Como todas las mañanas, el gobernador militar de la zona fronteriza con Libia acudió a su despacho para consultar los informes enviados desde los fortines; por lo general, la tarea acababa enseguida, pues en las tablillas de madera figuraba una sola mención: «Sin novedad».
Aquella mañana, sin embargo, no recibió ningún informe.
Era inútil buscar al culpable: el soldado encargado de la distribución del correo oficial todavía no se habría levantado. Furioso, el gobernador militar se prometió privarle de sus funciones y nombrarle lavandero. En el patio del fortín, un soldado manejaba sin muchas ganas su escoba; dos jóvenes infantes se entrenaban en el manejo de la espada corta. El gobernador marchó rápidamente hacia el barrio de los carteros y los exploradores.
En las esteras no había nadie.
Estupefacto, el gobernador se preguntó a que se debería aquella anomalía; ni informes ni soldados encargados de transmitirlos… ¿Cuál sería la causa de tan increíble desorden?
El oficial se quedó boquiabierto cuando, de pronto, la puerta del fortín fue derribada por los golpes de un ariete manejado por desencadenados libios, con una pluma hincada en sus cabellos.
Terminaron a hachazos con el barrendero y los dos infantes, y después partieron el cráneo del gobernador, quien se había quedado tan petrificado que ni siquiera había intentado huir. Uri-Techup escupió sobre el cadáver.
—El oasis de Siwa no ha sido atacado —le dijo el oficial superior a Merenptah—; hemos sido víctimas de una información falsa.
—¿Muertos?
—Ni muertos ni sedición; he ido hasta allí para nada.
A solas, Merenptah fue presa de la angustia; ¿no habrían distraído su atención para poder atacar en otra parte?
Sólo Ramsés podría apreciar la magnitud del peligro.
Cuando Merenptah subía a su carro, su ayuda de campo corrió hacia él.
—General, hemos recibido un mensaje de una guarnición cercana a la frontera libia… ¡Un ataque en masa contra nuestros fortines! La mayor parte de ellos ha caído ya y, al parecer, han matado al gobernador de la zona.
Los caballos de Merenptah nunca habían galopado a tanta velocidad. Saltando en marcha de su carro, el hijo menor del rey subió corriendo la escalera de palacio. Con la ayuda de Serramanna, interrumpió la audiencia que el faraón concedía a los jefes de provincia.
A Ramsés le bastó con ver el rostro descompuesto de Merenptah para comprender que acababa de suceder algo grave. De modo que despidió a sus huéspedes prometiéndoles una próxima entrevista.
—Majestad —declaró el general en jefe—, probablemente los libios han invadido el noroeste del Delta; desconozco la gravedad del desastre.
—¡Uri-Techup y Malfi! —exclamó Serramanna.
—Efectivamente, el hitita aparece mencionado en el deslavazado informe que he recibido. Y Malfi ha conseguido reunir los clanes libios que luchaban entre sí. Nuestra reacción debe ser violenta y rápida… A menos que se trate de una nueva trampa, como la de Siwa.
Si el grueso de las tropas corría hacia el noroeste del Delta y se trataba de una añagaza, Malfi atacaría a la altura de Tebas y no encontraría resistencia alguna. Pasaría a sangre y fuego la ciudad santa del dios Amón.
La decisión de Ramsés comprometía el porvenir de todo Egipto.
—Majestad —dijo Serramanna con timidez—, me prometisteis…
—No lo he olvidado: vendrás conmigo.
Ojos negros y crueles en un rostro cuadrado; Malfi era considerado por sus hombres la encarnación de un demonio del desierto, capaz de ver por la espalda y desgarrar a cualquiera de sus adversarios con sus dedos cortantes como dagas. Después de largas conversaciones, casi todas las tribus libias se habían colocado bajo su mando porque había sabido atizar su viejo odio contra Egipto. Frente a la ferocidad de los guerreros libios, debilitados tras un largo período de paz, emprenderían la huida. Y la presencia del hitita Uri-Techup, cuya valentía era muy conocida, galvanizaba a los conquistadores.
—Allí, a menos de dos horas de marcha —dijo Uri-Techup tendiendo el brazo derecho—, están las primeras aldeas del Delta. Pronto nos apoderaremos de ellas. Luego destruiremos Pi-Ramsés, cuyas defensas estarán reducidas al mínimo. Serás proclamado faraón, Malfi, y lo que quede del ejército egipcio se colocará a tus órdenes.
—¿Es infalible tu estrategia, Uri-Techup?
—Lo es, conozco bien a Ramsés. La diversión de Siwa le habrá turbado y convencido de que hemos decidido abrir varios frentes. Su prioridad será proteger Tebas y sus templos; por ello enviará dos regimientos al Sur, sin duda al mando de Merenptah. El tercero se encargará de la seguridad de Menfis. Y como Ramsés tiene la vanidad de creerse invencible, se pondrá a la cabeza del cuarto para aniquilarnos. Sólo tendremos ante nosotros algunos millares de hombres, Malfi, y les venceremos fácilmente. Sólo te pido un favor: déjame matar a Ramsés con mi daga.
