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Bellos-Muslos silbaba una canción a la gloria de Ramsés mientras caminaba, con su asno cargado de alfarería, hacia la frontera noroeste del Delta. No lejos de la costa corroída por las olas del Mediterráneo, el mercader ambulante tomaba sinuosos senderos para dirigirse a una aldea de pescadores donde estaba seguro de vender su producción.

Bellos-Muslos estaba orgulloso del nombre que le habían puesto las muchachas que presenciaban las carreras de velocidad entre varones por la arena húmeda, junto al mar; desde hacía más de dos años, ningún competidor había conseguido vencerle. Y las admiradoras apreciaban el esfuerzo de los atletas desnudos, que desplegaban sus energías para seducirlas. Gracias a sus muslos, el corredor más rápido del oeste del Delta no podía contar sus conquistas.

Pero aquel éxito también tenía su parte negativa, pues a las damiselas les gustaban los adornos y Bellos-Muslos tenía que hacer buenos negocios para mantenerse a la altura de su fama de campeón soberbio y generoso. De manera que recorría los caminos con ardor, para obtener el máximo beneficio de su comercio.

Unas grullas pasaron por encima de su cabeza, precediendo las nubes bajas empujadas por el viento; observando la posición del sol, Bellos-Muslos comprendió que no llegaría a su meta antes de que anocheciese. Mejor sería detenerse en una de las cabañas de caña que jalonaban la pista, pues cuando las tinieblas hubieran invadido la zona costera, peligrosas criaturas saldrían de sus cubiles y agredirían a los imprudentes.

Bellos-Muslos descargó su asno, lo alimentó y después hizo brotar una llama con sílex y un bastón de fuego. Degustó dos pescados asados y bebió el agua fresca conservada en una jarra. Luego se tendió en su estera y se durmió.

Cuando estaba soñando con su próxima carrera y su nuevo triunfo, un insólito ruido le despertó. El asno rascaba el suelo con su pezuña delantera. Una señal inequívoca de que acechaba algún peligro.

Bellos-Muslos se levantó, apagó el fuego y se ocultó tras unos matorrales espinosos. Hizo bien, pues unos treinta hombres armados, cubiertos con cascos y corazas, surgieron de la oscuridad. La luna era llena aquella noche y le permitió ver claramente al jefe del grupo. Llevaba la cabeza desnuda, sus cabellos eran largos y tenía el pecho cubierto de vello rojizo.

—Aquí había un espía y ha huido —exclamó Uri-Techup clavando su lanza en la estera.

—No lo creo —objetó un libio—; mira esos cacharros y el asno: es un mercader ambulante que ha decidido descansar aquí.

—Todas las aldeas al oeste de esta zona están bajo nuestro control; hay que encontrar al espía y acabar con él. Despleguémonos.

Habían transcurrido cuatro años desde la visita del emperador Hattusil y la emperatriz Putuhepa. Las relaciones entre Egipto y el Hatti seguían siendo muy buenas y el espectro de la guerra se había desvanecido. Un regular flujo de visitantes hititas acudía a admirar los paisajes y las ciudades del Delta.

Las dos esposas hititas de Ramsés se entendían a las mil maravillas; las ambiciones de Mat-Hor se habían disuelto debido a su lujosa existencia, y su compatriota saboreaba glotonamente la cotidianidad. Juntas y sin lamentarlo, habían admitido que Ramsés el Grande, de setenta años de edad, se había convertido en una leyenda viva, fuera de su alcance. Y el faraón, tras descubrir que los fuegos destructores no lamían ya el alma de ambas reinas, había aceptado su presencia en algunas ceremonias oficiales.

En el año 43 de su reinado, ante la insistente petición de Kha, Ramsés había celebrado su quinta fiesta de regeneración, en presencia de la comunidad de los dioses y las diosas, llegados a la capital en forma de estatuas animadas por el ka. En adelante, el faraón tendría que recurrir frecuentemente al procedimiento ritual para poder soportar el peso de la edad, cada vez más abrumador.

Y Ramsés tenía que ponerse también, regularmente, en manos de Neferet, la médico en jefe. Ignorando el mal humor de su ilustre paciente, al que a veces le costaba aceptar el envejecimiento, le evitaba los sufrimientos dentales y frenaba la evolución de la artrosis. Gracias a sus tratamientos, la vitalidad del monarca seguía intacta y su ritmo de trabajo no se hacía más lento.

Tras haber despertado el poder divino en su santuario y celebrado los ritos del alba, Ramsés hablaba con el visir, Ameni y Merenptah, el trío encargado de concretar sus directrices. Por la tarde, estudiaba con Kha los grandes rituales del Estado y les daba nuevas formulaciones.

El rey iba apartándose poco a poco de la administración del país, y acudía a menudo a Tebas para ver a su hija Meritamón y recogerse en su templo de millones de años.

