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La crecida del Nilo… Un milagro renovado año tras año, un don de los dioses que despertaba el fervor de la población y su agradecimiento hacia el faraón, el único ser capaz de hacer que las aguas del río subieran para fecundar la tierra.

Y la crecida de ese año era notable: ¡once metros! Desde el comienzo del reinado de Ramsés, el agua vivificadora, que brotaba de las profundidades del océano celestial, jamás había faltado a la cita.

Confirmada la paz con el Hatti, el estío se presentaba rico en festejos y paseos de una población a otra, gracias a múltiples barcas reparadas durante el invierno. Como todos sus compatriotas, el alto funcionario Hefat admiraba el grandioso espectáculo que ofrecía el Nilo, transformado en lago del que emergían los cerros sobre los que se habían construido las aldeas. Su familia se había marchado a Tebas para pasar unas semanas de vacaciones en casa de sus padres, y él tenía las manos libres para actuar a su guisa.

Mientras los campesinos descansaban, los responsables de la irrigación trabajaban sin descanso. Pero Hefat observaba la crecida con otros ojos. Mientras los estanques de reservas se llenaban, separados por diques de tierra que iban rompiéndose a medida que era necesario, Hefat se felicitaba por la genial idea que iba a convertirle en un hombre más rico y poderoso que Ramsés el Grande.

Los altos responsables de la Administración egipcia habían solicitado audiencia a Ramsés para presentarle una proposición que consideraban razonable. Sin ponerse de acuerdo, unos y otros habían llegado a la misma conclusión.

El monarca les había escuchado atentamente. A pesar de que no les había respondido con una negativa categórica, les había desaconsejado la gestión que insinuaban, cuyo éxito, sin embargo, deseaba. Interpretando las palabras de Ramsés como una incitación, el director del Tesoro, a quienes todos sus colegas apreciaban por su valor, había ido a ver a Ameni aquella misma noche, cuando el secretario particular del faraón se quedó solo en su despacho.

Cerca ya de los setenta, Ameni seguía siendo como el estudiante que había jurado fidelidad a Ramsés antes incluso de convertirse en faraón. De tez pálida, enclenque, siempre tan delgado y tan hambriento a pesar de lo mucho que comía, con perpetuos dolores de espalda que no le impedían soportar fatigas que habrían deslomado a cualquier coloso, trabajador encarnizado, preciso y meticuloso, dormía pocas horas y examinaba personalmente todos los expedientes.

—¿Algún problema? —le preguntó al director del Tesoro.

—No exactamente.

—¿A qué se debe esta visita, entonces? Estoy trabajando.

—Nos hemos reunido, bajo la dirección del visir y…

—¿Nos? —preguntó Ameni.

—Bueno… El director de la Doble Casa blanca, el ministro de Agricultura, el…

—Ya veo. ¿Y cuál era el motivo de esta reunión?

—A decir verdad, había dos.

—Veamos el primero.

—Por los servicios prestados a Egipto, vuestros colegas de la Alta Administración desean ofreceros una mansión en la localidad que elijáis.

Ameni dejó el pincel.

—Interesante… ¿Y el segundo motivo?

—Habéis trabajado mucho, Ameni, mucho más de lo que exige la Administración. A causa de vuestra abnegación, sin duda, no habéis pensado en ello… ¿Pero no ha llegado ya, para vos, la hora de retiraros? Una jubilación apacible, en una casa confortable, sin olvidar la estima general. ¿Qué os parece?

El hombre interpretó el silencio de Ameni como un buen augurio.

—Sabía que escucharíais la voz de la razón —concluyó el director del Tesoro, encantado—; cuando mis colegas se enteren de vuestra decisión, se sentirán muy satisfechos.

—No estoy tan seguro de ello.

—¿Perdón?

—Nunca voy a jubilarme —declaró Ameni con ardor—, y nadie, a excepción del faraón, me hará salir de este despacho. Mientras él no exija la dimisión, seguiré trabajando a mi ritmo y con mis métodos. ¿Queda claro?

—Nosotros habíamos pensado que, por vuestro interés…

—Pues no sigáis pensándolo.

Hefat y el fenicio Narish volvieron a verse en casa del egipcio, durante una cálida jornada de estío. El mercader apreció la cerveza fresca, ligera y digestiva que le servían.

—No quisiera mostrarme pretencioso —dijo Narish—, pero creo haber hecho un excelente trabajo: los mercaderes fenicios están dispuestos a comprar Egipto. ¿Pero estáis vos, Hefat, dispuesto a venderlo?

