Era él.
Algo encorvado, con los cabellos canosos y la mirada inquisitiva como siempre, tenía, a primera vista, el aspecto de un hombre bastante ordinario del que nadie desconfiaba. Él, Hattusil, emperador del Hatti, envuelto en un grueso manto de lana para luchar contra la sensación de frío que, tanto en invierno como en verano, nunca le abandonaba.
Él, jefe de una nación guerrera y conquistadora, comandante supremo de las tropas hititas en Kadesh, pero también negociador del tratado de paz; él, Hattusil, dueño indiscutible de un país difícil en el que había aniquilado cualquier oposición.
Y Hattusil acababa de poner el pie en la tierra de Egipto, seguido por dos mujeres, su esposa Putuhepa y una joven princesa hitita, huraña.
—Es imposible —murmuró el emperador del Hatti—, del todo imposible… No, esto no es Egipto.
Y sin embargo, no soñaba: el propio Ramsés el Grande se acercaba a su antiguo adversario para darle un abrazo.
—¿Cómo está mi hermano Hattusil?
—Envejezco, hermano Ramsés.
La huida de Uri-Techup, enemigo común de Egipto y del Hatti buscado por asesinato, había terminado con los obstáculos a la visita oficial de Hattusil.
—A Nefertari le habría gustado este momento extraordinario —dijo Ramsés a Putuhepa, soberbia con su larga túnica roja y adornada con joyas egipcias de oro que el faraón le había ofrecido.
—A lo largo de todo nuestro viaje, no he dejado de pensar en ella —confesó la emperatriz—; independientemente de cuanto dure vuestro reinado, siempre será vuestra única esposa real.
Las declaraciones de Putuhepa allanaban cualquier dificultad diplomática. A la luz de un ardiente estío, Pi-Ramsés estaba en fiestas; brillando con todos sus fulgores, la ciudad de turquesa había recibido miles de dignatarios llegados de todas las ciudades de Egipto para asistir al recibimiento de los soberanos del Hatti y a las numerosas ceremonias previstas en su honor.
La belleza y la riqueza de la capital deslumbraron a la pareja imperial. Sabiendo que el dios Amón había dado su conformidad a Ramsés, la población ofreció una entusiasta acogida a los ilustres visitantes. De pie junto al faraón, en su carro tirado por dos empenachados caballos, Hattusil iba de sorpresa en sorpresa.
—¿No tiene mi hermano protección alguna?
—Mi guardia personal vela —respondió Ramsés.
—Pero esa gente, tan cerca… ¡Nuestra seguridad corre peligro!
—Observa la mirada de mi pueblo, Hattusil: no hay en ella odio ni agresividad. Hoy nos agradece que hayamos edificado la paz, su alegría lo demuestra.
—Una población que no está dominada por el terror… ¡Qué extraño! ¿Y cómo consiguió Ramsés formar un ejército capaz de resistir los ataques hititas?
—Los egipcios aman su país tanto como lo aman los dioses.
—Tú, Ramsés, me impediste vencer; tú y nadie más. Desde hace unos instantes, ya no lo lamento.
El emperador del Hatti se quitó el manto de lana; ya no tenía frío.
—El clima me conviene —advirtió—. Qué lástima… Me hubiera gustado vivir aquí.
En el palacio de Pi-Ramsés, la primera recepción fue grandiosa. Había tal cantidad de platos deliciosos que Hattusil y Putuhepa sólo pudieron picar un poco, humedeciendo sus labios con un vino excepcional. Encantadoras intérpretes de pechos desnudos hechizaron sus oídos y sus ojos, y la emperatriz disfrutó de la elegancia de los vestidos que llevaban las nobles damas.
—Me gustaría que la fiesta estuviese dedicada a Acha —sugirió Putuhepa—. Dio su vida por la paz, por esa felicidad que ahora gozan nuestros dos pueblos.
El emperador lo aprobó, pero parecía contrariado.
—Nuestra hija no está presente —se lamentó Hattusil.
—No cambiaré mi decisión —declaró Ramsés—; aunque Mat-Hor haya cometido graves errores, seguirá siendo el símbolo de la paz y, por ello, será honrada como merece. ¿Debo darte más precisiones?
—Es inútil, hermano Ramsés; a veces es bueno ignorar ciertos detalles.
Ramsés evitó pues mencionar el arresto del mercader sirio que había denunciado a Mat-Hor, creyendo que iba a librarse si calumniaba a la reina.
—¿Desea el faraón hablar con su futura esposa?
—No será necesario, Hattusil; celebraremos con fasto la segunda boda diplomática, y nuestros dos pueblos nos lo agradecerán. Pero el tiempo de los sentimientos y los deseos ha pasado.
—Nefertari es realmente inolvidable… Y eso es bueno. No creo que la princesa que he elegido, hermosa pero de frágil inteligencia, pueda conversar con Ramsés el Grande. Descubrirá el placer de vivir a la egipcia y se alegrará por ello. Por lo que a Mat-Hor respecta, ya no amaba el Hatti y disfrutará, cada día más, en su país de adopción, donde tanto deseaba vivir. Con la edad se hará prudente.
