león. Atónito, el beduino sacó un puñal de su túnica, pero no tuvo tiempo de utilizarlo; sintió un violento dolor en la espalda y luego, una helada niebla le cegó, obligándole a soltar el arma. Moribundo, cayó de cabeza con una lanza clavada entre los omóplatos. Loto había dado pruebas de sorprendente habilidad. La hermosa nubia, tranquila y sonriente, ni siquiera parecía conmovida.

—Gracias, Loto.

Setaú se unió a ellos enseguida. Mientras el león devoraba su presa un numeroso grupo de soldados salieron de sus tiendas y descubrieron el cadáver del beduino. El escudero Menna se lanzó desolado a los pies de Ramsés.

—¡Lo siento, majestad! Os prometo identificar a los centinelas que han dejado entrar al criminal en el campamento y castigarlos con severidad.

—Reúne a los trompeteros y ordena que den la señal de partida.