Cuando Ramsés regresó a Karnak, donde el sumo sacerdote Bakhen realizaba su tarea con general satisfacción, un preocupado Merenptah acudió a recibirlo al puerto de Pi-Ramsés.

—Acaban de darme una información inquietante, majestad.

El general en jefe del ejército egipcio condujo personalmente el carro real hasta palacio.

—Si los hechos son ciertos, majestad, debo acusarme de una culpable ligereza.

—Explícate, Merenptah.

—Al parecer, una pandilla armada a las órdenes de Malfi ha atacado el oasis de Siwa, junto a la frontera libia.

—¿De cuándo data la información?

—De hace unos diez días.

—¿Por qué dudas de ella?

—Porque la identificación del oficial encargado de la seguridad del oasis no es correcta; pero tal vez la urgencia y el ardor de la acción sean la causa del error. Si el oasis ha sido atacado, debemos reaccionar de inmediato; y si se trata de Malfi, hemos de acabar de raíz con su revuelta.

—¿Por qué te consideras responsable, hijo mío?

—Porque no he estado alerta, majestad; la paz con el Hatti me hizo olvidar que la guerra podría brotar al oeste. Y el maldito Uri-Techup sigue en libertad… Permíteme que vaya a Siwa con un regimiento y aplaste la sedición.

—¡Pese a tus treinta y ocho años, Merenptah, sigues teniendo el ardor de la juventud! Un oficial experimentado se encargará de la misión. Por tu parte, pon en estado de alerta nuestras fuerzas.

—¡Os juro que eran bandidos libios! —le repitió Bellos-Muslos al somnoliento guardia fronterizo.

—No digas tonterías, pequeño; por aquí no hay libio alguno.

—He corrido hasta perder el aliento, ¡querían matarme! Si no hubiera sido un campeón, me habrían alcanzado. Cascos, corazas, espadas, lanzas… ¡Un verdadero ejército!

Tras una serie de bostezos, el guardia fronterizo miró al joven con malos ojos.

—La cerveza fuerte se te ha subido a la cabeza… ¡Deja de beber! Los borrachos acaban mal.

—Había luna llena —insistió Bellos-Muslos—; pude ver a su jefe antes de huir. Un coloso de largos cabellos, con el pecho cubierto de vello rojizo.

Aquellos detalles despertaron al funcionario. Como el conjunto de oficiales del ejército, la policía y las aduanas, había recibido un dibujo que representaba al criminal Uri-Techup, con la promesa de una buena prima para quien contribuyera al arresto del hitita.

El guardia fronterizo blandió el retrato ante los ojos de Bellos-Muslos.

—¿Es él?

—Sí, ¡él es el jefe!

A lo largo de la franja desértica occidental del Delta, entre el territorio egipcio y el mar, la administración militar había hecho construir fortines bajo los cuales habían nacido algunas aldeas. Estaban separados unos de otros por una jornada de carro, o dos días de marcha rápida. Y las guarniciones tenían la orden de avisar a los generales de Pi-Ramsés y Menfis ante el menor movimiento sospechoso de los libios. Aquélla era una región que el alto mando consideraba como rigurosamente vigilada.

Cuando el gobernador militar de la zona fronteriza recibió un informe alarmista basado en las declaraciones de un mercader ambulante, se guardó mucho de transmitirlo a sus superiores por temor a ponerse en ridículo. La eventualidad de la captura de Uri-Techup, sin embargo, le incitó a enviar una patrulla al lugar donde, al parecer, el hitita había sido descubierto.

Por esa razón Nakti y sus hombres, privados de su habitual tranquilidad, avanzaban a marchas forzadas por una región inhóspita, infestada de mosquitos, con una sola idea en la cabeza: terminar realmente cuanto antes aquella penosa misión.

Nakti maldecía a cada paso; ¿cuándo le destinarían por fin a Pi-Ramsés, a un cómodo cuartel, en vez de perseguir a inexistentes enemigos?

—Fortín a la vista, jefe.

«Tal vez los guardias fronterizos nos tomen por imbéciles —pensó Nakti—, pero al menos nos darán bebida y comida, y mañana por la mañana nos pondremos de nuevo en marcha.»

—¡Cuidado, jefe!

Un soldado tiró hacia atrás de Nakti; en el sendero había un enorme escorpión negro, en posición de ataque. Si el oficial, perdido en sus reflexiones, hubiera seguido avanzando, sin duda le habría picado.

—Mátalo —ordenó Nakti a su salvador.

El soldado no tuvo tiempo de tender su arco. Las flechas brotaron de las almenas del fortín y se clavaron en la carne de los egipcios; con la precisión de experimentados arqueros, los libios al mando de Uri-Techup derribaron a todos los miembros de la patrulla de Nakti.

Con su daga de hierro, el propio hitita degolló a los heridos.