Cuando Mat-Hor se enteró de la noticia que conmocionaba a todo Egipto, es decir, el anuncio de la visita oficial de sus padres, creyó que su desgracia había terminado. Ciertamente, gozaba de una dorada existencia en el harén de Mer-Ur y disfrutaba, sin hastiarse, de los innumerables placeres de su condición; pero no reinaba y era sólo una esposa diplomática, privada de cualquier poder.
La hitita escribió una larga carta a Ameni, secretario particular del monarca; exigía, con virulentos términos, ocupar la función de gran esposa real para recibir al emperador y la emperatriz del Hatti, y reclamaba una escolta para regresar al palacio de Pi-Ramsés.
La respuesta de Ramsés fue cortante: Mat-Hor no asistiría a las ceremonias y permanecería en el harén de Mer-Ur.
Tras una violenta cólera, la hitita reflexionó: ¿de qué modo podría perjudicar al faraón, sino impidiendo la llegada de Hattusil? Obsesionada por este proyecto, se las arregló para cruzarse en el camino de un sacerdote del dios cocodrilo, con una sólida reputación de ritualista.
—En el Hatti —le dijo—, consultamos con frecuencia a los adivinos para conocer el porvenir; leen en las entrañas de los animales.
—¿No es eso algo… grosero?
—¿Utilizáis vosotros otros métodos?
—Al faraón le toca discernir el mañana.
—Pero vosotros, los sacerdotes, conocéis el secreto de ciertas técnicas.
—Existe un cuerpo de magos del Estado, majestad, pero su formación es larga y exigente.
—¿No interrogáis a los dioses?
—En ciertas circunstancias, el sumo sacerdote de Amón formula una pregunta a la potencia creadora, con autorización del rey, y el dios responde por su oráculo.
—Y todos aceptan su decisión, supongo.
—¿Quién podría levantarse contra la voluntad de Amón?
Advirtiendo las reticencias del sacerdote, Mat-Hor no le molestó más.
Aquel mismo día, tras haber ordenado a su personal que no revelara su ausencia, se dirigió a Tebas.
La muerte de dulce sonrisa había acabado recordando la edad del venerable Nebú, el sumo sacerdote de Amón, que se había extinguido en su pequeña casa, junto al lago sagrado de Karnak, con la seguridad de haber servido bien al dios oculto, principio de toda vida, y al faraón Ramsés, su representante en la tierra.
Bakhen, el segundo profeta de Amón, había avisado enseguida al rey, quien había acudido a rendir homenaje a Nebú, uno de aquellos hombres íntegros gracias a quienes se perpetuaba la tradición egipcia, fueran cuales fuesen los asaltos de las fuerzas del mal.
El silencio del luto gravitaba sobre el inmenso templo de Karnak; tras haber celebrado los ritos del alba, Ramsés se encontró con Bakhen junto al escarabeo gigante que, en el ángulo noroeste del lago sagrado, simbolizaba el renacimiento del sol tras su victoria sobre las tinieblas.
—Ha llegado la hora, Bakhen. Desde nuestro lejano enfrentamiento, has recorrido un largo camino sin pensar nunca en ti mismo. Si los templos de Tebas son espléndidos, lo deben en parte a ti; tu gestión es irreprochable y todo el mundo se felicita por tu autoridad. Sí, ha llegado la hora de nombrarte sumo sacerdote de Karnak y primer profeta de Amón.
La voz grave y ronca del antiguo supervisor de los establos tembló de emoción.
—Majestad, no creo que… Nebú…
—Nebú te propuso como sucesor hace ya mucho tiempo y sabía juzgar a los hombres. Te entrego el bastón y el anillo de oro, insignias de tu nueva dignidad; gobernarás esta ciudad santa y procurarás que no se aparte de su función.
Bakhen se sobreponía ya; Ramsés advirtió que se uncía a sus innumerables tareas, sin pensar en el prestigio que el tan deseado título le confería.
—Mi corazón no puede permanecer mudo, majestad. Aquí, en el Sur, algunos nobles se sienten escandalizados por vuestra decisión.
—¿Estás hablando del viaje oficial del emperador y la emperatriz del Hatti?
—Exactamente.
—Varios notables del Norte comparten su opinión, pero la visita se celebrará pues consolida la paz.
—Muchos religiosos desean la intervención del oráculo. Si el dios Amón os da su conformidad, cesará cualquier protesta.
—Prepara la ceremonia del oráculo, Bakhen.
Aconsejada por un administrador del harén de Mer-Ur, Mat-Hor había llamado a la puerta adecuada: la de un rico comerciante sirio a quien no se le escapaba el menor acontecimiento de la vida tebana. Vivía en una suntuosa propiedad de la orilla este, no lejos del templo de Karnak, y recibió a la reina en una sala con dos columnas, decorada con pinturas que representaban iris y acianos.