—No he cambiado de opinión.

—¿Fecha exacta?

—Me es imposible violar las leyes de la naturaleza, pero no tendremos que esperar mucho.

—¿Algún obstáculo serio?

Hefat demostró su confianza.

—Gracias a mi posición administrativa, ninguno.

—¿No os será indispensable el sello del sumo sacerdote de Menfis?

—Sí, pero el sumo sacerdote es Kha y está sumido en su búsqueda espiritual y su amor por las antiguas piedras. Ni siquiera advertirá el documento que está firmando.

—Me preocupa un detalle —reconoció el fenicio—; ¿por qué odiáis a vuestro país?

—Gracias a nuestro trato, Egipto no sufrirá en absoluto y se abrirá por fin al mundo exterior, que barrerá sus viejas supersticiones y sus antañonas costumbres, como deseaba mi modelo, Chenar. Él deseaba abatir a Ramsés y yo derribaré al tirano. Los hititas, los libios y los hechiceros han fracasado, y Ramsés ya no desconfía, pero yo, Hefat, lo venceré.

—La respuesta es no —dijo Ameni al jefe de la provincia de los Dos Halcones, un fuerte mocetón de voluntariosa barbilla.

—¿Por qué razón?

—Porque ninguna provincia gozará de privilegios especiales en detrimento de las demás.

—Sin embargo, he recibido el aliento de la Administración Central.

—Es posible, pero ninguna Administración está autorizada a dictar la ley. Si hubiera seguido siempre a nuestros altos funcionarios, Egipto estaría arruinado.

—¿Es una negativa definitiva?

—El sistema de irrigación no va a modificarse, y el agua de los estanques será liberada en el período establecido, no antes.

—En ese caso, exijo ver al rey.

—Os recibirá, pero no le hagáis perder el tiempo.

Perjudicado por la desfavorable opinión de Ameni, el jefe de provincia no tenía posibilidad alguna de obtener la conformidad de Ramsés; ya sólo le quedaba regresar a su capital.

Ameni estaba intrigado.

Por correo o durante entrevistas directas, seis jefes de provincias importantes le habían pedido que confirmara la decisión tomada por los servicios hidrológicos de Menfis: soltar enseguida el agua de los estanques para aumentar la superficie cultivable.

Doble error, pensaba Ameni, pues, por una parte, semejante desarrollo agrícola no era necesario y, por la otra, la irrigación no podía llevarse a cabo de manera brutal, sino progresivamente. Por fortuna, los técnicos ignoraban que la mayoría de los jefes de provincia, con ejemplar discreción, consultaban siempre al secretario particular del rey antes de meterse en terreno resbaladizo.

Si no hubiera tenido tantos problemas que resolver, Ameni habría realizado de buena gana una investigación para identificar a los responsables de tales aberraciones.

El escriba comenzó a estudiar un informe referente a las plantaciones de sauce en el Medio Egipto pero, incapaz de concentrarse, interrumpió su lectura. Decididamente, el incidente era demasiado grave para desdeñarlo.

Ramsés y Kha cruzaron el pilono de acceso al templo de Thot en Hermópolis, atravesaron un patio inundado de sol y fueron recibidos por el sumo sacerdote del dios, en el umbral del templo cubierto. El rey y su hijo admiraron las salas donde sólo penetraban los servidores de Thot, patrón de los escribas y de los sabios, y se recogieron en su santuario.

—Aquí termina mi búsqueda —declaró Kha.

—¿Has descubierto el libro de Thot?

—Durante mucho tiempo creí que se trataba de un escrito muy antiguo, oculto en la biblioteca de un templo. Pero por fin he comprendido que cada una de las piedras de nuestros santuarios era una de las letras de este libro, redactado por el dios del Conocimiento para dar sentido a nuestra vida. Thot ha transmitido su mensaje en cada escultura y cada jeroglífico, y es a nuestro espíritu a quien le corresponde la tarea de reunir lo esparcido, del mismo modo que Isis reunió los fragmentos dispersos del cuerpo de Osiris. Todo nuestro país, padre mío, es un templo a imagen del cielo; y es el faraón quien debe mantener este libro abierto para que los ojos del corazón puedan descifrarlo.

Ningún poeta, ni siquiera Homero, habría encontrado palabras para describir la alegría y el orgullo que sintió Ramsés al escuchar las frases del sabio.