59

En el camino de regreso a la capital, Ramsés se detuvo en Menfis para hablar con su hijo Kha, que acababa de concluir el programa de restauración de los monumentos del Imperio Antiguo y embellecer más aún el templo subterráneo de los toros Apis.

En el embarcadero, fue la médico en jefe Neferet, siempre tan hermosa y elegante, la que recibió al rey.

—¿Cómo estáis, majestad?

—Algo cansado y con dolores dorsales, pero el cuerpo aguanta. Parecéis conmovida, Neferet.

—Kha está muy enfermo.

—¿Queréis decir que…?

—Se trata de una enfermedad que conozco pero que no podré curar. El corazón de vuestro hijo está desgastado, los remedios ya no actúan.

—¿Dónde está?

—En la biblioteca del templo de Ptah, entre los textos que tanto ha estudiado.

El rey acudió inmediatamente junto a Kha.

Próximo a los sesenta, el rostro anguloso y severo del sumo sacerdote se había tornado sereno. En sus ojos de un azul oscuro había florecido la paz interior de un ser que, durante toda su vida, se había preparado para enfrentarse al más allá. Ningún temor deformaba sus rasgos.

—¡Majestad! Esperaba tanto veros antes de mi partida…

El faraón tomó la mano de su hijo.

—Que el faraón permita a su humilde servidor descansar en la montaña de vida como un amigo útil a su señor, pues no existe mayor felicidad… Permíteme alcanzar el hermoso Occidente y seguir siendo uno de tus íntimos. He intentado respetar a Maat, he ejecutado tus órdenes cumpliendo las misiones que me has confiado…

La voz grave de Kha se extinguió suavemente, Ramsés la recogió en su seno como si se tratara de un tesoro inalterable.

Kha había sido enterrado en el templo subterráneo de los toros Apis, junto a aquellos queridos seres cuya forma animal ocultaba la expresión del poder divino. Ramsés había depositado sobre el rostro de la momia una máscara de oro y había elegido personalmente las piezas del mobiliario fúnebre, muebles, jarras y joyas, otras tantas obras maestras creadas por los artesanos del templo de Ptah y destinadas a acompañar el alma de Kha por los hermosos caminos de la eternidad.

El anciano rey había dirigido la ceremonia de los funerales con sorprendente vigor, dominando su emoción para abrir los ojos y la boca de su hijo, con el fin de que partiera vivo hacia el otro mundo.

Merenptah estaba constantemente dispuesto a socorrer a su padre, pero Ramsés no manifestó debilidad alguna. Sin embargo, Ameni sentía que su amigo de infancia obtenía de lo más profundo de sí mismo la fuerza necesaria para mostrar una dignidad ejemplar frente a la nueva tragedia que le abrumaba.

Se colocó la tapa sobre el sarcófago de Kha, la tumba fue sellada.

Y cuando estuvo fuera de la vista de los cortesanos, Ramsés lloró.

Era una de aquellas mañanas cálidas y soleadas que tanto gustaban a Ramsés. Había cedido a un sumo sacerdote la tarea de celebrar, en su nombre, los ritos del alba y sólo hablaría con el visir al finalizar la mañana. Para intentar olvidar su sufrimiento, el rey trabajaría como de costumbre, aunque le faltara su habitual energía.

Pero sus piernas estaban paralizadas y no consiguió levantarse. Llamó al mayordomo con su imperiosa voz.

Minutos más tarde, Neferet estaba a la cabecera del monarca.

—Esta vez, majestad, tendréis que escucharme y obedecerme.

—Me pedís demasiado, Neferet.

—Por si seguíais dudándolo, vuestra juventud se ha esfumado definitivamente y debéis cambiar de comportamiento.

—Sois el adversario más temible que he debido afrontar.

—Yo no, majestad: la vejez.

—Vuestro diagnóstico… ¡Y no me ocultéis nada, sobre todo!

—Mañana mismo volveréis a caminar, pero utilizando un bastón; y cojearéis un poco a causa de la artrosis de la cadera derecha. Procuraré atenuar el dolor, pero el descanso es indispensable, y en adelante tendréis que evitar esfuerzos. No os sorprendáis si alguna vez os sentís anquilosado, con una sensación de parálisis; sólo será pasajera, si aceptáis varios masajes cotidianos. Algunas noches tendréis dificultades para tenderos por completo; unas pomadas calmantes os ayudarán. Y frecuentes baños con barro del Fayyum completarán el tratamiento medicinal.