El libio asintió con la cabeza. Habría preferido disponer de más tiempo para seguir entrenando a sus tropas, pero la alerta dada por un mercader ambulante le había obligado a adelantar el ataque.
Un solo regimiento no asustaba a Malfi. Los libios deseaban combatir; multiplicado por la droga, su ardor les daría ventaja sobre los timoratos egipcios.
Una sola consigna: sin cuartel.
—Ahí están —anunció Uri-Techup.
En los ojos de Malfi brilló un fulgor de deseo.
Por fin iba a vengar el honor de Libia, burlado por los faraones desde hacía tantos siglos, arrasar opulentas aldeas y quemar cosechas. Los supervivientes serían esclavos.
—Ramsés marcha a la cabeza de sus tropas —advirtió el hitita exaltado.
—¿Quién va a su derecha?
El rostro de Uri-Techup se ensombreció.
—Su hijo menor, Merenptah.
—¿Pero no debía mandar las tropas acantonadas en Tebas?
—Mataremos al padre y al hijo.
—¿Y el hombre que marcha a la izquierda del rey?
—Serramanna, el jefe de su guardia personal… ¡El destino nos es favorable, Malfi! A éste le desollaré vivo.
Infantes, arqueros y carros se desplegaban por el horizonte, en perfecto orden.
—No hay un solo regimiento —calculó Malfi.
Consternado, Uri-Techup no se atrevió a responder. Minuto a minuto, la vasta llanura se cubría de soldados egipcios.
El libio y el hitita se rindieron a la evidencia: Ramsés había corrido el riesgo de acudir a su encuentro con los cuatro regimientos de los dioses Amón, Ra, Ptah y Set. Era la totalidad de las fuerzas de ataque egipcias la que se disponía a caer sobre sus enemigos.
Malfi apretó los puños.
—¡Y creías conocer bien a Ramsés, Uri-Techup!
—Su estrategia es aberrante… ¿cómo se atreve a correr tanto riesgo?
El libio comprobó que la retirada era imposible. Los arqueros nubios, al mando del virrey Setaú, le cerraban el camino.
—Un libio vale, al menos, por cuatro egipcios —aulló Malfi dirigiéndose a sus hombres—. ¡Al ataque!
Mientras Ramsés permanecía impasible en su carro, los libios se lanzaron al asalto de la primera línea egipcia; los infantes se arrodillaron, para posibilitar que los arqueros apuntaran, diezmando con sus disparos al adversario.
Los arqueros libios respondieron, pero con menor eficacia; y la segunda oleada de asalto, demasiado desordenada, se rompió contra los infantes del regimiento de Set; se produjo el contraataque de los carros: por orden de Merenptah, destrozaron a los rebeldes, quienes pese a las invectivas de Malfi, iniciaron la desbandada.
Los fugitivos chocaron con los nubios de Setaú, cuyas flechas y lanzas fueron devastadoras. Entonces no cupo ninguna duda sobre el resultado del combate; la mayoría de los libios, abrumados por el número, depuso las armas.
Ebrio de furor, Malfi reunió a su alrededor a sus últimos partidarios; Uri-Techup había desaparecido. Sin pensar ya en el cobarde que le había abandonado, el libio sólo tenía una idea en la cabeza: matar el mayor número de egipcios. Y su primera víctima sería Merenptah, que estaba al alcance de su lanza.
En pleno combate, las miradas de ambos hombres se cruzaron. Pese a la distancia que los separaba, el hijo menor de Ramsés percibió el odio del libio.
Las dos lanzas surcaron el aire al mismo tiempo.
La de Malfi rozó el hombro de Merenptah, la del general en jefe se clavó en la frente del libio.
Malfi permaneció inmóvil unos instantes, vaciló y se derrumbó.
Serramanna estaba pasando una agradable jornada. Manejando la pesada espada de doble filo con notable destreza, ya había perdido la cuenta del número de libios a los que había hecho pedazos. La muerte de Malfi desalentó a sus últimos partidarios y el gigante sardo pudo detenerse.
Al volverse hacia Ramsés, lo que vio le dejó aterrorizado.
Tocado con un casco y protegido por una coraza que cubría su vello rojizo, Uri-Techup había conseguido infiltrarse en las filas egipcias y acercarse, por detrás, al carro real.
El hitita iba a asesinar a Ramsés.
Gracias a una carrera enloquecida, derribando a los hijos reales, Serramanna consiguió interponerse entre el carro y Uri-Techup, pero no evitó el violento golpe que propinó el hitita. La daga de hierro se hundió en el pecho del gigante sardo.
Mortalmente herido, Serramanna aún tuvo fuerzas para agarrar el gaznate de su enemigo jurado, al que estranguló con sus dos enormes manos.
—¡Has fracasado, Uri-Techup, estás vencido!
El sardo sólo soltó su presa cuando el hitita dejó de respirar. Entonces, como una fiera que sintiera la proximidad de la muerte, se tendió de lado.
Ramsés sostuvo la cabeza del hombre que acababa de salvarle.
—Habéis obtenido una gran victoria, majestad… Y que hermosa vida he tenido, gracias a vos…
Orgulloso de su hazaña postrera, el sardo partió hacia el más allá entregando el alma en brazos de Ramsés.