Hattusil acababa de sellar el destino de ambas princesas hititas. En aquel cuadragésimo año del reinado de Ramsés, ya no existía un solo motivo de querella entre el Hatti y Egipto. Por esta razón, los ojos marrones de la emperatriz Putuhepa se habían iluminado, revelando una intensa alegría.
Los pilonos, los obeliscos, los colosos, los grandes patios al aire libre, las columnatas, las escenas de ofrenda y los suelos de plata fascinaron a Hattusil, quien se interesó también por la Casa de Vida, la mansión de los libros, los almacenes, los establos, las cocinas y los despachos donde trabajaban los escribas. El emperador del Hatti salió muy impresionado de sus entrevistas con el visir y sus ministros; la arquitectura de la sociedad egipcia era tan grandiosa como la de sus templos.
Ramsés invitó a Hattusil a quemar incienso para encantar el olfato de las divinidades y atraerlas hacia la morada que los hombres les habían construido. La emperatriz participó en los ritos de apaciguamiento de las fuerzas peligrosas, dirigidos por Kha con su rigor habitual. Y luego se celebró la visita a los templos de Pi-Ramsés, especialmente los santuarios dedicados a los dioses extranjeros; y el emperador disfrutó sin ambages unos instantes de reposo en los jardines de palacio.
—Hubiera sido lamentable que el ejército hitita destruyese tan hermosa ciudad —le dijo a Ramsés—; la emperatriz está encantada con el viaje. Puesto que estamos en paz, ¿me permite mi hermano solicitar un favor?
La relativa pasividad de Hattusil comenzaba a intrigar a Ramsés; luchando contra el hechizo de Egipto, el estratega tomaba la iniciativa.
—La emperatriz y yo mismo estamos deslumbrados por tantas maravillas, pero a veces hay que pensar en realidades menos risueñas —prosiguió Hattusil—; hemos firmado un tratado de ayuda mutua en caso de agresión contra nuestros respectivos países, y me gustaría observar el estado del ejército egipcio. ¿Me autoriza el faraón a visitar el cuartel principal de Pi-Ramsés?
Si Ramsés respondía que se trataba de un «secreto militar» o dirigía al emperador hacia un cuartel secundario, Hattusil sabría que estaba preparando una jugarreta; era el momento de la verdad, y por ello había aceptado ese viaje.
—Merenptah, mi hijo menor, es el general en jefe del ejército egipcio. Él acompañará al emperador del Hatti en su visita al cuartel principal de Pi-Ramsés.
Tras un banquete organizado en honor de la emperatriz Putuhepa, Hattusil y Ramsés dieron un paseo junto a un estanque cubierto de lotos azules y blancos.
—Experimento un sentimiento que me era desconocido hasta ahora —reconoció Hattusil—: la confianza. Sólo Egipto sabe crear seres de tus dimensiones, hermano Ramsés… Haber logrado moldear una auténtica amistad entre dos soberanos dispuestos antaño a destruirse es un milagro. Pero tú y yo envejecemos y debemos pensar en nuestra sucesión… ¿A quién has elegido entre tus innumerables hijos reales?
—Kha es un hombre de ciencia, profundo, ponderado, capaz de apaciguar los espíritus en cualquier circunstancia y de convencer sin forzar; sabrá preservar la coherencia del reino y madurar sus decisiones. Merenptah es valeroso. Sabe mandar y administrar, la casta de los militares le ama y la de los altos funcionarios le teme. Ambos son aptos para reinar.
—Dicho de otro modo, dudas todavía; el destino te enviará una señal. Con semejantes hombres, no me preocupa el porvenir de Egipto. Sabrán prolongar tu obra.
—¿Y tu sucesión?
—La tomará un mediocre, elegido entre mediocres. El Hatti declina, como si la paz hubiera cercenado su virilidad y le hubiera arrebatado cualquier ambición; pero no lo lamento en absoluto, pues no había otra elección. Al menos habremos vivido algunos años tranquilos y habré ofrecido a mi pueblo una felicidad que antes no había conocido. Por desgracia, mi país no sabrá evolucionar y desaparecerá. Ah… tengo que hacerte otra petición. En mi capital no suelo caminar tanto y mis pies están doloridos. Me han insinuado que la médico en jefe del reino es muy competente y que, por añadidura, se trata de una mujer muy hermosa.
Neferet abandonó la gran sala de recepciones de palacio, donde conversaba con Putuhepa, para ocuparse de los dedos de los pies del emperador.
—Se trata de una enfermedad que conozco y que puedo tratar —afirmó tras examinarlos—. Primero aplicaré una pomada a base de ocre rojo, miel y cáñamo. Mañana por la mañana utilizaré otro remedio compuesto de hojas de acacia y de azufaifo, polvo de malaquíta y el interior de un mejillón, todo machacado y pulverizado. Esta segunda pomada os producirá una agradable sensación de frescor, pero tendréis que caminar con los tobillos vendados.
—Si os ofreciera una fortuna, Neferet, ¿querríais venir conmigo al Hatti y ser mi médico personal?
—Bien sabéis que no, majestad.
—De modo que nunca podré vencer a Egipto —dijo Hattusil con una leve sonrisa.