—Medicinas… ¿Todos los días? ¡Me consideráis pues un vejestorio impotente!

—Ya os lo he dicho, majestad, ya no sois un joven y no volveréis a conducir vuestro carro; pero si os comportáis como un paciente dócil, evitaréis una rápida degradación de vuestro estado de salud. Algunos ejercicios cotidianos, como caminar o nadar, siempre que no cometáis excesos, preservarán vuestra movilidad. Para ser un hombre que ha olvidado descansar durante toda su vida, vuestro estado general es más bien satisfactorio.

La sonrisa de Neferet consoló a Ramsés. Ningún enemigo había conseguido vencerle, salvo la maldita vejez de la que se quejaba el autor preferido de Nefertari, el sabio Ptah-hotep. ¡Pero él había llegado a los ciento diez años cuando redactó sus Máximas! Maldita vejez, cuya única ventaja era aproximarle a los seres queridos con quienes tanto había deseado reunirse en los fértiles campos del otro mundo, donde no existía la fatiga.

—Vuestro punto más débil son vuestros dientes —añadió la médico en jefe—; pero velaré por ellos para evitaros cualquier riesgo de infección.

Ramsés accedió a las exigencias de Neferet. En pocas semanas recuperó parte de sus fuerzas, pero había comprendido que su cuerpo, desgastado por el exceso de combates y pruebas, ya sólo era una herramienta envejecida, a punto de quebrarse.

Aceptarlo fue su postrera victoria.

En el silencio y la oscuridad del templo de Set, la formidable potencia del cosmos, Ramsés el Grande tomó su última decisión.

Antes de hacerla oficial en forma de decreto, que tendría fuerza de ley, el señor de las Dos Tierras convocó al visir, los ministros, los altos funcionarios y todos los dignatarios que ocupaban algún puesto de responsabilidad, a excepción de su hijo Merenptah, a quien confió la tarea de establecer el balance de la economía del Delta.

El rey habló largo rato con los hombres y mujeres que, día tras día, seguían edificando Egipto. Durante aquellas entrevistas, Ramsés fue ayudado por Ameni, cuyas numerosas notas resultaron preciosas.

—No has cometido demasiados errores —le dijo a su secretario particular.

—¿Has descubierto alguno, majestad? ¡En ese caso, indícamelo!

—Era sólo una fórmula para testimoniarte mi satisfacción.

—Admitámoslo —gruñó Ameni—; ¿pero por qué has confiado tan extravagante misión a tu general en jefe?

—¿Intentas hacerme creer que no lo has adivinado?

Apoyándose en su bastón, Ramsés caminaba lentamente por una sombreada avenida, en compañía de Merenptah.

—¿Cuáles son los últimos resultados de tus investigaciones, hijo mío?

—Los impuestos de la región del Delta, que tú me pediste que controlara, se han establecido sobre la base de 8.760 contribuyentes; cada patrón vaquero tiene la responsabilidad de quinientos animales, y he contado 13.080 cabreros, 22.430 cuidadores de aves de corral y 3.920 arrieros que se encargan de varios miles de asnos. Las cosechas han sido excelentes, los defraudadores escasos. Como sucede con excesiva frecuencia, la Administración se ha mostrado puntillosa, pero me he mostrado muy firme en que los jefezuelos no deben importunar a la gente honesta y se preocupen más por los tramposos.

—Conoces bien el Delta, hijo mío.

—Esta misión me ha enseñado muchas cosas; hablando con los campesinos, he sentido latir el corazón del país.

—¿Olvidas acaso a los sacerdotes, los escribas y los militares?

—Los he tratado mucho; me faltaba un contacto directo y prolongado con los hombres y mujeres de la tierra.

—¿Qué te parece este decreto?

Ramsés tendió a Merenptah un papiro escrito por su propia mano. Su hijo lo leyó en voz alta.

—«Yo, Ramsés, faraón de Egipto, asciendo al príncipe Merenptah, escriba real, custodio del sello y general en jefe del ejército, a la función de soberano del Doble País.»

Merenptah contempló a su padre, apoyado en su bastón.

—Majestad…

—Ignoro el número de años de existencia que el destino va a concederme, Merenptah, pero ha llegado el momento de asociarte al trono. Actúo de la misma manera que lo hizo mi padre, Seti; soy un anciano, tu eres un hombre maduro que acaba de cruzar el último obstáculo que le había impuesto. Sabes gobernar, administrar y combatir; toma en tus manos el porvenir de Egipto, hijo mío.