—¡Qué honor, majestad, para un modesto comerciante!
—Esta entrevista no se ha celebrado nunca y nunca nos hemos encontrado: ¿queda claro?
La hitita ofreció un collar de oro al sirio, que se inclinó sonriente.
—Si me proporcionas la ayuda que necesito, seré muy generosa.
—¿Qué deseáis?
—Me interesa el oráculo de Amón.
—El rumor se ha confirmado: precisamente Ramsés va a consultarlo.
—¿Por qué motivo?
—Pedirá al dios que apruebe la venida a Egipto de vuestros padres.
La suerte ayudaba a Mat-Hor; el destino había hecho el trabajo y sólo tenía que terminarlo.
—¿Y si Amón se niega? —preguntó.
—Ramsés tendrá que inclinarse… ¡Y no me atrevo a imaginar la reacción del emperador del Hatti! ¿Pero no es el faraón hermano de los dioses? La respuesta del oráculo no puede ser negativa.
—Pues exijo que lo sea.
—¿Cómo?
—Te lo repito: ayúdame y te haré muy rico. ¿Cómo responde el dios?
—Unos sacerdotes llevan la barca de Amón, el primer profeta interroga al dios. Si la barca avanza, su respuesta es «sí»; si retrocede, «no».
—Compra a los portadores de la barca y que Amón rechace la respuesta de Ramsés.
—Es imposible.
—Arréglatelas para que los más reticentes sean sustituidos por hombres seguros, utiliza pociones que enfermen a los incorruptibles. Consíguelo y te cubriré de oro.
—Los riesgos…
—Ya no tienes elección, mercader: ahora eres mi cómplice. No renuncies y no me traiciones; de lo contrario, seré implacable.
Solo ante las bolsas repletas de pepitas de oro y piedras preciosas que la hitita le ofrecía como un adelanto de su futura fortuna, el sirio reflexionó largo rato. Algunos afirmaban que Mat-Hor nunca recuperaría la confianza del rey, otros estaban convencidos de lo contrario. Y ciertos sacerdotes de Karnak, celosos por el ascenso de Bakhen, estaban dispuestos a hacerle una jugarreta.
Sobornar a todos los portadores de la barca sagrada era imposible, pero bastaba con comprar los brazos más robustos; el dios vacilaría, dividido entre avanzar y retroceder, luego manifestaría claramente su negativa.
Era una partida que podía jugarse… ¡Y es tan tentadora la riqueza!
Tebas estaba conmocionada. Tanto en la campiña como en los barrios de la ciudad se sabía que iba a celebrarse «la hermosa fiesta de la audiencia divina» durante la que Amón y Ramsés demostrarían, una vez más, su comunión.
En el patio del templo donde se desarrollaba el ritual no faltaba una sola personalidad de la gran ciudad del Sur. El alcalde, los administradores, los terratenientes no querían perderse en modo alguno aquel excepcional acontecimiento.
Cuando la barca de Amón salió del templo cubierto para mostrarse a plena luz, todos contuvieron el aliento. En el centro de la barca de madera dorada se situaba el naos que contenía la estatua divina, oculta a las miradas humanas. Y, sin embargo, ella, efigie viva, iba a tomar la decisión.
Avanzando por el suelo de plata, los portadores caminaban con lentitud. El nuevo sumo sacerdote de Amón, Bakhen, vio caras nuevas; ¿pero no le habían hablado ya de una indisposición alimentaria que había impedido a varios titulares participar en la ceremonia?
La barca se detuvo frente al faraón, Bakhen tomó la palabra.
—Yo, servidor del dios Amón, le interrogo en nombre de Ramsés, el Hijo de la Luz; ¿hace bien el faraón de Egipto invitando a esta tierra al emperador y la emperatriz del Hatti?
Incluso las golondrinas habían dejado su enloquecida carrera por el azul del cielo; cuando el dios hubiera respondido afirmativamente, los pechos se liberarían para aclamar a Ramsés.
Sobornados por el mercader sirio, los portadores más robustos se consultaron con la mirada e intentaron dar un paso atrás.
En vano.
Creyeron que sus colegas, decididos a avanzar, manifestaban una resistencia que duraría muy poco; desplegaron pues una energía que iba a ser decisiva. Sin embargo, una fuerza extraña les obligó a avanzar. Deslumbrados por una luz que procedía del naos, renunciaron a luchar.
El dios Amón había aprobado la decisión de su hijo Ramsés, el regocijo podía comenzar.